Militarismo y medioambiente
No existe eso que llaman guerra verde
18/08/2019 | Eleanor Goldfield
En el mes de junio, el Proyecto sobre Costes de la Guerra del Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad Brown (Rhode Island, EE UU) publicó un informe titulado Consumo de combustible por el Pentágono, cambio climático y costes de la guerra. Haciéndose eco de anteriores informes sobre la relación entre el ejército estadounidense y el cambio climático, el documento señala las diversas maneras en que el Pentágono es “el consumidor institucional de petróleo más grande del mundo y, por consiguiente, el mayor generador singular de gases de efecto invernadero (GEI) del planeta”.
Aunque esto no sea necesariamente una noticia, no es malo recordarlo; y los datos detallados del documento sobre cuestiones como el consumo de combustible y las emisiones de GEI no dejan de resultar chocantes y darían para titulares sensacionales. En 2017, por ejemplo, “las emisiones de GEI del Pentágono fueron mayores que las de países industrializados enteros como Suecia o Dinamarca”. De todos modos, aunque el informe relaciona claramente al ejército estadounidense con el caos climático, la conclusión benévola y el tratamiento del complejo militar-industrial con guantes de seda deja algunos agujeros importantes en lo que de otro modo podría ser un potente comentario sobre la interseccionalidad y la necesidad de un cambio de sistema.
No basta con trazar académicamente un hilo rojo entre distintas cuestiones. Reconocer las conexiones que vinculan el caos climático con la guerra, el imperialismo y la creciente crisis de los refugiados exige soluciones basadas en esta interseccionalidad del mundo real. Necesitamos una solidaridad activa que borre las demarcaciones de los movimientos unitemáticos y construya un poder que refleje la realidad del aquí y ahora. Asimismo, debemos desconfiar de las reformas tímidas, de la ecología de fachada y de la tendencia impertérrita del capitalismo a avergonzar a la gente.
Caos climático y seguridad nacional
Las pequeñas reformas están asociadas a menudo al deseo de reverdecer la propia imagen en una especie de chupito combinado hecho para aplacar a la gente y en última instancia mantener el status quo. Por supuesto, esta falsa solución suele venir envuelta en un lenguaje que dice mucho y significa poco, que suena lógico sin recurrir realmente a la lógica. Por ejemplo, el informe concluye que “reduciendo el consumo de combustibles emisores de GEI (junto con reducciones de la emisión en otros sectores), el Pentágono reduciría su contribución a las amenazas asociadas del cambio climático para la seguridad nacional”. Esto me recuerda a aquellas frases de los exámenes de gramática que utilizaban largas inanidades de lógica circular que no decían esencialmente nada. Algo así como esto: el Pentágono podría dejar de crear amenazas para la seguridad nacional si dejara de crear amenazas para la seguridad nacional.
Es más, las conclusiones generales formuladas en el informe nos llevan a contemplar el caos climático a través de la lente de la seguridad nacional y no de la destrucción de millones de especies, tierras de cultivo, agua potable, aire respirable y un futuro vivible en general. En este punto me viene a la memoria el tuit de la senadora Elizabeth Warren de mediados de mayo en el que lamentaba que “el cambio climático es real y se agrava cada día, y socava nuestra disponibilidad militar. Cada vez más, el cumplimiento de la misión depende de nuestra capacidad para seguir operando en situaciones de inundación, sequía, incendios, desertización y frío extremo.” Pero ¡por Dios, hemos de cumplir la misión! ¡Incluso si implica optar por lo ecológico!
Por supuesto, la idea de una guerra cuidadosa con el medio ambiente es tan ridícula como suena. Lo que llaman nuestra seguridad nacional está basada en invasiones no provocadas, graves violaciones de los derechos humanos, guerra económica, cambio de regímenes y terrorismo abierto. Es un imperialismo modernizado que se preocupa tan poco por la gente como por los ecosistemas en que vivimos.
