Pasado en uso
Fascismo y sujeto anticapitalista polimórfico
22/08/2019 | Adrián Almeida
Es de sobra conocido que los carlistas españoles, en el levantamiento de 1936, se prodigaron con las armas en una guerra que creían iba a darles su definitiva victoria tras un siglo abrigados a la derrota.
Los cuerpos muertos de estos idealistas carlistas, coaligados desde el decreto de unificación de 1937 a los falangistas y a otras familias monárquicas, abonaron, en el transcurrir de aquella guerra, los campos del viejo liberalismo que, paradojas, se encarnaba en la entraña revolucionaria de los falangistas. El proyecto de éstos era racionalista, revolucionario, moderno en definitiva, frente a un tradicionalismo comunitarista representado por el carlismo. Siguiendo a Horkheimer, el franquismo provechosamente esculpió su doctrina a partir de una coalición ideológica de ambas familias, siendo esta conjunción el mejor y más acabado sentido del fascismo en el Estado español; la emergencia de la “simultaneidad de lo no simultaneo” que diría Ernst Bloch.
Pero el carlismo, vaciado de sus apoyos populares tras la unificación, se hubo además diluido como proyecto político en esa apelación racional-castellanizante impuesta por Falange, que condenó sin remedio a las minorías nacionales del Estado. Éstas, desde el siglo XIX, eran, a los ojos del viejo liberalismo isabelino y Alfonsino, las gentes barbáricas sobre las que se incubaba la enfermedad que impedía la moderna formación del Estado-nacional español, el carlismo[1]. El fascismo de Franco, vino a culminar tal tarea, contando con los carlistas tan sólo para incorporar el ideal del pasado a una construcción vitalista orientada al dominio de la modernidad (capitalismo incluido). El ideal comunitarista, en absoluto profascista, puesto al servicio de la racionalidad del dominio. Tras aquel período de Dictadura, y sintomáticamente, parte del carlismo se refundó bajo la impronta del socialismo autogestionario.
El pasado que no pasa
La belleza de las construcciones filosóficas benjaminianas no son comparables en densidad a las de Adorno o la claridad expositiva de Horkheimer. Y, sin embargo, tanto Walter Benjamin como Theodor Adorno como Max Horkheimer, compartieron diagnóstico en torno a la formación del fascismo como fuerza no esencialmente disruptiva de la modernidad, sino como su culminación. No se puede dejar de sonreír cuando filósofos como el turinés Diego Fusaro apelan al pasado que pretenden coaligar al marxismo apelando a la familia tradicional o el patriarcalismo. ¿Qué pasado mítico se reivindica en estas categorías? ¿No son acaso apelaciones pretendidamente comunitaristas que hoy, en esta modernidad en cuestión, son indubitablemente un pasado que es un antes de ayer? En otro sentido, el pasado de Fusaro no sería tanto un pasado reivindicado del cofre de un pasado mitificado o igualitario, sino el antes de ayer de la modernidad. El nuevo fascismo no apelaría pues ya ni siquiera a la historia mítica comunitarista, sino a un sentido de la modernidad que más que comunitarista ancla su entraña en el liberalismo. Más repliegue de una modernidad que se cuestiona desde y en su presente que una apelación auténtica del pasado como horizonte de expectativa, por usar la terminología de Koselleck. Benjamin o el propio Bloch también apelaban al pasado, y lo hacían como sólo un antifascista puede hacerlo: extrayendo de él el excedente utópico liquidado del pasado, la imagen dialéctica, el sueño irrealizado, la esperanza corporeizada en la ruina de la modernidad cuyos pedazos se lanzan al tiempo para detener su curso de dominio, de perpetuo señalamiento de lo que no cabe. El pasado sólo es pues, decididamente apelable como categoría comunitarista plena cuando su sentido se arroja a las relaciones de dominio de la modernidad presente. No es una apelación por la conservación de lo presente, sino una llamada a la ruptura del continuum desde lo que se abandonó o se arrasó en la propia emergencia de la modernidad y en su proyecto de progreso. El mítico –y no probado-matriarcado vasco, como llamada a un matriarcado presente frente a una modernidad patriarcal. Los idiomas arrasados por la modernidad como vehículos de liberación mediante su uso presente. Decía el poeta vasco Sarrionandia, que el euskera es “nuestro único territorio libre”. ¿Hay algo más ejemplificante de un uso emancipador de esta lengua que su añeja estructura ausente de marcas de género? ¿no hacen visibles el euskera, el sardo, el catalán, el occitano el gallego, el Sorbisch, la existencia de una notredad cultural tectónica y telúrica que cuestiona en cada uso el domino racionalista de la modernidad capitalista?
El igualitarismo –equivalentemente mítico- de las viejas naciones puesto al servicio no de una apelación comunitarista que se aproveche de los anhelos pre-ideológicos de una sociedad que instintivamente rechaza la modernidad, como hará el fascismo para implantar las más crueles desigualdades (y siendo, por tanto muy poco comunitarista), sino como sustento de un socialismo que arroje esa imagen dialéctica como anclaje de una no-identidad, de un nosotros que tiene unos fundamentos en ser parte de una secuencia histórica, genealógica, de todo aquello que no cabía, no cabe y no cabrá. “Somos los hijos de”… que cantaba La Polla.
Xenofobia. De lo onírico y su articulación
La xenofobia como supuesta categoría anticapitalista es, por otra parte, el fundamento de parte de la nueva oleada ultraderechista. Fusaro, el Evola de nuestra época (o el supercazzola, que dirán otros), evoca a al ejército de reserva marxiano. Y, hay que decirlo, su argumento resulta convincente, por no decir que tiene razón en ese aspecto concreto. En la medida en que se aumenta la fuerza de trabajo por la llegada de los inmigrantes, aumenta consecuentemente la oferta de trabajo, provocando secuencialmente la reducción potencial del salario. Pero esta consideración lógica inapelable, esconde nuevamente una solución ideológica xenofóbica demencial a una legítima apelación onírica latente: el anhelo de las poblaciones occidentales a una comunidad igualitarista que rompa con las presiones y tensiones que el capital ejerce sobre la totalidad de sus vidas. Es decir, el supuesto anticapitalismo presente en la xenofobia no es sino, y realmente, un anticapitalismo pre-xenofóbico, que estrictamente se constituye no por el inmigrante como consecuencia corpórea, sino por el capitalismo y la modernidad capitalista como causas. Es la conversión de la consecuencia en causa. Decían Adorno y Horkheimer “la fe fanática de la que hacen gala los jefes [nazis] y sus secuaces [nazis] no es distinta de aquella tenaz que en otro tiempo asistía a los desesperados; sólo que su contenido se ha perdido”[2]. Las clases dominantes como enemigos son pues transfiguradas en los maketos en Arana, los “moros” en Abascal, en Salvini, en Le Pen o Gauland o en los judíos de Hitler. En definitiva, articular un pensamiento en el cual la culpa de la competencia salarial del oriundo con los inmigrantes/refugiados la tienen los inmigrantes/refugiados y no los empresarios, y que atacando al inmigrante, que poniendo un muro, las relaciones de dominio pueden aminorarse o desvanecerse. De tal modo que, siguiendo a Žižek, esa `clase media´ ultraderechizada se constituye y se entiende a sí misma como una clase en medio entre dos grandes bloques que amenazan su existencia; en definitiva, se constituye en el desplazamiento del antagonismo inherente existente entre las grandes corporaciones y los inmigrantes y excluidos sociales[3]. Lejos de eliminar esta triada ficticia pasándose las clases asalariadas oriundas a la trinchera de los ghettificados para sustentar el antagonismo social, prefieren atacar a los segundos para ver aligerar la presión que el capital ejerce sobre ellas. Como ha recordado el mismo filósofo esloveno: “la verdadera amenaza a nuestro modo de vida comunitario [o nuestros anhelos por conseguirla], no son solo los extranjeros, sino la dinámica del capitalismo global (…) La tarea es construir puentes entre nuestra clase trabajadora y la suya, para que se unan en una lucha solidaria. Sin esta unidad (que incluye la crítica y la autocrítica por ambas partes) la lucha de clases propiamente dicha se convierte de nuevo en un choque de civilizaciones.”[4]
Este anticapitalismo espontaneo, sus anhelos de desquite de la i-racionalidad del domino, su fantasía icónica, se vuelven así desde la articulación fascista en mero economicismo. El vocablo nacionalsocialista (o más oportunamente aún nacionasocialdemócrata) adquiere así todo su sentido. El desplazamiento se torna así en la genuina idea fascista del rechazo a las propias contradicciones existentes en el tejido social. Y consecuentemente la xenofobia se diluye como proyección anticapitalista, pues de lo que verdaderamente se trata es de fundar los cimientos para el logro de una especie de aristocracia obrera.
