Catalunya
Finales de ciclo
15/07/2019 | Jordi Muñoz
Versión original en catalán: https://www.ara.cat/opinio/Finals-cicle_0_2270172998.html
Deberíamos obsesionarnos con separar el grano de la paja. Con tratar de auscultar las corrientes de fondo y relativizar los movimientos estrictamente coyunturales y tácticos. No es fácil, porque a menudo lo que es coyuntural y aparentemente anecdótico acaba condicionando y dando forma a las corrientes de fondo de maneras que no siempre son evidentes ni fáciles de predecir.
En todo caso, estas semanas de negociaciones postelectorales han dejado una sensación de finales de ciclo (en plural). Quizá no podía ser de otra manera. La gran recesión que estalló en 2008 y que hizo que se tambaleara la economía global –y que a nosotros nos afectó de manera especialmente virulenta– ha quedado atrás. Como suele pasar con las grandes crisis, salir de ellas no significa volver al punto de partida. De esta crisis hemos salido más desiguales, con los derechos sociales y el estado de bienestar muy debilitados y habiendo pagado una enorme factura social. Además, de hecho, se han impuesto unas nuevas reglas de juego a escala europea que limitan todavía más la autonomía de los poderes democráticos para corregir las desigualdades. Pero la sensación de urgencia y de abismo que se extendió durante los años más duros de la crisis, sin duda, se ha disipado. Y el terremoto político que provocó se ha ido calmando.
Tal vez tenga que ver con la particular estructura de las desigualdades en nuestro país, que se ha acentuado en estos años de crisis. Lo ha explicado, entre otros, el economista Branko Milanovic. La distancia más relevante, en términos relativos, es la que separa las rentas más bajas de las clases medias, más que la que separa las rentas medias de las más altas. En estos años de crisis, quienes han perdido más en términos reales son los dos deciles inferiores de la distribución de renta. Es decir: el 20 % más pobre se ha empobrecido mucho, pero de la mitad para arriba no ha habido empobrecimiento. Eso sí, los más ricos se han enriquecido todavía más en estos años de crisis.
Esto es políticamente trascendente porque en este 20 % más empobrecido hay poca gente que vote. Algunas personas porque no tienen derecho: buena parte de la población inmigrada convive con nosotros sin derechos políticos. Y otras tienen derecho, pero no lo ejercen: basta mirar el mapa de la abstención en nuestras ciudades. Fijémonos en Barcelona: la abstención en las últimas elecciones generales rozó el 40 % en Torre Baró o el Raval, y se mantuvo en torno al 15 % en Tres Torres, la Vila Olímpica, las Corts o Sant Gervasi. Y esto no es todo: si a quienes no votaron sumamos a quienes no tenían derecho a hacerlo, resulta que el 70 % de la población del Raval, o el 50 % de barrios como Ciutat Meridiana o la Trinitat Vella, se quedaron sin voz. En los distritos más acomodados, en cambio, abstencionistas y residentes sin derecho a voto no suman apenas más del 20 %.
Así, con la factura de la crisis concentrada en los sectores con menos voz, el sistema político español vuelve a respirar tranquilo. Arrastra, eso sí, heridas e inestabilidad, pero el llamado régimen del 78 parece que ha superado la prueba de estrés. El ciclo que abrió el 15-M, en Catalunya, se cerró simbólicamente tal vez con Manuel Valls aplaudiendo de pie a la alcaldesa Colau, a la que acababa de investir. Y en el Estado parece que se cierra con la decadencia de Podemos. Ahora Pablo Iglesias se debate entre desnaturalizarse entrando en un acuerdo con el PSOE con un perfil mínimo, casi transparente, como le exige Pedro Sánchez, o asumir el riesgo de profundizar su declive electoral y confirmar la atomización de su espacio.
Pero el del 15-M no es el único ciclo que se cierra. El tiempo lo dirá, pero parece que el pacto entre Junts per Catalunya y el PSC en la Diputación de Barcelona apunta también al final del ciclo del procés. Un final largo y mal digerido, eso sí.
