El enemigo del pueblo
Javier Aranda Luna
¿F
ue un atentado lo de Tlahuelilpan? ¿Pudo evitarse? ¿Quiénes son los responsables de su pobreza, de la precariedad de su educación, que no les permitió conjurar la tragedia?
Uno de los mejores acercamientos al México de nuestros días se lo debemos no a los expertos que lucen sus grados académicos, como sus medallas don Porfirio, sino a un dramaturgo proscrito del siglo XIX. Un rebelde de vida itinerante que inició el teatro moderno.
Lo descalificaron por igual la crítica y el peladaje, las buenas familias y los leguleyos, esos equilibristas que han hecho de su andar en las orillas de la ley la fábrica de sus honorarios.
En sus obras sintetiza de manera magistral algunas de las emociones humanas más comunes en la sociedad. La ambición toma cuerpo, se tensan las cuerdas de la corrupción y la impunidad para trenzarse en una cuerda que parece no terminar y se antoja imposible de romper. Son los enemigos de la democracia, los señores del robo, que en nombre del bien común perpetúan al lumpen y al almidón de los cuellos blancos de las camisas para ir a misa.
El dramaturgo también nos hace ver que la moral quizá siempre es doble y el desprecio a la mujer es profundo en una sociedad donde el machismo permea. Machistlán, decía Carlos Monsiváis, es el territorio más grande del planeta.
Ahora que releo Un enemigo del pueblo y Casa de muñecas, no puedo dejar de ver el puente que construyó, sin proponérselo, Henrik Ibsen entre esa Europa del siglo XIX y los actuales pueblos miseria de Hidalgo o del estado de México, donde los cuerpos de las mujeres flotan en las aguas negras o son apenas enterradas en lotes baldíos.
No me sorprende que otro escritor nórdico, más cerca de nosotros en tiempo, se detuviera también en ese mundo sórdido en el que la misoginia parece no terminar nunca. Me refiero a Stieg Larsson, quien con sus reportajes primero y después con su magnifica trilogía Millenium nos hizo asomarnos de nuevo a ese espejo oscuro donde podemos descubrir esa misoginia cargada de sadismo, cuyos rastros encontramos día con día en lugares tan distantes y distintos como Noruega, España, Nigeria o Ecatepec.
Como siempre ocurre, Ibsen se convirtió con los años de apestado en gloria nacional y, en nuestro caso, en un referente indispensable para entender al México de nuestros días. Retrató como pocos a esa prensa liberal hasta el último cheque, a ese maridaje entre políticos y empresarios que ven en el ejercicio del poder un mecanismo patrimonial, la poca importancia que se le da a la salud pública, las campañas de odio orquestadas contra quienes las combaten, los políticos independientes que resultan peores que los cínicos del poder, la mentira y la simulación como piedra de toque, brújula, lámpara de luz perpetua para transitar por las galerías subterráneas de la democracia.
Más que a Maquiavelo conviene acercarnos a Ibsen para entender por qué ocurrió la tragedia de Tlahuelilpan o la misoginia sangrienta y perseverante en el estado de México. Pero si el enemigo del pueblo es el que nos describe Ibsen, debemos cambiar muchas cosas si no queremos tener los mismos resultados.
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