1968. Dialéctica Negativa y sujeto polimórfico
Históricamente sobre esta base se fundaron el milagro económico de la Alemania Federal y el repunte del capitalismo en la Italia de la segunda posguerra. Los inmigrantes, los obreros-masa de Tronti, articulados por los gobiernos de turno de la CDU y la Democrazia Cristiana, por los empresarios y por los propios sindicatos, como la escoria de la clase. El mismo odio al recién llegado insuflado a la clase obrera nativa, capacitaba de improviso un desplazamiento: hacia simbolizar su presión, su esponteneidad, en la existencia del inmigrante. De este odio, el obrero oriundo recababa suficientes réditos económicos que inversamente repercutían en la manutención salarial baja de los llegados y una manutención general a la baja de los mismos salarios. De forma aporética, el mismo odio del asalariado oriundo a la existencia del inmigrante es condición tanto de su aparente emancipación de la presión capitalista como del triunfo absoluto del propio capitalista: liberado de la posibilidad de unificación de la clase y de derivar de ésta la contradicción latente. Liberado, exactamente, de la dialéctica.
El 68 germano, de ese movimiento del que será hija la activista Carola Rackete –la izquierda fucsia que dice Fusaro-, vino sustanciosamente regado de un marco novedoso de acción colectiva, que mezclaba a partes casi iguales a Marcuse y a Adorno. Del primero extraían la necesidad de comprender que el proyecto de emancipación sólo podía encauzarse si se establecía como propia la revuelta en los países sometidos al imperialismo occidental y se unían a sus luchas. La clase obrera, la subjetividad por antonomasia de la revolución, habría sido subsumida, integrada, definitivamente en el capitalismo metropolitano, de tal modo que la esperanza por recabar una vía para la emancipación pasaba por dar apoyo a esos movimientos de los “desarrapados”, porque de su apoyo (no de su rechazo) no sólo se derivaría una ejemplificación de la lucha, sino el mismo derrumbe de la clase obrera occidental como clase integrada y aristocrática. Es decir, sólo el fin del imperialismo, el apoyo a todas las formas de lucha contra él, capacitaría, la posibilidad de hacer emerger a la clase obrera como subjetividad revolucionaria. El fin de su privilegio como posibilidad para una lucha anticapitalista. El grupo armado de la Fracción del Ejército Rojo fijó consecuentemente su enemistad absoluta no con los conservadores de la CDU, sino con los socialdemócratas del SPD, sobre quienes proyectaban la alargada sombra del imperialismo; el alemán y el de Estados Unidos. En 1971, el grupo de Andreas Baader y Ulrike Meinhof indicó que la expresividad latente de la violencia del obrero medio alemán por «pelar» al jefe o al encargadillo de turno, se realizaba “en figuras sucedáneas, mucho más débiles, como pueden ser las minorías raciales o grupos políticos herejes”[5].
Precisamente, el 68 germano vino además marcado por el protagonismo de estas minorías tanto en las universidades como en las propias fábricas[6]. Los inmigrantes, como estudiantes, fueron los que con sus protestas en la misma Alemania determinaron el marco internacionalista de los estudiantes germano-occidentales durante el ciclo de protesta. Unidos marcharon en Berlín, Frankfurt o Gotinga, contra el Sha de Persia o la guerra de Vietnam, denunciando a la par el autoritarismo de las democracias occidentales y su carácter imperialista. En las fábricas, y sobre todo a partir de los años 70, los inmigrantes de la gran clase multicultural alemana, se revelaron en las cadenas de montaje (por ejemplo huelga en la planta de la Ford en Colonia-Niehl, en la que 12.000 turcos trabajaban en ritmos de cadencia dos veces más rápidos que en la Volkswagen)[7]. A fines de 1969, algunos de los trabajadores más jóvenes se unirían a las luchas estudiantiles. La misma lucha fue iniciada por las mujeres en las plantas industriales, que a su vez comenzaron, una vez deslindado el movimiento feminista germano de las ataduras de los sindicatos socialistas estudiantiles, las campañas por la despenalización del aborto[8]. ¿No compusieron acaso todas estas experiencias ejemplos de un nuevo internacionalismo y de una solidaridad compositiva de todo aquello que no cabe? ¿No capacitaron aquellas experiencias, y tras el nacionalsocialismo, la fijación definitiva del rostro del verdadero enemigo que se escabulle dividiendo a quien pretende mirarlo fijamente? ¿no recababan su imaginario de un pasado arruinado por el progreso?
Cuando Fusaro reivindica al Che, ¿es consciente de que fue el ídolo de eso que llama izquierda fucsia? Si fue ese ídolo, lo fue exactamente por aquello que el italiano cree que es su mayor aportación, el añadir la reivindicación de la Patria a la reivindicación comunista, algo que también hicieron en Europa Connelly en Irlanda o Krutwig en el País Vasco, éste último en 1962. Patria para emanciparla de la modernidad, del progreso que había condenado a los pueblos “sin historia”. El Che –y también el Vietnam- simbolizaba la emergencia de todo –o de casi todo- aquello que no cabía en el sistema mundo. Su nacionalismo era revolucionario porque era dialéctico, antisistema, basado en una contradicción latente basada en la ley del desarrollo desigual y, sobre todo, en un rompimiento del ciclo temporal del progreso, que permitió, incluso en Occidente, emanciparse parcialmente de las viejas categorías de dominación. ¿Qué Che reivindicaría hoy ese producto tan típicamente moderno del Estado-Nacion italiano? La Padania bossiniana acaso…
De Adorno, y de su discípulo, Hans Jürgen Krahl, el movimiento del 68 se planteó seriamente la cuestión de la subjetividad. La dialéctica negativa abrió las puertas a conferir una dialéctica que contrariamente a la solución de los operaístas italianos (p.ejemp. Negri o Bifo) y a autores como Deleuze, que descartarían la solución sintética hegeliano-marxista de la dialéctica para recabar sus principios en Spinoza y Nietschze, dio pie a imaginar una notredad que no se afirmaba (una no-identidad), que no ponía el énfasis en la diferencia dentro del sistema sino en ser parte sustancial de su contradicción. Un Nosotros que se define por ser todo aquello que el poder tratará de reducir a la identidad ideal del sujeto; el dolor concebido como un quién, en palabras de Sergio Tischler[9]. Las luchas pluriformes, como destello de la resistencia a su no integración sintética, concebidas así como luchas contra y no como luchas por. Este es el fundamento de lo que el mismo Tischler, ha caracterizado como un sujeto anticapitalista pluriforme, “el cual se caracteriza por ser el movimiento de múltiples luchas y sujetos que intentan ser un nosotros que se reconoce en la historia compartida del abajo y a la izquierda”[10].