El informe formula propuestas válidas e importantes sobre la reducción de nuestra dependencia del petróleo, que incluye la disminución de las operaciones en Oriente Medio, el abandono de bases militares y destinar el dinero del presupuesto de defensa a “actividades económicamente más productivas”. Sin embargo, ni la senadora Warren ni el informe del Instituto Watson van a la raíz y se preguntan si el ejército y su imperialismo violento son necesarios, sino únicamente si es suficientemente verde. Con ello, pasan por alto la paradoja central de que en una enfermiza espiral de muerte, nuestro ejército utiliza el cambio climático y la desestabilización que conlleva para justificar el aumento del presupuesto de defensa, creando de este modo –y acelerando– una profecía homicida autocumplida.
Se podría argumentar que es perfectamente comprensible que un informe que trata del consumo de combustible y las emisiones de GEI por parte del ejército no plantee el cambio de sistema. Sin embargo, se supone que las conclusiones han de servir para analizar los datos mostrados, y si no se analiza la naturaleza destructiva y opresiva de las fuerzas armadas estadounidenses, toda conclusión que saquemos con o sin un informe no servirá para abordar el cambio de sistema necesario que implica la lucha contra el caos climático. Esta es la razón que explica por qué el proyecto de ley copatrocinado por la senadora Warren para reducir la huella de carbono del Pentágono está condenado al fracaso. Incluso si se promulga, no hará más que reverdecer la fachada llena de sangre de una máquina de guerra imperialista. Por ejemplo, en vez de reclamar el cierre de cualquiera de nuestras casi mil bases militares que hay en el mundo, Warren quiere asegurarse de que estén preparadas para resistir una climatología extrema.
Ahora bien, estas bases que ella pretende salvar constituyen verdaderas catástrofes ambientales. Docenas de bases militares de EE UU figuran en la lista de lugares Superfund de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), en la que figuran los lugares que albergan vertidos de residuos tóxicos y peligrosos altamente contaminados y requieren medidas de descontaminación especiales. En 2014, Newsweek informó de que “unos 900 de los alrededor de 1.200 lugares Superfund en EE UU son instalaciones militares abandonadas o instalaciones que sirven a necesidades de apoyo militar”.
En todo el mundo, las bases estadounidenses vierten en el suelo y las aguas subterráneas productos químicos tóxicos como uranio empobrecido, petróleo, queroseno, pesticidas y exfoliantes como el agente naranja y plomo. Durante años, comunidades locales se han manifestado en contra de las respectivas bases estadounidenses por los daños provocados en los cultivos y el medioambiente, desde Okinawa hasta Guam, Galápagos y Seychelles. No cabe duda de que lo más favorable para el medio ambiente que se puede hacer es cerrar las bases militares de EE UU y desmantelar efectivamente el complejo militar-industrial imperialista en su conjunto. De paso, también constituiría el mayor impulso a nuestra sacrosanta seguridad nacional, no solo con respecto al clima, sino también en relación con la migración y los desplazamientos forzados.
La intersección de nuestros movimientos
Mientras que el cambio climático es un recién llegado en el debate sobre la seguridad nacional, el miedo a que unos refugiados y/o inmigrantes mancillen nuestra ciudad situada en la cima de un monte es prácticamente un pasatiempo estadounidense. Desde que se estableció esta nación colonialista de colonos EE UU ha sido siempre antiinmigrante, y este paradigma se mantiene sólido a pesar del hecho de que actualmente la gente esté migrando directamente por nuestra culpa. Sí, la ironía también es tan nuestra como la tarta de manzana.
Un informe reciente del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados revela que “el número de refugiados en todo el mundo es actualmente el más elevado desde que Naciones Unidas comenzó a mantener registros, con más de 70 millones de personas buscando refugio después de haber sido expulsadas a la fuerza de sus hogares”. Según el Consejo Noruego para los Refugiados, “en promedio, cada año son desplazadas 26 millones de personas a causa de catástrofes como inundaciones y tempestades. Cada segundo, una persona se ve obligada a huir".
