Comentarios en torno a La política contra el Estado. Sobre la política de parte
Hacia una crítica del contrapoder
17/01/2019 | Brais Fernández
El último libro de Emmanuel Rodríguez La política contra el Estado. Sobre la política de parte (Traficantes de Sueños, 2018) supone una de las aportaciones más interesantes y sugerentes escritas desde la “teoría militante” que se han escrito últimamente en el Estado Español. Hablo de “teoría militante” como un subgénero, una modalidad de ensayo político capaz de combinar reflexión teórica, discusión estratégica con una propuesta de “corriente política”. Me parece importante aclarar esto para saber qué tipo de debate intenta abordar el libro y por lo tanto, que tipo de discusión podemos establecer con el. En esta reseña trataré de fijar el recorrido de su tesis para intentar establecer una discusión con algunos de sus planteamientos estratégicos que, en mi opinión, son insuficientes para abordar las cuestiones que se propone resolver.
¿De qué va el libro?
La política contra el Estado propone un recorrido histórico-teórico por varios debates que han atravesado la política emancipadora durante el siglo XX hasta llegar al presente, eligiendo un hilo conductor determinado: el contrapoder y las respuestas que desde diferentes posiciones (revolucionarias, contra-revolucionarias, reformistas) se han articulado para desarrollar, frenar o integrar este fenómeno que recorre toda la política moderna. El contrapoder, en la obra de Emmanuel Rodríguez, aparece como un proceso de autodeterminación desde abajo, en donde los sujetos se constituyen como comunidades auto-organizadas, proponiendo un modelo de convivencia y organización social sustancialmente diferente a la forma-Estado.
El libro propone un recorrido a lo largo de determinados debates que han atravesado la historia del movimiento socialista: desde el sindicalismo revolucionario francés de principios del siglo XX y el debate de los consejos obreros post Primera guerra mundial, continuando con la “contra-revolución conservadora” de los años 20 y los debates sobre el Derecho, saltando a las discusiones de los 60 y 70 en torno al Estado, terminando el recorrido con el “debate boliviano” sobre el papel de las instituciones populares. Entre medias, el autor propone una serie de tesis que parten y desarrollan una serie de conceptos que determinan las conclusiones estratégicas del libro. Es quizás esto lo que nos resulte más interesante discutir, más que ir relatando mediante referencias intelectuales el recorrido del libro.
La pretensión del libro es hacer una crítica de la que aparecerá en el texto una y otra vez como “política leninista”1/. Por “política leninista”, Emmanuel entiende la política que busca traducir en poder estatal la acumulación de (contra)poder. Esto implica para el autor una serie de “pecados”: la “estatolatría”, la izquierda como representación y aparato del Estado, el Partido y (puesto que al fin y al cabo, Gramsci es un simple leninista occidental) el uso de un concepto tan “gelatinoso” como hegemonía.
Sujeto, Poder y Estado
La propuesta de La política contra el Estado es la siguiente: es necesaria una política “aparte”del Estado. No cabe duda de que ésta es una afirmación correcta. En la tradición del movimiento socialista (al fin y al cabo, el libro viene a ser un recorrido crítico por esa tradición) siempre han convivido dos pulsiones.
Por un lado, una tradición “estatólatra”, que desplaza el sujeto motor desde las clases al Estado. Desde Lasalle, pasando por la mayoría de la Segunda Internacional, hasta el estalinismo (ya sea en su versión prosovietica o eurocomunista), está concepción de la política ha considerado a los “sujetos” como mera masa de de maniobra susceptible de ser traducida en posiciones en el Estado. Ya sea desde una visión gradualista en relación al Estado o en versión revolucionaria, el Estado pasaba a ser el agente principal de las transformaciones sociales. La auto-actividad desde abajo era relegada, en el mejor de los casos, al momento de la acumulación de fuerzas; en el peor, era percibida como amenaza y perseguida por todos los medios. La actitud del SPD ante la Revolución Alemana de 1919 o los aplastamientos de las insurrecciones populares en Europa del Este por parte de la URSS no son “tragedias especificas” en la historia de la izquierda “estatólatra”: son, como hoy Daniel Ortega en Nicaragua, su derivación lógica.
Por otra parte, ha existido siempre, desde la I Internacional de Marx y Bakunin (y muchos más), una tradición subterránea que consideraba a los sujetos de lucha como los únicos actores y actrices posibles de toda emancipación. En su capacidad para generar estructuras propias, organizaciones de diverso tipo, en la capacidad de autoconstitución presente en determinadas posiciones sociales, se encuentra la posibilidad de la emancipación.