En todo este planteamiento, la imagen del pasado juega un papel esencial para la articulación de esa notredad en negativo, de todo aquello que no cabe. Esta imagen del pasado, que nada tiene ver con su formulación fascista, no puede tampoco concebirse simplemente al modo soreliano, o al modo de la Bildraum benjaminiana; conceptos ambos relacionables como inervación del cuerpo colectivo, como apelación actuante, a partir de la imagen del pasado[11]. Para autores como Nick Srnicek y Alex Williams, el pasado es, además, acusado de fundamentar la política folk de los nuevos movimientos sociales de la izquierda contemporánea. Para ambos autores, la modernidad es el campo de batalla sobre el que la izquierda ha de hacer valer los ideales emancipadores insertos en ella, a fin no tanto de fomentar una unidad entre las múltiples luchas desde la inervación del pasado, sino desde la reivindicación del futuro. Desde un punto de vista laclauniano, la modernidad y sus categorías aparentemente emancipadoras (democracia, libertad, etc.) se conseguirían tejer una hegemonía que uniendo las múltiples subjetividades en lucha contra el sistema de dominio, capacitaría la superación de una izquierda centralizada en la reivindicación del pasado como lugar del cual se extraerían los imaginarios para la formación de una sociedad en paralelo, particularista y autónoma[12]. El universalismo de su propuesta contrastaría así, en apariencia, con la reivindicación autonomista, con la que, como se ha visto, comparte, al menos en una de sus variantes, el rechazo a la dialéctica.
Siguiendo al propio Benjamin, la imagen del pasado ha de formularse, para su comprensión dialéctica, como la elevación del inconsciente colectivo en el cual el tiempo del progreso, del desarrollo evolutivo de la abstracción, es detenido; lo que el alemán denominó imagen dialéctica. Detenido por esa imagen inconsciente colectivamente compartida y que es, precisamente, una imagen de un tiempo que no corresponde al continuum, al progreso, el cual se resuelve evolutivamente en la abstracción y en la homogeneización. Es decir, en una síntesis que no es sino el pliegue de lo idéntico, la castración individual y la eliminación de lo diverso ante la identidad ideal del concepto.
La reverberación del pasado sirve inversamente así de elemento de suspensión de la temporalidad y de imaginar esa subjetividad anticapitalista polimórfica; la discontinuidad –la pausa- histórica como caracterización de la emancipación de la continuidad impositiva de la historia. Las experiencias pasadas no fructificadas, los deseos abandonados, el inconsciente colectivo de una vida comunitaria, se constituyen por consiguiente como un “firme esfuerzo de separarse de lo anticuado –lo que en realidad quiere decir: del pasado más reciente- [de la apelación pretérita del propio fascismo]. Estas tendencias remiten a la fantasía icónica, que recibió su impulso de lo nuevo, al pasado más remoto (…) a elementos de la prehistoria, esto es, de una sociedad sin clases”[13]. Contrariamente a un fascismo y a un neo-fascismo que herederos de la misma Ilustración, apelan a “la exigencia de someterse a la ceguera de la historia como si fuera una consumación de la historia del ser”[14], la apelación antifascista del pasado es genuinamente liberadora porque reivindica el pasado para confrontarlo con la conclusión experiencial presente de la temporalidad abstracta; del continuum. A decir de Michael Löwy y Eleni Varikas, “el objetivo no es la conservación del pasado, sino la realización de las esperanzas del pasado. Esto significa que aquello que sobrevive a lo antiguo, de lo pre-burgués no tiene otro valor que ser fermento de lo nuevo”[15]. El pasado no es –o no debiera ser-, por tanto, como afirmarán Srnicek y Williams, una fórmula para la particularización diferencialista y particularista de las luchas, sino una vía para imaginar una subjetividad propiamente universal, unida ab origine en su no-identidad como consecuencia del progreso; los “bocados no digeridos de naturaleza subyugada” que dirá Adorno[16]. La modernidad y sus categorías de emancipación sirven pues sólo en su conexión intrínseca a la cualidad anhelante de dicha subjetividad sustentada en el dolor de la historia. En este sentido, no hay una subjetividad constituida a partir de una demanda social realizada al sistema, sino una no-identidad universal, sostenida subjetivamente de la unión de sus fragmentos[17]. Para Vattimo, en un sentido no totalmente contradictorio a Adorno, esta apelación al recuerdo de lo vencido y de los vencidos benjaminiana, guardaba incluso una relación con el “olvido del ser” (Seinvergessenheit) heiddegeriano: el trascurso de la historia como la imposición de las clases dominantes de un camino metafísico que impide el acceso u oculta al ser[18]. Así, dicen Vatimmo y Santiago Zabala que:
“la democracia metafísica es un sistema sostenido por quienes dentro de su orden de hechos, normas e instituciones se sienten cómodos. Ellos son los vencedores, aquellos que creen que la presencia del ser no es solo digna de descripción, sino también de contemplación y conservación, toda vez que garantiza la condición de ellos mismos. Sin embargo, inevitablemente tal condición incluye asimismo la historia vencida, es decir, del olvido del ser y de los débiles. Mientras que el ser se refiere a la historia oprimida por la metafísica según Heidegger, los débiles, es decir, aquellos que no forman parte del capitalismo neoliberal de la democracia emplazada, son una consecuencia de ese mismo olvido.”[19]
Por su parte, Claudio Véliz, ha sostenido la relación del criticismo frankfurtiano con Jaques Derrida al señalar que “la deconstrucción lee el texto (la historia) como ruina, como cifra de una discordia constitutiva que difiere el sentido, como alegoría de un exceso, de un resto que, en tanto afirmación de la alteridad, hace estallar la a-propiación, el dominio de la homogénea continuidad, la violencia del tiempo vacío onto-teleo-logo-falocéntrico”[20]. En otro sentido, nuestra autopercepción bajo las categorías de la dominación, léase, negra, latino, judía, moro, trabajador/a, mujer, son los restos, las evidencias de una negatividad constitutiva frente al sujeto-hombre-blanco-burgués protagonista de la misma historia del progreso que lo emerge. El pasado se desvela en la interseccionalidad de las mutuas temporalidades vividas (pre-modernas, modernas o posmodernas) como aquella que sustancializa la posibilidad de conferir un freno a esa historia evolutiva. Como señaló Horkheimer:
“los demagogos modernos [piénsese en Salvini, Le Pen Trump o en Rivera] se comportan en general como muchachos malcriados que son recriminados o reprimidos una y otra vez por sus padres, por educadores o por cualquier otra instancia civilizatoria. Al menos en parte, su efecto puede explicarse por la liberación de los instintos reprimidos que ponen en marcha cuando parecen golpear la civilización en plena cara o favorecer la revuelta de la naturaleza. Pero su protesta no es en modo alguno genuina o ingenua. Nunca olvidan la finalidad de sus payasadas. Su objetivo invariable no es otro que el de inducir a la naturaleza a unirse a las fuerzas de la represión destinadas a someterla”[21]
La apelación genuina del pasado ayuda a repensar la totalidad de las categorías de dominio, a deconstruir las subjetividades formadas desde la normatividad civilizatoria e imaginar, definitivamente, una notredad inestable, in-sostenida, incapaz de pensarse sino es desde su inconsistencia latente y su única marca paradójicamente no cuestionable: su no-identidad. Pensarse colectivamente “desde lo que está negado en la afirmación de lo existente”[22]. Esto implica esencialmente no una mera positivación diferencialista, asumible por el sistema liberal sobre el cual se revela el propio neo-fascismo, sino un retorno a los anclajes políticos que configuren universalmente la enemistad absoluta con aquello que pretende reducirnos, limarnos, abstraernos o en último término exterminarnos. Reivindicar, como diría Žižek, la intolerancia frente a una tolerancia con la diferencia. La tolerancia solo sirve para marginalizarnos, para hacernos caber, hacernos un hueco en una casa en la cual somos una permanente entidad indeseable aunque necesaria para la manutención de una contradicción latente que bajo la tolerancia pretende conciliarse; tal es lo que ocurre bajo el capitalismo, el patriarcado, la religión, los consolidados Estado-nacionales modernos o las entidades supranacionales que aglutinan todo lo anterior como la Unión Europea.