Se prevé que el cambio climático hará que en la próxima década busquen refugio decenas de millones de personas. Oriente Medio y África sufrirán tal vez los peores efectos del cambio climático en los próximos decenios, sobre todo en forma de sequía y calor extremo. Conviene señalar que Oriente Medio, África y Asia Central y Meridional no solo son los lugares de procedencia de la mayoría de refugiados del mundo, sino también los lugares que reciben la mayoría de los refugiados; otro ejemplo de cómo vamos dejando catástrofes en nuestra estela.
Y mientras continúa la guerra contra el terrorismo en Oriente Medio, el menos comentado nuevo barullo para África, el Mando África de EE UU (Africom) oculta la competencia imperialista por recursos naturales tras otra mentira más sobre una supuesta amenaza para la seguridad nacional. En resumen, nuestra seguridad nacional se ve amenazada todos los días por nuestra ansia de seguridad nacional: nuestra necesidad de perforar, verter, extraer y quemar está vinculada inextricablemente a los planes militares de desestabilizar, destruir y desplazar.
Del mismo modo que no existe eso que llaman una guerra verde, tampoco hay manera de hacer frente al cambio climático si no nos oponemos a la maquinaria de guerra, y viceversa. No hay manera de abordar la crisis de los refugiados a menos que luchemos contra el cambio climático y la maquinaria de guerra. A fin de desbaratar la mencionada profecía autocumplida, homicida y cada vez más acelerada, hemos de observar las intersecciones de nuestros movimientos y reconocer que en esos puntos se halla nuestro poder colectivo, el potencial para construir movimientos colaborativos de largo alcance que realmente vayan a las raíces, al corazón mismo del sistema.
Como sindicalista he visto tantos movimientos unitemáticos dispersarse por cansancio y sectarismo. De hecho, es un regalo a los poderes establecidos que a menudo tracemos líneas de demarcación tan profundas: el movimiento ecologista está aquí, el movimiento por los derechos de los refugiados y los migrantes está ahí, el movimiento antiguerra está allá, y nunca confluyen los tres. Aunque ahí está el ejemplo de la reciente manifestación en Bath, Maine, donde un grupo de activistas cortó el tráfico a la salida de un astillero donde se construyen buques de guerra, reclamando dinero para soluciones para el clima y no para la guerra interminable.
En la junta general de accionistas de la empresa de gestión de activos BlackRock se presentaron numerosos grupos –desde la Organización Indígena Nacional de Brasil hasta Code Pink– para denunciar al director ejecutivo de BlackRock y a toda la empresa por sus inversiones masivas y grotescas en muerte y destrucción a través del caos climático y la guerra. Muchas comunidades movilizadas por la justicia climática y la acción directa han forjado estas alianzas durante mucho tiempo, blandiendo literalmente la bandera del anticapitalismo en solidaridad con las luchas en el mundo entero. Estos empeños interseccionales son fuente de inspiración, poder e ideas. Parten de los principios de cooperación, solidaridad y respeto, antítesis del violento sistema capitalista. Y puesto que rompen con el paradigma de divide y vencerás en el que hemos caído tantas veces, también arrojan luz sobre los problemas inherentes a la tendencia de las opciones personales.
Bloquea, protesta, movilízate, levántate
Con el avance del capitalismo verde (un oxímoron tan claro como el de la guerra verde) también ha proliferado la falsa idea de que podemos salvar el planeta llevando siempre en la mochila una o dos bolsas para la compra. Esto lo llamo la falacia de volverme verde. Si todo el mundo reciclara, si todo el mundo instalara paneles solares y tuviera una botella de agua reutilizable con la palabra Námaste escrita en un lado; si todo el mundo comprara un Tesla… Pero esta manera de pensar no es más que otra manifestación de la estrategia de divide y vencerás de un sistema capitalista basado en la extracción y la destrucción. Avergüenza a la gente que no puede pagar o acceder a las nuevas tecnologías o alternativas verdes y divide aún más nuestro potencial de unificación a lo largo de las fallas del poder adquisitivo pintado de verde. Cuando un barrio cae víctima de un tsunami de gentrificación, enseguida acuden establecimientos verdes de cosmética eco-chic, tech trendy e hipster, que miran de arriba abajo y expulsan a quienes no pueden pagar sus ofertas consumistas, mientras hacen caja y hacen caso omiso del puñado de empresas y de la máquina de guerra que realmente tiene la culpa de esta crisis climática que se agrava por momentos.