Sin embargo, reconocerse en esta tradición no significa compartir el tratamiento del Estado. Es posible no ser “estatólatra” y a la vez asumir que el problema del Estado no es algo “ajeno”.
A lo largo del libro de Emmanuel Rodríguez se hace presente la posibilidad de “ignorar” al Estado, como si se pudieran construir contrapoderes en una eterna tensión con el Estado, avanzando posiciones en la sociedad en base a voluntad militante, pero sin llegar a un punto de ebullición “revolucionario” en el que las “dos soberanías” entren en conflicto. En mi opinión es una concepción de la política errónea, pues de lo que se trata es de definir el rol especifico del Estado bajo el capitalismo para poder adoptar una estrategia anticapitalista realista.
Es bastante difícil sostener a estas alturas de la historia que el Estado es una simple “excrecencia” de la sociedad, como en algún momento afirmó Marx. Más útil parece ser la definición de “Estado Integral” adoptada por Gramsci, en donde Estado y Sociedad Civil solo eran dos diferencias conceptuales para el mismo fenómeno de organización capitalista de la sociedad. Esto implica que paralelamente al proceso de mercantilización de la totalidad social, el Estado se va a introduciendo en cada vez más lugares de la sociedad civil, organizando más y más espacios de la vida social. En las sociedades “occidentales” (si entendemos occidental no como una posición geográfica, sino como una determinada articulación entre Estado y Sociedad Civil, en donde el primero tiende a colonizar a la segunda) cada vez hay menos espacios para la autonomía social: la función del Estado consiste en estructurar cada vez más relaciones, en codificarlas dentro de un orden que vertebre la reproducción capitalista. Esta “tendencia objetiva” propia del capitalismo tardío supone una forma de relación entre “Estado” y “Sociedad” nueva. Si en los anteriores contextos de crisis capitalista, el Estado tendía a desaparecer de la vida de millones de personas, en las crisis neoliberales sucede todo lo contrario: la sociedad tiende a estatizarse, y la principal tarea del Estado parece ser limpiar y desbrozar la sociedad de estructuras autónomas, de todo aquello que podría calificarse de contrapoder.
Este proceso, lejos de suponer una refutación al problema “leninista”, tal y como Emmanuel Rodríguez concluye en el capitulo 13 (La figura del contrapoder), lo confirma. Si la forma-contrapoder está destinada a chocar con la forma-Estado y la forma-contrapoder es la única forma posible de autodeterminación, el problema del Estado sigue siendo un problema político central de nuestro tiempo. Si bien el problema político central de nuestro tiempo, para iniciar una ruptura anticapitalista, es resolver la cuestión del Estado, no va a ser el propio Estado el que la resuelva. Constituir una fuerza social autónoma (o una coalición de fuerzas sociales) que inicie transformaciones económicas, políticas, culturales, de largo recorrido, consolidando el protagonismo “desde abajo”, no será posible con un Estado “hostil”. Por decirlo provocadoramente, debemos pensar el Estado como los neoliberales. Los neoliberales pensaron el Estado como un órgano de “mercantilización social”, que intervenía quirúrgicamente en la sociedad para garantizar, ampliar, desarrollar, el dominio del capital: un Estado nacido de un poder constituyente auto-determinado, siguiendo con esta arriesgada analogía, sería el instrumento que permitiría el desarrollo del contrapoder como potencia militante. Esto, insisto, no significa asumir necesariamente, de forma ahistórica, una solución insurreccional al problema del Estado. El fondo del “problema leninista” parte de que el Estado es el punto de articulación a través del cual la clase dominante capitalista se unifica y organiza su dominación: no es un problema que se pueda soslayar, ni siquiera con poderosos contrapoderes, pues el choque es inevitable e inexorablemente se llega a “coyunturas de ebullición”, en donde el Estado trata de recomponer su dominación sobre los espacios ocupados por los contrapoderes. De la capacidad de ocupar, neutralizar y utilizar el “poder del Estado” dependen las posibilidades de avance en una lógica anticapitalista, aunque no sea el Estado el que impulse y protagonice esas transformaciones.
En ese sentido, la propuesta estratégica que plantea La política contra el Estado. Sobre la política de parte es insuficiente. La confusión constante típica de la tradición anarquizante (en este caso, neoconsejista o autonomista, tanto da) entre “toma del poder del Estado” y “toma del Estado” reduce la idea de revolución al asalto putschista y a la ocupación de los aparatos estatales. Si la transformación social no incluye como momento la toma del poder del Estado (asoman Holloway y Negri), ¿cuál es la opción? Pues ni más ni menos que aceptar, no como diferencia conceptual, sino como estrategia política, la división que proponía Gramsci de Estado: por un lado, la sociedad política (lo que comúnmente llamamos Estado) y por otro lado, la sociedad civil. El campo de acción militante, la sustancia del contrapoder, su campo de actuación, estaría en la sociedad civil. La “sociedad política” (El estado) sería siempre un adversario, un espacio ajeno, inconquistable, con el que nos podemos mover en tensión, al que podemos debilitar, y en algunas ocasiones, “sustituir”.