Conclusión
El uso del pasado del viejo y del nuevo fascismo no es un uso genuino. Es esencialmente como señaló Horkheimer una monumental “payasada”, destinada a cancelar y articular respectivamente, sus usos emanicipatorios y la represión contra sus demandantes populares. Esta articulación fascista del anhelo de una vida comunitaria se trasluce en un desplazamiento, en una transfiguración, del elemento imposibilitador esencial de la misma: la existencia de un sistema sustentando en las formas de dominio engendradas en la modernidad y el modo capitalista de reproducción de la riqueza social como la formulación contenedora más característica de la vida moderna[23]. La xenofobia se comprende así desde esa transfiguración. La reivindicación benjaminiana (blochiana) del pasado, como forma genuinamente antifascista de la misma, configura, en esencia, no una auto cancelación –abstracción- subjetiva de la clase, como el fascismo pretende a partir de su transfiguración y de su uso del pasado –que como ya se ha dicho es además una mera apelación a lo anticuado (una resistencia a los valores de la modernidad)-, sino más bien, y en ese quiebro a la historia, a la fe en la ideología del desarrollo, una reivindicación de todo aquello negado, pulverizado y arrasado por ese mismo progreso, por esa misma historia de los vencedores que no conoce sino la destrucción de la diferencia. Esta reivindicación diferencialista, la unión de una notredad polimórfica antimoderna y anticapitalista, no puede reivindicarse meramente (o constituirse en una sociedad en paralelo que es inútil como bien dirán Nick Srnicek, Alex Williams o Žižek), positivizarse en una modernidad que tratará siempre por tanto de razonarla, sino que debe arrojarse a la misma deconstruyendo su propio carácter subjetivo derivado de la modernidad y plantearse como un sujeto negativo, imposible de asimilar sino es mediante su abstracción, imposible de entenderse si no se plantea desde la lucha contra (la demanda del antagonismo) y no simplemente a partir de una lucha por. En otro sentido, no es cuestión de rechazar la dialéctica como hará el autonomismo positivo, sino de entender, con Adorno, que la dialéctica ha realizado su proyecto de síntesis como genocidio y que la misma ruina histórica de ese intento de abstracción –la negación- infructificable por la misma lógica del dominio es un nosotros incontrovertible, irreducible, que late y que se haya atravesado en su multiformismo por una unidad anhelante, una imagen dialéctica, un recuerdo de aquel pasado no fructificado que, no obstante, ha de centralizar el foco de la culpabilidad de su histórica no producción.
21/08/2019
Adrián Almeida Díez , Departamento de Historia Contemporanea de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
[1] Molina, Fernando, La tierra del martirio español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo, Madrid, CEPC, 2005.
[2] Adorno, Theodor y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Akal, 2016, p. 191.
[3] Žižek, Slavoj, En defensa de la intolerancia, Madrid, Sequitur, 2008, p.22.
[4] Žižek,Slavoj, La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Barcelona, Anagrama, 2016. Merece la pena destacar aquí una larga reflexión del esloveno en otro de sus ensayos y al hilo de esta cuestión: “la universalidad real no es el profundo sentimiento de que, por encima de todas las diferencias, las diferentes civilzaciones comparten los mismos valores básicos, etc. sino que aparece (…) como la experiencia de la negatividad, de la inadecuación a uno mismo de una identidad particular. La fórmula de la solidaridad revolucionaria no es <dejadnos tolerar nuestras diferencias>, no es un pacto de civilizaciones, sino un pacto de luchas que atraviesa las civilizaciones, un pacto entre lo que, en cada civilización, socava su identidad desde dentro, lucha contra su núcleo opresivo” Žižek,Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Paídos, 2008, p.188
[5] RAF: “Über den bewaffneten Kampf in Westeuropa“. Texto con versión traducida al castellano: Madrigal, Pedro (Trad.), Grupo Baader-Meinhof. Fraccion del Ejército Rojo. El moderno Estado capitalista y la estrategia de la lucha armada, Barcelona, Icaria, 1981, p.48.
[6] Sobre este tema ver: Slobodian,Quinn, Foreing Front. Third World Politics in Sixties West Germany, Durham-London, DUP, 2012 ; Weitbrecht, Dorothee, Aufbruch in die Dritte Welt. Der Internationalismus der Studentenbewegung von 1968 in der Bundesrepublik Deutschland, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht-Unipress, 2012.
[7] Roth, Karl Heinz y Ebbinghaus, Angelika, El otro movimiento obrero, Madrid, Traficantes de Sueños, 2011 p.62
[8] Almeida Díez, Adrián, “«Zum Kampf sind wir geboren»: El 68 alemán, el mito tercermundista y la Fraccion del Ejército Rojo (1962-1970)”, Historia Contemporánea, 58 (2018), pp. 781-814; Katsiaficas, Giorgi, The subversión of politics. European autonomous social movements and the decolonization of everyday life, USA-Scotland, AK-Press, 2006, p.62; Mezzadra, Sandro y Neumann, Mario, Clase y Diversidad sin trampas, Pamplona, Katakrak, 2019, pp.58-59;
[9] Tischler, Sergio, “Adorno: Sujeto, fetichismo político y lucha de clases”, en Holloway, John, Matamoros, Fernando y Sergio Tischler (Comp.), Negatividad y revolución, Theodor Adorno y la política, Buenos Aires, Herramienta, 2007, p.117.
[10] Tischler, Sergio, “Tres notas sobre el sujeto polimórfico”, Actas Sociológicas, 62 (2013), pp. 31-43.
[11] García, Luis Ignacio, “Una política de las imágenes: Walter Benjamin organizador del pesimismo”, en Escritura e Imagen, 11 (2015), pp.111-113.
[12] Srnicek, Nick y Alex Williams, Inventar el Futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, Barcelona, México, Buenos Aíres, Nueva York, Malpaso, 2017.
[13] Benjamin, Walter, Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005, p.39.
[14] Adorno, Theodor, Ontología y Dialéctica. Lecciones sobre la filosofía de Heidegger, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2017, p.358.
[15] Löwy, Michael, y Eleni Varikas, “La crítica del progreso en Adorno”, en Holloway, John, Matamoros, Fernando y Sergio Tischler (Comp.), op.cit., p.99.
[16] Adorno, Dialéctica Negativa, Madrid, Akal, 2005, p.319.
[17] Žižek, Slavoj, Contra la tentación populista, Buenos Aires, Godot, 2019, p.29.
[18] Llorente, Cardo, “¿Comunismo hermenéutico o descripción política alternativa? Aporías de la «izquierda heideggeriana» en referencia al proyecto emancipatorio de Gianni Vattimo”, Astrolabio. Revista internacional de filosofía, 16 (2015), pp. 51-69.
[19] Vattimo, Gianni, Zabala, Santiago, Comunismo hermenéutico. De Heiddeger a Marx, Barcelona, Herder, 2012, p.53.
[20] Véliz, Claudio, “Benjamin con Derrida. Lenguaje crítica y deconstrucción”, en III seminario internacional políticas de la memoria (Recodando a Walter Benjamin), pp.1-23.
[21] Horkheimer, Max, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2010, p. 136. Cursiva añadida
[22]Tischler, Sergio, “Tres notas sobre el sujeto polimórfico”, Actas Sociológicas, 62 (2013), pp. 31-43.