Un chiste que ha circulado recientemente en las redes sociales dice: “harías más por el clima si te comieras a un ejecutivo del petróleo que si te volvieras vegano”. No solo es gracioso, sino que también da en el clavo. Rousseau tal vez se adelantó a su tiempo al sentar las bases de una revolución contra el cambio climático: “Cuando la gente ya no tenga nada más que comer, se comerá a los ricos…”. Por supuesto, hazte vegano si tienes el privilegio de hacerlo. Pero no mezclemos esta opción personal con las acciones necesarias para desmantelar la maquinaria que saca beneficio de la tortura de animales.
Sí, los y las activistas acudirán a menudo a lugares lejanos para luchar contra un gasoducto o una empresa maderera. Sí, la gente irá a comprar a Wal-Mart porque carece del privilegio económico de poder ir a comprar a otros sitios. Si todos aquellos que se dedican a criticar a la gente que hace esas cosas hubieran acudido en vez de ello a la primera línea de la lucha contra un gasoducto, la energía sucia tendría a miles contra las que luchar, y no un puñado de activistas de una férrea fuerza de voluntad.
Cuando se dice que “toda persona puede hacer algo”, estoy de acuerdo. Pero el mero compromiso por reciclar no basta. Por supuesto, dado que alrededor del 91 % del plástico no se recicla, sigo pensando que debemos luchar por instituir mejores prácticas de gestión de residuos y exigir instalaciones de reciclado. Debemos utilizar el transporte público siempre que podamos. También debemos cepillarnos los dientes regularmente, no beber demasiado alcohol y evitar los alimentos procesados.
En otras palabras, el llamado reverdecimiento de nuestra vida personal no debe considerarse una contribución a la protección del clima, sino una faceta más de comportarse como un adulto en el mundo de hoy. Actuar por el clima, ese algo que toda persona puede hacer, debería significar realmente actuar por el clima. Debería significar que bloqueamos, protestamos, nos manifestamos y nos levantamos y de alguna manera dedicamos tiempo, energía, cuerpo y mente a una aguda lucha sistémica. Debería significar que nos organizamos en nuestras comunidades para establecer conexiones entre nuestros diversos problemas, desde la gentrificación del barrio hasta el imperialismo, pasando por la soberanía alimentaria, la salud pública y el racismo sistémico, cuestiones todas que están relacionadas con el caos climático.
Debería significar que apuntamos contra el sistema y no unos contra otros, que diferenciamos nuestro poder de nuestro poder adquisitivo verde y que no dirigimos la guerra de clases contra nosotros mismos. Debería significar que educamos y nos comprometemos con los principios de la lucha contra la opresión, del antiimperialismo y del anticapitalismo. Debería significar que soñamos y hacemos y construimos comunidades y redes que existen fuera de los confines del sistema capitalista bajo el que todas y todos sufrimos.
No existe ningún plan definitivo para llevar a cabo esta tarea. La verdadera solidaridad y la interseccionalidad real implican ir más allá de nuestras zonas de confort y pisar terrenos que desconocemos, de maneras que no están previstas en la teoría. Los movimientos ecologistas tendrán que abordar el caos climático intrínseco a una maquinaria de guerra imperialista y racista. Los y las activistas contra la guerra tendrán que calibrar la importancia de la justicia climática en su actividad.
La gente más afectada no solo necesitará un asiento a la mesa, sino también una solidaridad real y respeto por sus experiencias de vida. Todas tendremos que examinar a fondo los peligros de las falsas soluciones que vienen de arriba, del reverdecimiento y de la crítica a quienes hacen lo que tienen que hacer para sobrevivir. Cuando crucemos la divisoria y dominemos la narrativa de nuestro propio futuro, habremos de aprender a sentirnos cómodas estando incómodas, a pasar del progreso prescrito de un sistema regresivo. Parece desalentador, suena imposible, pero no estamos solas, a menos que optemos por estarlo.