Al final, el problema de fondo es que, a pesar de algunos reflexiones, referencias y criticas muy interesantes en torno al Estado, en La política contra el Estado el Estado no aparece como un órgano concreto, históricamente vinculado a un sistema y a un dominio de clase, y a las luchas que se dan en él, sino que se hace presente como una estructura abstracta que se alza “intocable” sobre la historia. Hay una parte de verdad en este razonamiento: un Estado, como órgano que organiza la dominación, siempre implica y trata de imponer su autonomía relativa con respecto a la sociedad. Pero esta autonomización se deriva de la estructuración del sistema: ¿como pensar en un mundo postcapitalista si no acabamos con esa autonomización del Estado? ¿Como hacerlo si no tomamos el “poder del Estado”? Negar esta posibilidad significa no solo soslayar el problema de la otra cara del rol bifronte que Marx le adjudicaba al Estado (“La administración de las cosas”) sino que o bien obvia que el Estado siempre trata de reconstruir su monopolio del poder, o cree que podemos cercar el Estado “desde fuera” hasta disolverlo.
Las propuestas del último Nicos Poulanztas a las que alude Emmanuel Rodríguez 2/ pueden ser una forma interesante de aproximarse al problema en toda su complejidad, esto es, reconociendo que una transformación anticapitalista necesita el “poder del Estado” en tensión con una pluralidad de contrapoderes autoconstituidos, militantes, arraigados en comunidades vivas, pero relacionados inevitablemente entre sí. Para ello, las clases emancipadoras, deberán construir un Estado con nuevas instituciones (¿Acaso no construyó la burguesía su propio Estado, sustancialmente diferente a los anteriores?), utilizando, limitando y domesticando a las viejas, pero asumiendo que “la revolución” no supone el fin de la “historia”, sino el inicio de nuevas tensiones, donde los contrapoderes irreductibles a la forma-Estado sean la base y el motor de la transformación social.
¿Pero acaso es esto posible sin una “revolución”? No lo parece: sin una “revolución”, los contrapoderes “concretos” (no el contrapoder como concepto político, ya que siempre que hay poder existe algún tipo de “contraparte”) terminan reduciéndose a “puntos de fuga” dentro del propio capitalismo que tarde o temprano terminan abducidos, quebrados o reducidos a la expresión de un interés particular. O en el caso de desarrollarse con fuerza social, chocando con el capital y su forma de organización estatal: como bien intuyeron los “operaístas” y tantas veces ha ocurrido en la historia, el capitalismo se recompondrá en base a esos contrapoderes, con lo que el “punto de ebullición” y la necesidad de afrontar el problema del “poder del Estado” se hace inexorable.
¿Una política de parte o una política hegemónica?
Las conclusiones de Emmanuel Rodríguez al final del libro son claras: necesitamos una política “de parte”, que reconstruya una clase sobre sus luchas y conflictos, dotándola de una estructura institucional propia. No veo nada que cuestionar a ese planteamiento: me parece además, que el planteamiento corrige los actuales delirios del sector de la izquierda que, para tratar de resolver su propia crisis de identidad, tienden a hablar de “clase” ignorando “la lucha de clases”, como si la “clase” fuese una “identidad” más a elegir en el mercado postmoderno de las construcciones políticas.
Sin embargo, esta propuesta de “auto-afirmación” de clase se topa, en mi opinión, con problemas relacionados con la forma ajena con la que trata Emmanuel la cuestión del “poder político”, tal y como hemos expuesto en el epígrafe anterior. Esto se refleja en el rechazo al concepto de hegemonía, un concepto “gelatinoso” según recoge el autor con palabras de Althusser.
A pesar de que en los ambientes académicos el concepto de hegemonía haya sido tan “sobrecitado” que ya no se sepa muy bien qué significa (como, si se me permite, el concepto de “autonomía” en muchos ambientes militantes), desde un punto de vista político sus usos han sido más claros. Se trata de una formulación política que plantea la necesidad de relaciones de alianza entre sectores sociales, con el objetivo proponer una nueva “dirección” al conjunto de la sociedad. En la tradición marxista, de Lenin a Gramsci, la pregunta fundamental consistía en cómo el proletariado conseguía adherir a su proyecto político a otros sectores sociales en su lucha por el poder político.