[23] Echeverría, Bolivar, Las ilusiones de la modernidad, México, UNAM/El equilibrista 1995, [Online], Disponible en: <http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/modernidad_capitalismo.html>.
Los cuerpos muertos de estos idealistas carlistas, coaligados desde el decreto de unificación de 1937 a los falangistas y a otras familias monárquicas, abonaron, en el transcurrir de aquella guerra, los campos del viejo liberalismo que, paradojas, se encarnaba en la entraña revolucionaria de los falangistas. El proyecto de éstos era racionalista, revolucionario, moderno en definitiva, frente a un tradicionalismo comunitarista representado por el carlismo. Siguiendo a Horkheimer, el franquismo provechosamente esculpió su doctrina a partir de una coalición ideológica de ambas familias, siendo esta conjunción el mejor y más acabado sentido del fascismo en el Estado español; la emergencia de la “simultaneidad de lo no simultaneo” que diría Ernst Bloch.
Pero el carlismo, vaciado de sus apoyos populares tras la unificación, se hubo además diluido como proyecto político en esa apelación racional-castellanizante impuesta por Falange, que condenó sin remedio a las minorías nacionales del Estado. Éstas, desde el siglo XIX, eran, a los ojos del viejo liberalismo isabelino y Alfonsino, las gentes barbáricas sobre las que se incubaba la enfermedad que impedía la moderna formación del Estado-nacional español, el carlismo[1]. El fascismo de Franco, vino a culminar tal tarea, contando con los carlistas tan sólo para incorporar el ideal del pasado a una construcción vitalista orientada al dominio de la modernidad (capitalismo incluido). El ideal comunitarista, en absoluto profascista, puesto al servicio de la racionalidad del dominio. Tras aquel período de Dictadura, y sintomáticamente, parte del carlismo se refundó bajo la impronta del socialismo autogestionario.
El pasado que no pasa
La belleza de las construcciones filosóficas benjaminianas no son comparables en densidad a las de Adorno o la claridad expositiva de Horkheimer. Y, sin embargo, tanto Walter Benjamin como Theodor Adorno como Max Horkheimer, compartieron diagnóstico en torno a la formación del fascismo como fuerza no esencialmente disruptiva de la modernidad, sino como su culminación. No se puede dejar de sonreír cuando filósofos como el turinés Diego Fusaro apelan al pasado que pretenden coaligar al marxismo apelando a la familia tradicional o el patriarcalismo. ¿Qué pasado mítico se reivindica en estas categorías? ¿No son acaso apelaciones pretendidamente comunitaristas que hoy, en esta modernidad en cuestión, son indubitablemente un pasado que es un antes de ayer? En otro sentido, el pasado de Fusaro no sería tanto un pasado reivindicado del cofre de un pasado mitificado o igualitario, sino el antes de ayer de la modernidad. El nuevo fascismo no apelaría pues ya ni siquiera a la historia mítica comunitarista, sino a un sentido de la modernidad que más que comunitarista ancla su entraña en el liberalismo. Más repliegue de una modernidad que se cuestiona desde y en su presente que una apelación auténtica del pasado como horizonte de expectativa, por usar la terminología de Koselleck. Benjamin o el propio Bloch también apelaban al pasado, y lo hacían como sólo un antifascista puede hacerlo: extrayendo de él el excedente utópico liquidado del pasado, la imagen dialéctica, el sueño irrealizado, la esperanza corporeizada en la ruina de la modernidad cuyos pedazos se lanzan al tiempo para detener su curso de dominio, de perpetuo señalamiento de lo que no cabe. El pasado sólo es pues, decididamente apelable como categoría comunitarista plena cuando su sentido se arroja a las relaciones de dominio de la modernidad presente. No es una apelación por la conservación de lo presente, sino una llamada a la ruptura del continuum desde lo que se abandonó o se arrasó en la propia emergencia de la modernidad y en su proyecto de progreso. El mítico –y no probado-matriarcado vasco, como llamada a un matriarcado presente frente a una modernidad patriarcal. Los idiomas arrasados por la modernidad como vehículos de liberación mediante su uso presente. Decía el poeta vasco Sarrionandia, que el euskera es “nuestro único territorio libre”. ¿Hay algo más ejemplificante de un uso emancipador de esta lengua que su añeja estructura ausente de marcas de género? ¿no hacen visibles el euskera, el sardo, el catalán, el occitano el gallego, el Sorbisch, la existencia de una notredad cultural tectónica y telúrica que cuestiona en cada uso el domino racionalista de la modernidad capitalista?
El igualitarismo –equivalentemente mítico- de las viejas naciones puesto al servicio no de una apelación comunitarista que se aproveche de los anhelos pre-ideológicos de una sociedad que instintivamente rechaza la modernidad, como hará el fascismo para implantar las más crueles desigualdades (y siendo, por tanto muy poco comunitarista), sino como sustento de un socialismo que arroje esa imagen dialéctica como anclaje de una no-identidad, de un nosotros que tiene unos fundamentos en ser parte de una secuencia histórica, genealógica, de todo aquello que no cabía, no cabe y no cabrá. “Somos los hijos de”… que cantaba La Polla.
Xenofobia. De lo onírico y su articulación
La xenofobia como supuesta categoría anticapitalista es, por otra parte, el fundamento de parte de la nueva oleada ultraderechista. Fusaro, el Evola de nuestra época (o el supercazzola, que dirán otros), evoca a al ejército de reserva marxiano. Y, hay que decirlo, su argumento resulta convincente, por no decir que tiene razón en ese aspecto concreto. En la medida en que se aumenta la fuerza de trabajo por la llegada de los inmigrantes, aumenta consecuentemente la oferta de trabajo, provocando secuencialmente la reducción potencial del salario. Pero esta consideración lógica inapelable, esconde nuevamente una solución ideológica xenofóbica demencial a una legítima apelación onírica latente: el anhelo de las poblaciones occidentales a una comunidad igualitarista que rompa con las presiones y tensiones que el capital ejerce sobre la totalidad de sus vidas. Es decir, el supuesto anticapitalismo presente en la xenofobia no es sino, y realmente, un anticapitalismo pre-xenofóbico, que estrictamente se constituye no por el inmigrante como consecuencia corpórea, sino por el capitalismo y la modernidad capitalista como causas. Es la conversión de la consecuencia en causa. Decían Adorno y Horkheimer “la fe fanática de la que hacen gala los jefes [nazis] y sus secuaces [nazis] no es distinta de aquella tenaz que en otro tiempo asistía a los desesperados; sólo que su contenido se ha perdido”[2]. Las clases dominantes como enemigos son pues transfiguradas en los maketos en Arana, los “moros” en Abascal, en Salvini, en Le Pen o Gauland o en los judíos de Hitler. En definitiva, articular un pensamiento en el cual la culpa de la competencia salarial del oriundo con los inmigrantes/refugiados la tienen los inmigrantes/refugiados y no los empresarios, y que atacando al inmigrante, que poniendo un muro, las relaciones de dominio pueden aminorarse o desvanecerse. De tal modo que, siguiendo a Žižek, esa `clase media´ ultraderechizada se constituye y se entiende a sí misma como una clase en medio entre dos grandes bloques que amenazan su existencia; en definitiva, se constituye en el desplazamiento del antagonismo inherente existente entre las grandes corporaciones y los inmigrantes y excluidos sociales[3]. Lejos de eliminar esta triada ficticia pasándose las clases asalariadas oriundas a la trinchera de los ghettificados para sustentar el antagonismo social, prefieren atacar a los segundos para ver aligerar la presión que el capital ejerce sobre ellas. Como ha recordado el mismo filósofo esloveno: “la verdadera amenaza a nuestro modo de vida comunitario [o nuestros anhelos por conseguirla], no son solo los extranjeros, sino la dinámica del capitalismo global (…) La tarea es construir puentes entre nuestra clase trabajadora y la suya, para que se unan en una lucha solidaria. Sin esta unidad (que incluye la crítica y la autocrítica por ambas partes) la lucha de clases propiamente dicha se convierte de nuevo en un choque de civilizaciones.”[4]
Este anticapitalismo espontaneo, sus anhelos de desquite de la i-racionalidad del domino, su fantasía icónica, se vuelven así desde la articulación fascista en mero economicismo. El vocablo nacionalsocialista (o más oportunamente aún nacionasocialdemócrata) adquiere así todo su sentido. El desplazamiento se torna así en la genuina idea fascista del rechazo a las propias contradicciones existentes en el tejido social. Y consecuentemente la xenofobia se diluye como proyección anticapitalista, pues de lo que verdaderamente se trata es de fundar los cimientos para el logro de una especie de aristocracia obrera.