Sin embargo, en todo caso, es bastante evidente que las tres hipótesis que, implícitamente, convivían en octubre de 2017 se demostraron erróneas. Ni la crisis política creada abrió un escenario de negociación con el Estado, ni era posible la desconexión de la ley a la ley con las estructuras de Estado, ni la energía de la ciudadanía organizada fue suficiente para provocar una insurrección que implementara la República.
Ahora la constatación y digestión de este resultado parece arrastrar también los acuerdos y artefactos políticos que sustentaron el procés. En este caso, sin embargo, es muy difícil saber qué vendrá después del procés. La hipótesis de un retorno plácido al autonomismo no parece hoy por hoy la más plausible.
Con los datos en la mano, ni los resultados electorales ni las encuestas de opinión sugieren un descenso del independentismo. Por tres razones, diría. Primero, porque si bien tal vez la crisis dio oxígeno al independentismo, no fue su motor principal. Segundo, porque la represión del Estado todavía no ha tocado techo. Y la represión cohesiona y estimula al independentismo, como es lógico. Y tercero –y más importante–, porque el Estado no quiere ni puede ofrecer ninguna pista de aterrizaje al soberanismo. La sentencia del TC sobre el Estatuto cerró definitivamente la puerta a la ampliación del autogobierno sin reforma constitucional. Y el blindaje de la Constitución y la correlación de fuerzas en el Estado hacen impensable una reforma descentralizadora. De hecho, lo que tenemos hoy es un nivel objetivamente inferior y más débil de autonomía que el que había antes de 2010. Y esto está muy lejos de acomodar la voluntad mayoritaria de autogobierno que hay en la sociedad catalana.
Estos días hay quienes se aferran, todavía, a las hipótesis de octubre de 2017. Y hay también quienes piensan e intentan dibujar, desde diversos ángulos, el nuevo catalanismo postindependentista. Sin embargo, parece más realista y necesario pensar en el nuevo independentismo después del procés. Y en este terreno, diría, arrastramos cierto déficit de definición y reflexión. Sobre todo ahora que el PSOE ha dejado claro que no quiere ningún diálogo.
13/07/2019
https://www.ara.cat/opinio/Finals-cicle_0_2270172998.html
Jordi Muñoz es profesor de ciencia política en la Universidad de Barcelona.
Traducción: viento sur
Deberíamos obsesionarnos con separar el grano de la paja. Con tratar de auscultar las corrientes de fondo y relativizar los movimientos estrictamente coyunturales y tácticos. No es fácil, porque a menudo lo que es coyuntural y aparentemente anecdótico acaba condicionando y dando forma a las corrientes de fondo de maneras que no siempre son evidentes ni fáciles de predecir.
En todo caso, estas semanas de negociaciones postelectorales han dejado una sensación de finales de ciclo (en plural). Quizá no podía ser de otra manera. La gran recesión que estalló en 2008 y que hizo que se tambaleara la economía global –y que a nosotros nos afectó de manera especialmente virulenta– ha quedado atrás. Como suele pasar con las grandes crisis, salir de ellas no significa volver al punto de partida. De esta crisis hemos salido más desiguales, con los derechos sociales y el estado de bienestar muy debilitados y habiendo pagado una enorme factura social. Además, de hecho, se han impuesto unas nuevas reglas de juego a escala europea que limitan todavía más la autonomía de los poderes democráticos para corregir las desigualdades. Pero la sensación de urgencia y de abismo que se extendió durante los años más duros de la crisis, sin duda, se ha disipado. Y el terremoto político que provocó se ha ido calmando.
Tal vez tenga que ver con la particular estructura de las desigualdades en nuestro país, que se ha acentuado en estos años de crisis. Lo ha explicado, entre otros, el economista Branko Milanovic. La distancia más relevante, en términos relativos, es la que separa las rentas más bajas de las clases medias, más que la que separa las rentas medias de las más altas. En estos años de crisis, quienes han perdido más en términos reales son los dos deciles inferiores de la distribución de renta. Es decir: el 20 % más pobre se ha empobrecido mucho, pero de la mitad para arriba no ha habido empobrecimiento. Eso sí, los más ricos se han enriquecido todavía más en estos años de crisis.