Es obvio que no hay planteamiento hegemónico si no hay lucha por el poder político. Pero.. .¿cuál es la otra alternativa? Construir una clase que no porta una política hegemónica no tiene nada que ver con construir una clase: replegada sobre si misma, sin un proyecto político que porte un modelo de sociedad capaz de adherir al “todo” en su lucha, la “parte” termina convirtiéndose en una parte más del juego, con mejores o peores condiciones en función de la relación de fuerzas, pero que acepta de forma implícita su rol en el sistema capitalista, aunque decida “vivir” de otra manera bajo ese sistema. La afirmación de “una política de parte” resulta vivificante frente al insoportable cacareo populista: la escisión social, el antagonismo, la fractura, como bien expone Emmanuel, siempre es el primer paso hacia la emancipación. Pero el segundo es ser capaz de hacer “bailar” al resto de actores sociales. La “universalidad” del proyecto socialista no era, como piensan algunos hoy, la imposición de la identidad de clase sobre todas las demás: era (y potencialmente, sigue siendo) la posibilidad de articular todas la pluralidad de piezas que componen el mosaico de expropiados por el capital bajo un proyecto político, relacionado por una posición social de la cual se desprende la capacidad de generar riqueza.
Un último apunte: contrapoder y crisis
Sin embargo, queda un punto inquietante por tratar. A 100 años del asesinato de Rosa Luxemburg, su grito de guerra “socialismo o barbarie” se ha convertido en un pronostico casi analítico. Con el capitalismo en una crisis perpetua que impulsa un proceso de destrucción del planeta y de la sociedad nunca visto, algunos “pensadores de la crisis” como W. Streek o Corsino Vela han planteado que, sin un sujeto capaz de impulsar una revolución anticapitalista, la perspectiva más probable es un largo y lento proceso de implosión del sistema que ha dominado el mundo los últimos siglos. En mi opinión, no es la única perspectiva posible, como ya he expuesto en el resto del artículo: “La historia no hace nada”, recordaba el viejo Engels. Si no hay teleologías que valgan, aun existe la posibilidad de cambiar de rumbo.
Dicho esto, la hipótesis de la “implosión” ya se ha puesto en marcha, sin esperar a que revirtamos la distopía postestructuralista de una historia sin sujeto. Sociedades a varias velocidades, descomposición de los viejos lazos sociales, neofascismo impulsado por las clases parasitarias y privilegiadas para “guettizar” al conjunto de las clases (re)productoras, nacionalismos de Estado que nos recuerdan que, bajo el capitalismo, la paz siempre ha sido una forma de aplazar o desplazar las guerras. Si para los antiguos socialistas el capitalismo fue un desarrollo de las fuerzas productivas que arrasaba los cimientos del viejo régimen, para muchas personas fue la imposición de un profundo desgarro, de una nueva forma de explotación que los colocaba en una nueva posición en la que nadie les había preguntado si querían estar. El capitalismo actual ha iniciado un proceso similar, pero a la inversa, ya sin el combustible de su etapa desarrollista.
El libro de Emmanuel Rodríguez consigue sugerir una apuesta política para resistir esta época histórica catastrófica que nos ha tocado vivir. Porque, al fin y al cabo, también se trata de eso: nos ha tocado vivir este proceso, estos tiempos de mierda. Frente al sueño thatcheriano de una política sin sociedad, en donde no existan lealtades libres, sólo necesidades ingratas, el “contrapoder” es la única salida para auto-determinarnos en el mientras tanto. En mi opinión, esa es la propuesta política más valiosa del libro y la que tenemos urgencia de alimentar y desarrollar.
Brais Fernández es miembro de la redacción de viento sur y militante de Anticapitalistas.
16/1/2019
1/ Por aclarar: la lectura neo-talmúdica de Lenin produce repulsión. Es más, aunque es otro debate, creo que no hay ninguna afirmación “historizada” (es decir, tomada literalmente, tal y como Lenin la planteó en su momento) del gran revolucionario ruso que sirva para hacer “política leninista” en estos momentos. Lo interesante de Lenin, como en Maquiavelo o Gramsci, es su concepción de la política, sugerente y llena de pistas.