1968. Dialéctica Negativa y sujeto polimórfico
Históricamente sobre esta base se fundaron el milagro económico de la Alemania Federal y el repunte del capitalismo en la Italia de la segunda posguerra. Los inmigrantes, los obreros-masa de Tronti, articulados por los gobiernos de turno de la CDU y la Democrazia Cristiana, por los empresarios y por los propios sindicatos, como la escoria de la clase. El mismo odio al recién llegado insuflado a la clase obrera nativa, capacitaba de improviso un desplazamiento: hacia simbolizar su presión, su esponteneidad, en la existencia del inmigrante. De este odio, el obrero oriundo recababa suficientes réditos económicos que inversamente repercutían en la manutención salarial baja de los llegados y una manutención general a la baja de los mismos salarios. De forma aporética, el mismo odio del asalariado oriundo a la existencia del inmigrante es condición tanto de su aparente emancipación de la presión capitalista como del triunfo absoluto del propio capitalista: liberado de la posibilidad de unificación de la clase y de derivar de ésta la contradicción latente. Liberado, exactamente, de la dialéctica.
El 68 germano, de ese movimiento del que será hija la activista Carola Rackete –la izquierda fucsia que dice Fusaro-, vino sustanciosamente regado de un marco novedoso de acción colectiva, que mezclaba a partes casi iguales a Marcuse y a Adorno. Del primero extraían la necesidad de comprender que el proyecto de emancipación sólo podía encauzarse si se establecía como propia la revuelta en los países sometidos al imperialismo occidental y se unían a sus luchas. La clase obrera, la subjetividad por antonomasia de la revolución, habría sido subsumida, integrada, definitivamente en el capitalismo metropolitano, de tal modo que la esperanza por recabar una vía para la emancipación pasaba por dar apoyo a esos movimientos de los “desarrapados”, porque de su apoyo (no de su rechazo) no sólo se derivaría una ejemplificación de la lucha, sino el mismo derrumbe de la clase obrera occidental como clase integrada y aristocrática. Es decir, sólo el fin del imperialismo, el apoyo a todas las formas de lucha contra él, capacitaría, la posibilidad de hacer emerger a la clase obrera como subjetividad revolucionaria. El fin de su privilegio como posibilidad para una lucha anticapitalista. El grupo armado de la Fracción del Ejército Rojo fijó consecuentemente su enemistad absoluta no con los conservadores de la CDU, sino con los socialdemócratas del SPD, sobre quienes proyectaban la alargada sombra del imperialismo; el alemán y el de Estados Unidos. En 1971, el grupo de Andreas Baader y Ulrike Meinhof indicó que la expresividad latente de la violencia del obrero medio alemán por «pelar» al jefe o al encargadillo de turno, se realizaba “en figuras sucedáneas, mucho más débiles, como pueden ser las minorías raciales o grupos políticos herejes”[5].
Precisamente, el 68 germano vino además marcado por el protagonismo de estas minorías tanto en las universidades como en las propias fábricas[6]. Los inmigrantes, como estudiantes, fueron los que con sus protestas en la misma Alemania determinaron el marco internacionalista de los estudiantes germano-occidentales durante el ciclo de protesta. Unidos marcharon en Berlín, Frankfurt o Gotinga, contra el Sha de Persia o la guerra de Vietnam, denunciando a la par el autoritarismo de las democracias occidentales y su carácter imperialista. En las fábricas, y sobre todo a partir de los años 70, los inmigrantes de la gran clase multicultural alemana, se revelaron en las cadenas de montaje (por ejemplo huelga en la planta de la Ford en Colonia-Niehl, en la que 12.000 turcos trabajaban en ritmos de cadencia dos veces más rápidos que en la Volkswagen)[7]. A fines de 1969, algunos de los trabajadores más jóvenes se unirían a las luchas estudiantiles. La misma lucha fue iniciada por las mujeres en las plantas industriales, que a su vez comenzaron, una vez deslindado el movimiento feminista germano de las ataduras de los sindicatos socialistas estudiantiles, las campañas por la despenalización del aborto[8]. ¿No compusieron acaso todas estas experiencias ejemplos de un nuevo internacionalismo y de una solidaridad compositiva de todo aquello que no cabe? ¿No capacitaron aquellas experiencias, y tras el nacionalsocialismo, la fijación definitiva del rostro del verdadero enemigo que se escabulle dividiendo a quien pretende mirarlo fijamente? ¿no recababan su imaginario de un pasado arruinado por el progreso?
Cuando Fusaro reivindica al Che, ¿es consciente de que fue el ídolo de eso que llama izquierda fucsia? Si fue ese ídolo, lo fue exactamente por aquello que el italiano cree que es su mayor aportación, el añadir la reivindicación de la Patria a la reivindicación comunista, algo que también hicieron en Europa Connelly en Irlanda o Krutwig en el País Vasco, éste último en 1962. Patria para emanciparla de la modernidad, del progreso que había condenado a los pueblos “sin historia”. El Che –y también el Vietnam- simbolizaba la emergencia de todo –o de casi todo- aquello que no cabía en el sistema mundo. Su nacionalismo era revolucionario porque era dialéctico, antisistema, basado en una contradicción latente basada en la ley del desarrollo desigual y, sobre todo, en un rompimiento del ciclo temporal del progreso, que permitió, incluso en Occidente, emanciparse parcialmente de las viejas categorías de dominación. ¿Qué Che reivindicaría hoy ese producto tan típicamente moderno del Estado-Nacion italiano? La Padania bossiniana acaso…
De Adorno, y de su discípulo, Hans Jürgen Krahl, el movimiento del 68 se planteó seriamente la cuestión de la subjetividad. La dialéctica negativa abrió las puertas a conferir una dialéctica que contrariamente a la solución de los operaístas italianos (p.ejemp. Negri o Bifo) y a autores como Deleuze, que descartarían la solución sintética hegeliano-marxista de la dialéctica para recabar sus principios en Spinoza y Nietschze, dio pie a imaginar una notredad que no se afirmaba (una no-identidad), que no ponía el énfasis en la diferencia dentro del sistema sino en ser parte sustancial de su contradicción. Un Nosotros que se define por ser todo aquello que el poder tratará de reducir a la identidad ideal del sujeto; el dolor concebido como un quién, en palabras de Sergio Tischler[9]. Las luchas pluriformes, como destello de la resistencia a su no integración sintética, concebidas así como luchas contra y no como luchas por. Este es el fundamento de lo que el mismo Tischler, ha caracterizado como un sujeto anticapitalista pluriforme, “el cual se caracteriza por ser el movimiento de múltiples luchas y sujetos que intentan ser un nosotros que se reconoce en la historia compartida del abajo y a la izquierda”[10].