05/07/2019
https://roarmag.org/essays/there-is-no-such-thing-as-a-green-war/
Eleanor Goldfield es activista creativa, periodista y poeta.
Traducción: viento sur
Aunque esto no sea necesariamente una noticia, no es malo recordarlo; y los datos detallados del documento sobre cuestiones como el consumo de combustible y las emisiones de GEI no dejan de resultar chocantes y darían para titulares sensacionales. En 2017, por ejemplo, “las emisiones de GEI del Pentágono fueron mayores que las de países industrializados enteros como Suecia o Dinamarca”. De todos modos, aunque el informe relaciona claramente al ejército estadounidense con el caos climático, la conclusión benévola y el tratamiento del complejo militar-industrial con guantes de seda deja algunos agujeros importantes en lo que de otro modo podría ser un potente comentario sobre la interseccionalidad y la necesidad de un cambio de sistema.
No basta con trazar académicamente un hilo rojo entre distintas cuestiones. Reconocer las conexiones que vinculan el caos climático con la guerra, el imperialismo y la creciente crisis de los refugiados exige soluciones basadas en esta interseccionalidad del mundo real. Necesitamos una solidaridad activa que borre las demarcaciones de los movimientos unitemáticos y construya un poder que refleje la realidad del aquí y ahora. Asimismo, debemos desconfiar de las reformas tímidas, de la ecología de fachada y de la tendencia impertérrita del capitalismo a avergonzar a la gente.
Caos climático y seguridad nacional
Las pequeñas reformas están asociadas a menudo al deseo de reverdecer la propia imagen en una especie de chupito combinado hecho para aplacar a la gente y en última instancia mantener el status quo. Por supuesto, esta falsa solución suele venir envuelta en un lenguaje que dice mucho y significa poco, que suena lógico sin recurrir realmente a la lógica. Por ejemplo, el informe concluye que “reduciendo el consumo de combustibles emisores de GEI (junto con reducciones de la emisión en otros sectores), el Pentágono reduciría su contribución a las amenazas asociadas del cambio climático para la seguridad nacional”. Esto me recuerda a aquellas frases de los exámenes de gramática que utilizaban largas inanidades de lógica circular que no decían esencialmente nada. Algo así como esto: el Pentágono podría dejar de crear amenazas para la seguridad nacional si dejara de crear amenazas para la seguridad nacional.
Es más, las conclusiones generales formuladas en el informe nos llevan a contemplar el caos climático a través de la lente de la seguridad nacional y no de la destrucción de millones de especies, tierras de cultivo, agua potable, aire respirable y un futuro vivible en general. En este punto me viene a la memoria el tuit de la senadora Elizabeth Warren de mediados de mayo en el que lamentaba que “el cambio climático es real y se agrava cada día, y socava nuestra disponibilidad militar. Cada vez más, el cumplimiento de la misión depende de nuestra capacidad para seguir operando en situaciones de inundación, sequía, incendios, desertización y frío extremo.” Pero ¡por Dios, hemos de cumplir la misión! ¡Incluso si implica optar por lo ecológico!
Por supuesto, la idea de una guerra cuidadosa con el medio ambiente es tan ridícula como suena. Lo que llaman nuestra seguridad nacional está basada en invasiones no provocadas, graves violaciones de los derechos humanos, guerra económica, cambio de regímenes y terrorismo abierto. Es un imperialismo modernizado que se preocupa tan poco por la gente como por los ecosistemas en que vivimos.
El informe formula propuestas válidas e importantes sobre la reducción de nuestra dependencia del petróleo, que incluye la disminución de las operaciones en Oriente Medio, el abandono de bases militares y destinar el dinero del presupuesto de defensa a “actividades económicamente más productivas”. Sin embargo, ni la senadora Warren ni el informe del Instituto Watson van a la raíz y se preguntan si el ejército y su imperialismo violento son necesarios, sino únicamente si es suficientemente verde. Con ello, pasan por alto la paradoja central de que en una enfermiza espiral de muerte, nuestro ejército utiliza el cambio climático y la desestabilización que conlleva para justificar el aumento del presupuesto de defensa, creando de este modo –y acelerando– una profecía homicida autocumplida.