2// Es una pena que el libro no recoja el debate que sostiene Poulantzas frente a la “microfisica” del Poder de Foucault. Emmanuel Rodríguez reproduce el punto de vista de este último: por ejemplo, con su visión poliárquica de la estructuración institucional, como si esa configuración poliárquica no se articulase en el Estado. La respuesta de Poulanztas a este problema es desplazar el debate a la pregunta fundamental: ¿Cuál es el rol especifico del Estado en relación al poder en la sociedad capitalista?. El Estado capitalista tiene como función especifica amortiguar, gestionar y permitir que las diferencias, desgarros, poderes que existen en la sociedad capitalista, garantizar que se reproduzcan. El Estado no se deriva de los “micropoderes” ni es una “ficción”: el Estado “posibilita” esta forma de articulación y distribución del poder producto de la lógica de desarrollo capitalista.
¿De qué va el libro?
La política contra el Estado propone un recorrido histórico-teórico por varios debates que han atravesado la política emancipadora durante el siglo XX hasta llegar al presente, eligiendo un hilo conductor determinado: el contrapoder y las respuestas que desde diferentes posiciones (revolucionarias, contra-revolucionarias, reformistas) se han articulado para desarrollar, frenar o integrar este fenómeno que recorre toda la política moderna. El contrapoder, en la obra de Emmanuel Rodríguez, aparece como un proceso de autodeterminación desde abajo, en donde los sujetos se constituyen como comunidades auto-organizadas, proponiendo un modelo de convivencia y organización social sustancialmente diferente a la forma-Estado.
El libro propone un recorrido a lo largo de determinados debates que han atravesado la historia del movimiento socialista: desde el sindicalismo revolucionario francés de principios del siglo XX y el debate de los consejos obreros post Primera guerra mundial, continuando con la “contra-revolución conservadora” de los años 20 y los debates sobre el Derecho, saltando a las discusiones de los 60 y 70 en torno al Estado, terminando el recorrido con el “debate boliviano” sobre el papel de las instituciones populares. Entre medias, el autor propone una serie de tesis que parten y desarrollan una serie de conceptos que determinan las conclusiones estratégicas del libro. Es quizás esto lo que nos resulte más interesante discutir, más que ir relatando mediante referencias intelectuales el recorrido del libro.
La pretensión del libro es hacer una crítica de la que aparecerá en el texto una y otra vez como “política leninista”1/. Por “política leninista”, Emmanuel entiende la política que busca traducir en poder estatal la acumulación de (contra)poder. Esto implica para el autor una serie de “pecados”: la “estatolatría”, la izquierda como representación y aparato del Estado, el Partido y (puesto que al fin y al cabo, Gramsci es un simple leninista occidental) el uso de un concepto tan “gelatinoso” como hegemonía.
Sujeto, Poder y Estado
La propuesta de La política contra el Estado es la siguiente: es necesaria una política “aparte”del Estado. No cabe duda de que ésta es una afirmación correcta. En la tradición del movimiento socialista (al fin y al cabo, el libro viene a ser un recorrido crítico por esa tradición) siempre han convivido dos pulsiones.
Por un lado, una tradición “estatólatra”, que desplaza el sujeto motor desde las clases al Estado. Desde Lasalle, pasando por la mayoría de la Segunda Internacional, hasta el estalinismo (ya sea en su versión prosovietica o eurocomunista), está concepción de la política ha considerado a los “sujetos” como mera masa de de maniobra susceptible de ser traducida en posiciones en el Estado. Ya sea desde una visión gradualista en relación al Estado o en versión revolucionaria, el Estado pasaba a ser el agente principal de las transformaciones sociales. La auto-actividad desde abajo era relegada, en el mejor de los casos, al momento de la acumulación de fuerzas; en el peor, era percibida como amenaza y perseguida por todos los medios. La actitud del SPD ante la Revolución Alemana de 1919 o los aplastamientos de las insurrecciones populares en Europa del Este por parte de la URSS no son “tragedias especificas” en la historia de la izquierda “estatólatra”: son, como hoy Daniel Ortega en Nicaragua, su derivación lógica.
Por otra parte, ha existido siempre, desde la I Internacional de Marx y Bakunin (y muchos más), una tradición subterránea que consideraba a los sujetos de lucha como los únicos actores y actrices posibles de toda emancipación. En su capacidad para generar estructuras propias, organizaciones de diverso tipo, en la capacidad de autoconstitución presente en determinadas posiciones sociales, se encuentra la posibilidad de la emancipación.
Sin embargo, reconocerse en esta tradición no significa compartir el tratamiento del Estado. Es posible no ser “estatólatra” y a la vez asumir que el problema del Estado no es algo “ajeno”.
A lo largo del libro de Emmanuel Rodríguez se hace presente la posibilidad de “ignorar” al Estado, como si se pudieran construir contrapoderes en una eterna tensión con el Estado, avanzando posiciones en la sociedad en base a voluntad militante, pero sin llegar a un punto de ebullición “revolucionario” en el que las “dos soberanías” entren en conflicto. En mi opinión es una concepción de la política errónea, pues de lo que se trata es de definir el rol especifico del Estado bajo el capitalismo para poder adoptar una estrategia anticapitalista realista.