Esto es políticamente trascendente porque en este 20 % más empobrecido hay poca gente que vote. Algunas personas porque no tienen derecho: buena parte de la población inmigrada convive con nosotros sin derechos políticos. Y otras tienen derecho, pero no lo ejercen: basta mirar el mapa de la abstención en nuestras ciudades. Fijémonos en Barcelona: la abstención en las últimas elecciones generales rozó el 40 % en Torre Baró o el Raval, y se mantuvo en torno al 15 % en Tres Torres, la Vila Olímpica, las Corts o Sant Gervasi. Y esto no es todo: si a quienes no votaron sumamos a quienes no tenían derecho a hacerlo, resulta que el 70 % de la población del Raval, o el 50 % de barrios como Ciutat Meridiana o la Trinitat Vella, se quedaron sin voz. En los distritos más acomodados, en cambio, abstencionistas y residentes sin derecho a voto no suman apenas más del 20 %.
Así, con la factura de la crisis concentrada en los sectores con menos voz, el sistema político español vuelve a respirar tranquilo. Arrastra, eso sí, heridas e inestabilidad, pero el llamado régimen del 78 parece que ha superado la prueba de estrés. El ciclo que abrió el 15-M, en Catalunya, se cerró simbólicamente tal vez con Manuel Valls aplaudiendo de pie a la alcaldesa Colau, a la que acababa de investir. Y en el Estado parece que se cierra con la decadencia de Podemos. Ahora Pablo Iglesias se debate entre desnaturalizarse entrando en un acuerdo con el PSOE con un perfil mínimo, casi transparente, como le exige Pedro Sánchez, o asumir el riesgo de profundizar su declive electoral y confirmar la atomización de su espacio.
Pero el del 15-M no es el único ciclo que se cierra. El tiempo lo dirá, pero parece que el pacto entre Junts per Catalunya y el PSC en la Diputación de Barcelona apunta también al final del ciclo del procés. Un final largo y mal digerido, eso sí.
Sin embargo, en todo caso, es bastante evidente que las tres hipótesis que, implícitamente, convivían en octubre de 2017 se demostraron erróneas. Ni la crisis política creada abrió un escenario de negociación con el Estado, ni era posible la desconexión de la ley a la ley con las estructuras de Estado, ni la energía de la ciudadanía organizada fue suficiente para provocar una insurrección que implementara la República.
Ahora la constatación y digestión de este resultado parece arrastrar también los acuerdos y artefactos políticos que sustentaron el procés. En este caso, sin embargo, es muy difícil saber qué vendrá después del procés. La hipótesis de un retorno plácido al autonomismo no parece hoy por hoy la más plausible.
Con los datos en la mano, ni los resultados electorales ni las encuestas de opinión sugieren un descenso del independentismo. Por tres razones, diría. Primero, porque si bien tal vez la crisis dio oxígeno al independentismo, no fue su motor principal. Segundo, porque la represión del Estado todavía no ha tocado techo. Y la represión cohesiona y estimula al independentismo, como es lógico. Y tercero –y más importante–, porque el Estado no quiere ni puede ofrecer ninguna pista de aterrizaje al soberanismo. La sentencia del TC sobre el Estatuto cerró definitivamente la puerta a la ampliación del autogobierno sin reforma constitucional. Y el blindaje de la Constitución y la correlación de fuerzas en el Estado hacen impensable una reforma descentralizadora. De hecho, lo que tenemos hoy es un nivel objetivamente inferior y más débil de autonomía que el que había antes de 2010. Y esto está muy lejos de acomodar la voluntad mayoritaria de autogobierno que hay en la sociedad catalana.
Estos días hay quienes se aferran, todavía, a las hipótesis de octubre de 2017. Y hay también quienes piensan e intentan dibujar, desde diversos ángulos, el nuevo catalanismo postindependentista. Sin embargo, parece más realista y necesario pensar en el nuevo independentismo después del procés. Y en este terreno, diría, arrastramos cierto déficit de definición y reflexión. Sobre todo ahora que el PSOE ha dejado claro que no quiere ningún diálogo.
13/07/2019
https://www.ara.cat/opinio/Finals-cicle_0_2270172998.html
Jordi Muñoz es profesor de ciencia política en la Universidad de Barcelona.
Traducción: viento sur
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