Se podría argumentar que es perfectamente comprensible que un informe que trata del consumo de combustible y las emisiones de GEI por parte del ejército no plantee el cambio de sistema. Sin embargo, se supone que las conclusiones han de servir para analizar los datos mostrados, y si no se analiza la naturaleza destructiva y opresiva de las fuerzas armadas estadounidenses, toda conclusión que saquemos con o sin un informe no servirá para abordar el cambio de sistema necesario que implica la lucha contra el caos climático. Esta es la razón que explica por qué el proyecto de ley copatrocinado por la senadora Warren para reducir la huella de carbono del Pentágono está condenado al fracaso. Incluso si se promulga, no hará más que reverdecer la fachada llena de sangre de una máquina de guerra imperialista. Por ejemplo, en vez de reclamar el cierre de cualquiera de nuestras casi mil bases militares que hay en el mundo, Warren quiere asegurarse de que estén preparadas para resistir una climatología extrema.
Ahora bien, estas bases que ella pretende salvar constituyen verdaderas catástrofes ambientales. Docenas de bases militares de EE UU figuran en la lista de lugares Superfund de la Agencia de Protección Ambiental (EPA), en la que figuran los lugares que albergan vertidos de residuos tóxicos y peligrosos altamente contaminados y requieren medidas de descontaminación especiales. En 2014, Newsweek informó de que “unos 900 de los alrededor de 1.200 lugares Superfund en EE UU son instalaciones militares abandonadas o instalaciones que sirven a necesidades de apoyo militar”.
En todo el mundo, las bases estadounidenses vierten en el suelo y las aguas subterráneas productos químicos tóxicos como uranio empobrecido, petróleo, queroseno, pesticidas y exfoliantes como el agente naranja y plomo. Durante años, comunidades locales se han manifestado en contra de las respectivas bases estadounidenses por los daños provocados en los cultivos y el medioambiente, desde Okinawa hasta Guam, Galápagos y Seychelles. No cabe duda de que lo más favorable para el medio ambiente que se puede hacer es cerrar las bases militares de EE UU y desmantelar efectivamente el complejo militar-industrial imperialista en su conjunto. De paso, también constituiría el mayor impulso a nuestra sacrosanta seguridad nacional, no solo con respecto al clima, sino también en relación con la migración y los desplazamientos forzados.
La intersección de nuestros movimientos
Mientras que el cambio climático es un recién llegado en el debate sobre la seguridad nacional, el miedo a que unos refugiados y/o inmigrantes mancillen nuestra ciudad situada en la cima de un monte es prácticamente un pasatiempo estadounidense. Desde que se estableció esta nación colonialista de colonos EE UU ha sido siempre antiinmigrante, y este paradigma se mantiene sólido a pesar del hecho de que actualmente la gente esté migrando directamente por nuestra culpa. Sí, la ironía también es tan nuestra como la tarta de manzana.
Un informe reciente del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados revela que “el número de refugiados en todo el mundo es actualmente el más elevado desde que Naciones Unidas comenzó a mantener registros, con más de 70 millones de personas buscando refugio después de haber sido expulsadas a la fuerza de sus hogares”. Según el Consejo Noruego para los Refugiados, “en promedio, cada año son desplazadas 26 millones de personas a causa de catástrofes como inundaciones y tempestades. Cada segundo, una persona se ve obligada a huir".
Se prevé que el cambio climático hará que en la próxima década busquen refugio decenas de millones de personas. Oriente Medio y África sufrirán tal vez los peores efectos del cambio climático en los próximos decenios, sobre todo en forma de sequía y calor extremo. Conviene señalar que Oriente Medio, África y Asia Central y Meridional no solo son los lugares de procedencia de la mayoría de refugiados del mundo, sino también los lugares que reciben la mayoría de los refugiados; otro ejemplo de cómo vamos dejando catástrofes en nuestra estela.