Es bastante difícil sostener a estas alturas de la historia que el Estado es una simple “excrecencia” de la sociedad, como en algún momento afirmó Marx. Más útil parece ser la definición de “Estado Integral” adoptada por Gramsci, en donde Estado y Sociedad Civil solo eran dos diferencias conceptuales para el mismo fenómeno de organización capitalista de la sociedad. Esto implica que paralelamente al proceso de mercantilización de la totalidad social, el Estado se va a introduciendo en cada vez más lugares de la sociedad civil, organizando más y más espacios de la vida social. En las sociedades “occidentales” (si entendemos occidental no como una posición geográfica, sino como una determinada articulación entre Estado y Sociedad Civil, en donde el primero tiende a colonizar a la segunda) cada vez hay menos espacios para la autonomía social: la función del Estado consiste en estructurar cada vez más relaciones, en codificarlas dentro de un orden que vertebre la reproducción capitalista. Esta “tendencia objetiva” propia del capitalismo tardío supone una forma de relación entre “Estado” y “Sociedad” nueva. Si en los anteriores contextos de crisis capitalista, el Estado tendía a desaparecer de la vida de millones de personas, en las crisis neoliberales sucede todo lo contrario: la sociedad tiende a estatizarse, y la principal tarea del Estado parece ser limpiar y desbrozar la sociedad de estructuras autónomas, de todo aquello que podría calificarse de contrapoder.
Este proceso, lejos de suponer una refutación al problema “leninista”, tal y como Emmanuel Rodríguez concluye en el capitulo 13 (La figura del contrapoder), lo confirma. Si la forma-contrapoder está destinada a chocar con la forma-Estado y la forma-contrapoder es la única forma posible de autodeterminación, el problema del Estado sigue siendo un problema político central de nuestro tiempo. Si bien el problema político central de nuestro tiempo, para iniciar una ruptura anticapitalista, es resolver la cuestión del Estado, no va a ser el propio Estado el que la resuelva. Constituir una fuerza social autónoma (o una coalición de fuerzas sociales) que inicie transformaciones económicas, políticas, culturales, de largo recorrido, consolidando el protagonismo “desde abajo”, no será posible con un Estado “hostil”. Por decirlo provocadoramente, debemos pensar el Estado como los neoliberales. Los neoliberales pensaron el Estado como un órgano de “mercantilización social”, que intervenía quirúrgicamente en la sociedad para garantizar, ampliar, desarrollar, el dominio del capital: un Estado nacido de un poder constituyente auto-determinado, siguiendo con esta arriesgada analogía, sería el instrumento que permitiría el desarrollo del contrapoder como potencia militante. Esto, insisto, no significa asumir necesariamente, de forma ahistórica, una solución insurreccional al problema del Estado. El fondo del “problema leninista” parte de que el Estado es el punto de articulación a través del cual la clase dominante capitalista se unifica y organiza su dominación: no es un problema que se pueda soslayar, ni siquiera con poderosos contrapoderes, pues el choque es inevitable e inexorablemente se llega a “coyunturas de ebullición”, en donde el Estado trata de recomponer su dominación sobre los espacios ocupados por los contrapoderes. De la capacidad de ocupar, neutralizar y utilizar el “poder del Estado” dependen las posibilidades de avance en una lógica anticapitalista, aunque no sea el Estado el que impulse y protagonice esas transformaciones.
En ese sentido, la propuesta estratégica que plantea La política contra el Estado. Sobre la política de parte es insuficiente. La confusión constante típica de la tradición anarquizante (en este caso, neoconsejista o autonomista, tanto da) entre “toma del poder del Estado” y “toma del Estado” reduce la idea de revolución al asalto putschista y a la ocupación de los aparatos estatales. Si la transformación social no incluye como momento la toma del poder del Estado (asoman Holloway y Negri), ¿cuál es la opción? Pues ni más ni menos que aceptar, no como diferencia conceptual, sino como estrategia política, la división que proponía Gramsci de Estado: por un lado, la sociedad política (lo que comúnmente llamamos Estado) y por otro lado, la sociedad civil. El campo de acción militante, la sustancia del contrapoder, su campo de actuación, estaría en la sociedad civil. La “sociedad política” (El estado) sería siempre un adversario, un espacio ajeno, inconquistable, con el que nos podemos mover en tensión, al que podemos debilitar, y en algunas ocasiones, “sustituir”.