En todo este planteamiento, la imagen del pasado juega un papel esencial para la articulación de esa notredad en negativo, de todo aquello que no cabe. Esta imagen del pasado, que nada tiene ver con su formulación fascista, no puede tampoco concebirse simplemente al modo soreliano, o al modo de la Bildraum benjaminiana; conceptos ambos relacionables como inervación del cuerpo colectivo, como apelación actuante, a partir de la imagen del pasado[11]. Para autores como Nick Srnicek y Alex Williams, el pasado es, además, acusado de fundamentar la política folk de los nuevos movimientos sociales de la izquierda contemporánea. Para ambos autores, la modernidad es el campo de batalla sobre el que la izquierda ha de hacer valer los ideales emancipadores insertos en ella, a fin no tanto de fomentar una unidad entre las múltiples luchas desde la inervación del pasado, sino desde la reivindicación del futuro. Desde un punto de vista laclauniano, la modernidad y sus categorías aparentemente emancipadoras (democracia, libertad, etc.) se conseguirían tejer una hegemonía que uniendo las múltiples subjetividades en lucha contra el sistema de dominio, capacitaría la superación de una izquierda centralizada en la reivindicación del pasado como lugar del cual se extraerían los imaginarios para la formación de una sociedad en paralelo, particularista y autónoma[12]. El universalismo de su propuesta contrastaría así, en apariencia, con la reivindicación autonomista, con la que, como se ha visto, comparte, al menos en una de sus variantes, el rechazo a la dialéctica.
Siguiendo al propio Benjamin, la imagen del pasado ha de formularse, para su comprensión dialéctica, como la elevación del inconsciente colectivo en el cual el tiempo del progreso, del desarrollo evolutivo de la abstracción, es detenido; lo que el alemán denominó imagen dialéctica. Detenido por esa imagen inconsciente colectivamente compartida y que es, precisamente, una imagen de un tiempo que no corresponde al continuum, al progreso, el cual se resuelve evolutivamente en la abstracción y en la homogeneización. Es decir, en una síntesis que no es sino el pliegue de lo idéntico, la castración individual y la eliminación de lo diverso ante la identidad ideal del concepto.
La reverberación del pasado sirve inversamente así de elemento de suspensión de la temporalidad y de imaginar esa subjetividad anticapitalista polimórfica; la discontinuidad –la pausa- histórica como caracterización de la emancipación de la continuidad impositiva de la historia. Las experiencias pasadas no fructificadas, los deseos abandonados, el inconsciente colectivo de una vida comunitaria, se constituyen por consiguiente como un “firme esfuerzo de separarse de lo anticuado –lo que en realidad quiere decir: del pasado más reciente- [de la apelación pretérita del propio fascismo]. Estas tendencias remiten a la fantasía icónica, que recibió su impulso de lo nuevo, al pasado más remoto (…) a elementos de la prehistoria, esto es, de una sociedad sin clases”[13]. Contrariamente a un fascismo y a un neo-fascismo que herederos de la misma Ilustración, apelan a “la exigencia de someterse a la ceguera de la historia como si fuera una consumación de la historia del ser”[14], la apelación antifascista del pasado es genuinamente liberadora porque reivindica el pasado para confrontarlo con la conclusión experiencial presente de la temporalidad abstracta; del continuum. A decir de Michael Löwy y Eleni Varikas, “el objetivo no es la conservación del pasado, sino la realización de las esperanzas del pasado. Esto significa que aquello que sobrevive a lo antiguo, de lo pre-burgués no tiene otro valor que ser fermento de lo nuevo”[15]. El pasado no es –o no debiera ser-, por tanto, como afirmarán Srnicek y Williams, una fórmula para la particularización diferencialista y particularista de las luchas, sino una vía para imaginar una subjetividad propiamente universal, unida ab origine en su no-identidad como consecuencia del progreso; los “bocados no digeridos de naturaleza subyugada” que dirá Adorno[16]. La modernidad y sus categorías de emancipación sirven pues sólo en su conexión intrínseca a la cualidad anhelante de dicha subjetividad sustentada en el dolor de la historia. En este sentido, no hay una subjetividad constituida a partir de una demanda social realizada al sistema, sino una no-identidad universal, sostenida subjetivamente de la unión de sus fragmentos[17]. Para Vattimo, en un sentido no totalmente contradictorio a Adorno, esta apelación al recuerdo de lo vencido y de los vencidos benjaminiana, guardaba incluso una relación con el “olvido del ser” (Seinvergessenheit) heiddegeriano: el trascurso de la historia como la imposición de las clases dominantes de un camino metafísico que impide el acceso u oculta al ser[18]. Así, dicen Vatimmo y Santiago Zabala que:
“la democracia metafísica es un sistema sostenido por quienes dentro de su orden de hechos, normas e instituciones se sienten cómodos. Ellos son los vencedores, aquellos que creen que la presencia del ser no es solo digna de descripción, sino también de contemplación y conservación, toda vez que garantiza la condición de ellos mismos. Sin embargo, inevitablemente tal condición incluye asimismo la historia vencida, es decir, del olvido del ser y de los débiles. Mientras que el ser se refiere a la historia oprimida por la metafísica según Heidegger, los débiles, es decir, aquellos que no forman parte del capitalismo neoliberal de la democracia emplazada, son una consecuencia de ese mismo olvido.”[19]
Por su parte, Claudio Véliz, ha sostenido la relación del criticismo frankfurtiano con Jaques Derrida al señalar que “la deconstrucción lee el texto (la historia) como ruina, como cifra de una discordia constitutiva que difiere el sentido, como alegoría de un exceso, de un resto que, en tanto afirmación de la alteridad, hace estallar la a-propiación, el dominio de la homogénea continuidad, la violencia del tiempo vacío onto-teleo-logo-falocéntrico”[20]. En otro sentido, nuestra autopercepción bajo las categorías de la dominación, léase, negra, latino, judía, moro, trabajador/a, mujer, son los restos, las evidencias de una negatividad constitutiva frente al sujeto-hombre-blanco-burgués protagonista de la misma historia del progreso que lo emerge. El pasado se desvela en la interseccionalidad de las mutuas temporalidades vividas (pre-modernas, modernas o posmodernas) como aquella que sustancializa la posibilidad de conferir un freno a esa historia evolutiva. Como señaló Horkheimer:
“los demagogos modernos [piénsese en Salvini, Le Pen Trump o en Rivera] se comportan en general como muchachos malcriados que son recriminados o reprimidos una y otra vez por sus padres, por educadores o por cualquier otra instancia civilizatoria. Al menos en parte, su efecto puede explicarse por la liberación de los instintos reprimidos que ponen en marcha cuando parecen golpear la civilización en plena cara o favorecer la revuelta de la naturaleza. Pero su protesta no es en modo alguno genuina o ingenua. Nunca olvidan la finalidad de sus payasadas. Su objetivo invariable no es otro que el de inducir a la naturaleza a unirse a las fuerzas de la represión destinadas a someterla”[21]
La apelación genuina del pasado ayuda a repensar la totalidad de las categorías de dominio, a deconstruir las subjetividades formadas desde la normatividad civilizatoria e imaginar, definitivamente, una notredad inestable, in-sostenida, incapaz de pensarse sino es desde su inconsistencia latente y su única marca paradójicamente no cuestionable: su no-identidad. Pensarse colectivamente “desde lo que está negado en la afirmación de lo existente”[22]. Esto implica esencialmente no una mera positivación diferencialista, asumible por el sistema liberal sobre el cual se revela el propio neo-fascismo, sino un retorno a los anclajes políticos que configuren universalmente la enemistad absoluta con aquello que pretende reducirnos, limarnos, abstraernos o en último término exterminarnos. Reivindicar, como diría Žižek, la intolerancia frente a una tolerancia con la diferencia. La tolerancia solo sirve para marginalizarnos, para hacernos caber, hacernos un hueco en una casa en la cual somos una permanente entidad indeseable aunque necesaria para la manutención de una contradicción latente que bajo la tolerancia pretende conciliarse; tal es lo que ocurre bajo el capitalismo, el patriarcado, la religión, los consolidados Estado-nacionales modernos o las entidades supranacionales que aglutinan todo lo anterior como la Unión Europea.