Y mientras continúa la guerra contra el terrorismo en Oriente Medio, el menos comentado nuevo barullo para África, el Mando África de EE UU (Africom) oculta la competencia imperialista por recursos naturales tras otra mentira más sobre una supuesta amenaza para la seguridad nacional. En resumen, nuestra seguridad nacional se ve amenazada todos los días por nuestra ansia de seguridad nacional: nuestra necesidad de perforar, verter, extraer y quemar está vinculada inextricablemente a los planes militares de desestabilizar, destruir y desplazar.
Del mismo modo que no existe eso que llaman una guerra verde, tampoco hay manera de hacer frente al cambio climático si no nos oponemos a la maquinaria de guerra, y viceversa. No hay manera de abordar la crisis de los refugiados a menos que luchemos contra el cambio climático y la maquinaria de guerra. A fin de desbaratar la mencionada profecía autocumplida, homicida y cada vez más acelerada, hemos de observar las intersecciones de nuestros movimientos y reconocer que en esos puntos se halla nuestro poder colectivo, el potencial para construir movimientos colaborativos de largo alcance que realmente vayan a las raíces, al corazón mismo del sistema.
Como sindicalista he visto tantos movimientos unitemáticos dispersarse por cansancio y sectarismo. De hecho, es un regalo a los poderes establecidos que a menudo tracemos líneas de demarcación tan profundas: el movimiento ecologista está aquí, el movimiento por los derechos de los refugiados y los migrantes está ahí, el movimiento antiguerra está allá, y nunca confluyen los tres. Aunque ahí está el ejemplo de la reciente manifestación en Bath, Maine, donde un grupo de activistas cortó el tráfico a la salida de un astillero donde se construyen buques de guerra, reclamando dinero para soluciones para el clima y no para la guerra interminable.
En la junta general de accionistas de la empresa de gestión de activos BlackRock se presentaron numerosos grupos –desde la Organización Indígena Nacional de Brasil hasta Code Pink– para denunciar al director ejecutivo de BlackRock y a toda la empresa por sus inversiones masivas y grotescas en muerte y destrucción a través del caos climático y la guerra. Muchas comunidades movilizadas por la justicia climática y la acción directa han forjado estas alianzas durante mucho tiempo, blandiendo literalmente la bandera del anticapitalismo en solidaridad con las luchas en el mundo entero. Estos empeños interseccionales son fuente de inspiración, poder e ideas. Parten de los principios de cooperación, solidaridad y respeto, antítesis del violento sistema capitalista. Y puesto que rompen con el paradigma de divide y vencerás en el que hemos caído tantas veces, también arrojan luz sobre los problemas inherentes a la tendencia de las opciones personales.
Bloquea, protesta, movilízate, levántate
Con el avance del capitalismo verde (un oxímoron tan claro como el de la guerra verde) también ha proliferado la falsa idea de que podemos salvar el planeta llevando siempre en la mochila una o dos bolsas para la compra. Esto lo llamo la falacia de volverme verde. Si todo el mundo reciclara, si todo el mundo instalara paneles solares y tuviera una botella de agua reutilizable con la palabra Námaste escrita en un lado; si todo el mundo comprara un Tesla… Pero esta manera de pensar no es más que otra manifestación de la estrategia de divide y vencerás de un sistema capitalista basado en la extracción y la destrucción. Avergüenza a la gente que no puede pagar o acceder a las nuevas tecnologías o alternativas verdes y divide aún más nuestro potencial de unificación a lo largo de las fallas del poder adquisitivo pintado de verde. Cuando un barrio cae víctima de un tsunami de gentrificación, enseguida acuden establecimientos verdes de cosmética eco-chic, tech trendy e hipster, que miran de arriba abajo y expulsan a quienes no pueden pagar sus ofertas consumistas, mientras hacen caja y hacen caso omiso del puñado de empresas y de la máquina de guerra que realmente tiene la culpa de esta crisis climática que se agrava por momentos.