Al final, el problema de fondo es que, a pesar de algunos reflexiones, referencias y criticas muy interesantes en torno al Estado, en La política contra el Estado el Estado no aparece como un órgano concreto, históricamente vinculado a un sistema y a un dominio de clase, y a las luchas que se dan en él, sino que se hace presente como una estructura abstracta que se alza “intocable” sobre la historia. Hay una parte de verdad en este razonamiento: un Estado, como órgano que organiza la dominación, siempre implica y trata de imponer su autonomía relativa con respecto a la sociedad. Pero esta autonomización se deriva de la estructuración del sistema: ¿como pensar en un mundo postcapitalista si no acabamos con esa autonomización del Estado? ¿Como hacerlo si no tomamos el “poder del Estado”? Negar esta posibilidad significa no solo soslayar el problema de la otra cara del rol bifronte que Marx le adjudicaba al Estado (“La administración de las cosas”) sino que o bien obvia que el Estado siempre trata de reconstruir su monopolio del poder, o cree que podemos cercar el Estado “desde fuera” hasta disolverlo.
Las propuestas del último Nicos Poulanztas a las que alude Emmanuel Rodríguez 2/ pueden ser una forma interesante de aproximarse al problema en toda su complejidad, esto es, reconociendo que una transformación anticapitalista necesita el “poder del Estado” en tensión con una pluralidad de contrapoderes autoconstituidos, militantes, arraigados en comunidades vivas, pero relacionados inevitablemente entre sí. Para ello, las clases emancipadoras, deberán construir un Estado con nuevas instituciones (¿Acaso no construyó la burguesía su propio Estado, sustancialmente diferente a los anteriores?), utilizando, limitando y domesticando a las viejas, pero asumiendo que “la revolución” no supone el fin de la “historia”, sino el inicio de nuevas tensiones, donde los contrapoderes irreductibles a la forma-Estado sean la base y el motor de la transformación social.
¿Pero acaso es esto posible sin una “revolución”? No lo parece: sin una “revolución”, los contrapoderes “concretos” (no el contrapoder como concepto político, ya que siempre que hay poder existe algún tipo de “contraparte”) terminan reduciéndose a “puntos de fuga” dentro del propio capitalismo que tarde o temprano terminan abducidos, quebrados o reducidos a la expresión de un interés particular. O en el caso de desarrollarse con fuerza social, chocando con el capital y su forma de organización estatal: como bien intuyeron los “operaístas” y tantas veces ha ocurrido en la historia, el capitalismo se recompondrá en base a esos contrapoderes, con lo que el “punto de ebullición” y la necesidad de afrontar el problema del “poder del Estado” se hace inexorable.
¿Una política de parte o una política hegemónica?
Las conclusiones de Emmanuel Rodríguez al final del libro son claras: necesitamos una política “de parte”, que reconstruya una clase sobre sus luchas y conflictos, dotándola de una estructura institucional propia. No veo nada que cuestionar a ese planteamiento: me parece además, que el planteamiento corrige los actuales delirios del sector de la izquierda que, para tratar de resolver su propia crisis de identidad, tienden a hablar de “clase” ignorando “la lucha de clases”, como si la “clase” fuese una “identidad” más a elegir en el mercado postmoderno de las construcciones políticas.
Sin embargo, esta propuesta de “auto-afirmación” de clase se topa, en mi opinión, con problemas relacionados con la forma ajena con la que trata Emmanuel la cuestión del “poder político”, tal y como hemos expuesto en el epígrafe anterior. Esto se refleja en el rechazo al concepto de hegemonía, un concepto “gelatinoso” según recoge el autor con palabras de Althusser.
A pesar de que en los ambientes académicos el concepto de hegemonía haya sido tan “sobrecitado” que ya no se sepa muy bien qué significa (como, si se me permite, el concepto de “autonomía” en muchos ambientes militantes), desde un punto de vista político sus usos han sido más claros. Se trata de una formulación política que plantea la necesidad de relaciones de alianza entre sectores sociales, con el objetivo proponer una nueva “dirección” al conjunto de la sociedad. En la tradición marxista, de Lenin a Gramsci, la pregunta fundamental consistía en cómo el proletariado conseguía adherir a su proyecto político a otros sectores sociales en su lucha por el poder político.