Conclusión
El uso del pasado del viejo y del nuevo fascismo no es un uso genuino. Es esencialmente como señaló Horkheimer una monumental “payasada”, destinada a cancelar y articular respectivamente, sus usos emanicipatorios y la represión contra sus demandantes populares. Esta articulación fascista del anhelo de una vida comunitaria se trasluce en un desplazamiento, en una transfiguración, del elemento imposibilitador esencial de la misma: la existencia de un sistema sustentando en las formas de dominio engendradas en la modernidad y el modo capitalista de reproducción de la riqueza social como la formulación contenedora más característica de la vida moderna[23]. La xenofobia se comprende así desde esa transfiguración. La reivindicación benjaminiana (blochiana) del pasado, como forma genuinamente antifascista de la misma, configura, en esencia, no una auto cancelación –abstracción- subjetiva de la clase, como el fascismo pretende a partir de su transfiguración y de su uso del pasado –que como ya se ha dicho es además una mera apelación a lo anticuado (una resistencia a los valores de la modernidad)-, sino más bien, y en ese quiebro a la historia, a la fe en la ideología del desarrollo, una reivindicación de todo aquello negado, pulverizado y arrasado por ese mismo progreso, por esa misma historia de los vencedores que no conoce sino la destrucción de la diferencia. Esta reivindicación diferencialista, la unión de una notredad polimórfica antimoderna y anticapitalista, no puede reivindicarse meramente (o constituirse en una sociedad en paralelo que es inútil como bien dirán Nick Srnicek, Alex Williams o Žižek), positivizarse en una modernidad que tratará siempre por tanto de razonarla, sino que debe arrojarse a la misma deconstruyendo su propio carácter subjetivo derivado de la modernidad y plantearse como un sujeto negativo, imposible de asimilar sino es mediante su abstracción, imposible de entenderse si no se plantea desde la lucha contra (la demanda del antagonismo) y no simplemente a partir de una lucha por. En otro sentido, no es cuestión de rechazar la dialéctica como hará el autonomismo positivo, sino de entender, con Adorno, que la dialéctica ha realizado su proyecto de síntesis como genocidio y que la misma ruina histórica de ese intento de abstracción –la negación- infructificable por la misma lógica del dominio es un nosotros incontrovertible, irreducible, que late y que se haya atravesado en su multiformismo por una unidad anhelante, una imagen dialéctica, un recuerdo de aquel pasado no fructificado que, no obstante, ha de centralizar el foco de la culpabilidad de su histórica no producción.
21/08/2019
Adrián Almeida Díez , Departamento de Historia Contemporanea de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
[1] Molina, Fernando, La tierra del martirio español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo, Madrid, CEPC, 2005.
[2] Adorno, Theodor y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Akal, 2016, p. 191.
[3] Žižek, Slavoj, En defensa de la intolerancia, Madrid, Sequitur, 2008, p.22.
[4] Žižek,Slavoj, La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror, Barcelona, Anagrama, 2016. Merece la pena destacar aquí una larga reflexión del esloveno en otro de sus ensayos y al hilo de esta cuestión: “la universalidad real no es el profundo sentimiento de que, por encima de todas las diferencias, las diferentes civilzaciones comparten los mismos valores básicos, etc. sino que aparece (…) como la experiencia de la negatividad, de la inadecuación a uno mismo de una identidad particular. La fórmula de la solidaridad revolucionaria no es <dejadnos tolerar nuestras diferencias>, no es un pacto de civilizaciones, sino un pacto de luchas que atraviesa las civilizaciones, un pacto entre lo que, en cada civilización, socava su identidad desde dentro, lucha contra su núcleo opresivo” Žižek,Slavoj, Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Barcelona, Paídos, 2008, p.188
[5] RAF: “Über den bewaffneten Kampf in Westeuropa“. Texto con versión traducida al castellano: Madrigal, Pedro (Trad.), Grupo Baader-Meinhof. Fraccion del Ejército Rojo. El moderno Estado capitalista y la estrategia de la lucha armada, Barcelona, Icaria, 1981, p.48.
[6] Sobre este tema ver: Slobodian,Quinn, Foreing Front. Third World Politics in Sixties West Germany, Durham-London, DUP, 2012 ; Weitbrecht, Dorothee, Aufbruch in die Dritte Welt. Der Internationalismus der Studentenbewegung von 1968 in der Bundesrepublik Deutschland, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht-Unipress, 2012.
[7] Roth, Karl Heinz y Ebbinghaus, Angelika, El otro movimiento obrero, Madrid, Traficantes de Sueños, 2011 p.62
[8] Almeida Díez, Adrián, “«Zum Kampf sind wir geboren»: El 68 alemán, el mito tercermundista y la Fraccion del Ejército Rojo (1962-1970)”, Historia Contemporánea, 58 (2018), pp. 781-814; Katsiaficas, Giorgi, The subversión of politics. European autonomous social movements and the decolonization of everyday life, USA-Scotland, AK-Press, 2006, p.62; Mezzadra, Sandro y Neumann, Mario, Clase y Diversidad sin trampas, Pamplona, Katakrak, 2019, pp.58-59;
[9] Tischler, Sergio, “Adorno: Sujeto, fetichismo político y lucha de clases”, en Holloway, John, Matamoros, Fernando y Sergio Tischler (Comp.), Negatividad y revolución, Theodor Adorno y la política, Buenos Aires, Herramienta, 2007, p.117.
[10] Tischler, Sergio, “Tres notas sobre el sujeto polimórfico”, Actas Sociológicas, 62 (2013), pp. 31-43.
[11] García, Luis Ignacio, “Una política de las imágenes: Walter Benjamin organizador del pesimismo”, en Escritura e Imagen, 11 (2015), pp.111-113.
[12] Srnicek, Nick y Alex Williams, Inventar el Futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, Barcelona, México, Buenos Aíres, Nueva York, Malpaso, 2017.
[13] Benjamin, Walter, Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005, p.39.
[14] Adorno, Theodor, Ontología y Dialéctica. Lecciones sobre la filosofía de Heidegger, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2017, p.358.
[15] Löwy, Michael, y Eleni Varikas, “La crítica del progreso en Adorno”, en Holloway, John, Matamoros, Fernando y Sergio Tischler (Comp.), op.cit., p.99.
[16] Adorno, Dialéctica Negativa, Madrid, Akal, 2005, p.319.
[17] Žižek, Slavoj, Contra la tentación populista, Buenos Aires, Godot, 2019, p.29.
[18] Llorente, Cardo, “¿Comunismo hermenéutico o descripción política alternativa? Aporías de la «izquierda heideggeriana» en referencia al proyecto emancipatorio de Gianni Vattimo”, Astrolabio. Revista internacional de filosofía, 16 (2015), pp. 51-69.
[19] Vattimo, Gianni, Zabala, Santiago, Comunismo hermenéutico. De Heiddeger a Marx, Barcelona, Herder, 2012, p.53.
[20] Véliz, Claudio, “Benjamin con Derrida. Lenguaje crítica y deconstrucción”, en III seminario internacional políticas de la memoria (Recodando a Walter Benjamin), pp.1-23.
[21] Horkheimer, Max, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2010, p. 136. Cursiva añadida
[22]Tischler, Sergio, “Tres notas sobre el sujeto polimórfico”, Actas Sociológicas, 62 (2013), pp. 31-43.
[23] Echeverría, Bolivar, Las ilusiones de la modernidad, México, UNAM/El equilibrista 1995, [Online], Disponible en: <http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/modernidad_capitalismo.html>.
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