Un chiste que ha circulado recientemente en las redes sociales dice: “harías más por el clima si te comieras a un ejecutivo del petróleo que si te volvieras vegano”. No solo es gracioso, sino que también da en el clavo. Rousseau tal vez se adelantó a su tiempo al sentar las bases de una revolución contra el cambio climático: “Cuando la gente ya no tenga nada más que comer, se comerá a los ricos…”. Por supuesto, hazte vegano si tienes el privilegio de hacerlo. Pero no mezclemos esta opción personal con las acciones necesarias para desmantelar la maquinaria que saca beneficio de la tortura de animales.
Sí, los y las activistas acudirán a menudo a lugares lejanos para luchar contra un gasoducto o una empresa maderera. Sí, la gente irá a comprar a Wal-Mart porque carece del privilegio económico de poder ir a comprar a otros sitios. Si todos aquellos que se dedican a criticar a la gente que hace esas cosas hubieran acudido en vez de ello a la primera línea de la lucha contra un gasoducto, la energía sucia tendría a miles contra las que luchar, y no un puñado de activistas de una férrea fuerza de voluntad.
Cuando se dice que “toda persona puede hacer algo”, estoy de acuerdo. Pero el mero compromiso por reciclar no basta. Por supuesto, dado que alrededor del 91 % del plástico no se recicla, sigo pensando que debemos luchar por instituir mejores prácticas de gestión de residuos y exigir instalaciones de reciclado. Debemos utilizar el transporte público siempre que podamos. También debemos cepillarnos los dientes regularmente, no beber demasiado alcohol y evitar los alimentos procesados.
En otras palabras, el llamado reverdecimiento de nuestra vida personal no debe considerarse una contribución a la protección del clima, sino una faceta más de comportarse como un adulto en el mundo de hoy. Actuar por el clima, ese algo que toda persona puede hacer, debería significar realmente actuar por el clima. Debería significar que bloqueamos, protestamos, nos manifestamos y nos levantamos y de alguna manera dedicamos tiempo, energía, cuerpo y mente a una aguda lucha sistémica. Debería significar que nos organizamos en nuestras comunidades para establecer conexiones entre nuestros diversos problemas, desde la gentrificación del barrio hasta el imperialismo, pasando por la soberanía alimentaria, la salud pública y el racismo sistémico, cuestiones todas que están relacionadas con el caos climático.
Debería significar que apuntamos contra el sistema y no unos contra otros, que diferenciamos nuestro poder de nuestro poder adquisitivo verde y que no dirigimos la guerra de clases contra nosotros mismos. Debería significar que educamos y nos comprometemos con los principios de la lucha contra la opresión, del antiimperialismo y del anticapitalismo. Debería significar que soñamos y hacemos y construimos comunidades y redes que existen fuera de los confines del sistema capitalista bajo el que todas y todos sufrimos.
No existe ningún plan definitivo para llevar a cabo esta tarea. La verdadera solidaridad y la interseccionalidad real implican ir más allá de nuestras zonas de confort y pisar terrenos que desconocemos, de maneras que no están previstas en la teoría. Los movimientos ecologistas tendrán que abordar el caos climático intrínseco a una maquinaria de guerra imperialista y racista. Los y las activistas contra la guerra tendrán que calibrar la importancia de la justicia climática en su actividad.
La gente más afectada no solo necesitará un asiento a la mesa, sino también una solidaridad real y respeto por sus experiencias de vida. Todas tendremos que examinar a fondo los peligros de las falsas soluciones que vienen de arriba, del reverdecimiento y de la crítica a quienes hacen lo que tienen que hacer para sobrevivir. Cuando crucemos la divisoria y dominemos la narrativa de nuestro propio futuro, habremos de aprender a sentirnos cómodas estando incómodas, a pasar del progreso prescrito de un sistema regresivo. Parece desalentador, suena imposible, pero no estamos solas, a menos que optemos por estarlo.
05/07/2019
https://roarmag.org/essays/there-is-no-such-thing-as-a-green-war/
Eleanor Goldfield es activista creativa, periodista y poeta.
Traducción: viento sur
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