Es obvio que no hay planteamiento hegemónico si no hay lucha por el poder político. Pero.. .¿cuál es la otra alternativa? Construir una clase que no porta una política hegemónica no tiene nada que ver con construir una clase: replegada sobre si misma, sin un proyecto político que porte un modelo de sociedad capaz de adherir al “todo” en su lucha, la “parte” termina convirtiéndose en una parte más del juego, con mejores o peores condiciones en función de la relación de fuerzas, pero que acepta de forma implícita su rol en el sistema capitalista, aunque decida “vivir” de otra manera bajo ese sistema. La afirmación de “una política de parte” resulta vivificante frente al insoportable cacareo populista: la escisión social, el antagonismo, la fractura, como bien expone Emmanuel, siempre es el primer paso hacia la emancipación. Pero el segundo es ser capaz de hacer “bailar” al resto de actores sociales. La “universalidad” del proyecto socialista no era, como piensan algunos hoy, la imposición de la identidad de clase sobre todas las demás: era (y potencialmente, sigue siendo) la posibilidad de articular todas la pluralidad de piezas que componen el mosaico de expropiados por el capital bajo un proyecto político, relacionado por una posición social de la cual se desprende la capacidad de generar riqueza.
Un último apunte: contrapoder y crisis
Sin embargo, queda un punto inquietante por tratar. A 100 años del asesinato de Rosa Luxemburg, su grito de guerra “socialismo o barbarie” se ha convertido en un pronostico casi analítico. Con el capitalismo en una crisis perpetua que impulsa un proceso de destrucción del planeta y de la sociedad nunca visto, algunos “pensadores de la crisis” como W. Streek o Corsino Vela han planteado que, sin un sujeto capaz de impulsar una revolución anticapitalista, la perspectiva más probable es un largo y lento proceso de implosión del sistema que ha dominado el mundo los últimos siglos. En mi opinión, no es la única perspectiva posible, como ya he expuesto en el resto del artículo: “La historia no hace nada”, recordaba el viejo Engels. Si no hay teleologías que valgan, aun existe la posibilidad de cambiar de rumbo.
Dicho esto, la hipótesis de la “implosión” ya se ha puesto en marcha, sin esperar a que revirtamos la distopía postestructuralista de una historia sin sujeto. Sociedades a varias velocidades, descomposición de los viejos lazos sociales, neofascismo impulsado por las clases parasitarias y privilegiadas para “guettizar” al conjunto de las clases (re)productoras, nacionalismos de Estado que nos recuerdan que, bajo el capitalismo, la paz siempre ha sido una forma de aplazar o desplazar las guerras. Si para los antiguos socialistas el capitalismo fue un desarrollo de las fuerzas productivas que arrasaba los cimientos del viejo régimen, para muchas personas fue la imposición de un profundo desgarro, de una nueva forma de explotación que los colocaba en una nueva posición en la que nadie les había preguntado si querían estar. El capitalismo actual ha iniciado un proceso similar, pero a la inversa, ya sin el combustible de su etapa desarrollista.
El libro de Emmanuel Rodríguez consigue sugerir una apuesta política para resistir esta época histórica catastrófica que nos ha tocado vivir. Porque, al fin y al cabo, también se trata de eso: nos ha tocado vivir este proceso, estos tiempos de mierda. Frente al sueño thatcheriano de una política sin sociedad, en donde no existan lealtades libres, sólo necesidades ingratas, el “contrapoder” es la única salida para auto-determinarnos en el mientras tanto. En mi opinión, esa es la propuesta política más valiosa del libro y la que tenemos urgencia de alimentar y desarrollar.
Brais Fernández es miembro de la redacción de viento sur y militante de Anticapitalistas.
16/1/2019
1/ Por aclarar: la lectura neo-talmúdica de Lenin produce repulsión. Es más, aunque es otro debate, creo que no hay ninguna afirmación “historizada” (es decir, tomada literalmente, tal y como Lenin la planteó en su momento) del gran revolucionario ruso que sirva para hacer “política leninista” en estos momentos. Lo interesante de Lenin, como en Maquiavelo o Gramsci, es su concepción de la política, sugerente y llena de pistas.
2// Es una pena que el libro no recoja el debate que sostiene Poulantzas frente a la “microfisica” del Poder de Foucault. Emmanuel Rodríguez reproduce el punto de vista de este último: por ejemplo, con su visión poliárquica de la estructuración institucional, como si esa configuración poliárquica no se articulase en el Estado. La respuesta de Poulanztas a este problema es desplazar el debate a la pregunta fundamental: ¿Cuál es el rol especifico del Estado en relación al poder en la sociedad capitalista?. El Estado capitalista tiene como función especifica amortiguar, gestionar y permitir que las diferencias, desgarros, poderes que existen en la sociedad capitalista, garantizar que se reproduzcan. El Estado no se deriva de los “micropoderes” ni es una “ficción”: el Estado “posibilita” esta forma de articulación y distribución del poder producto de la lógica de desarrollo capitalista.
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