C
on la entrada en vigor del primer paquete de tarifas arancelarias impuestas por el gobierno de Donald Trump a una serie de mercancías chinas que ingresan a Estados Unidos, el día de ayer podría pasar a la historia como el inicio del fin del sistema de intercambio denominado de
libre comerciopor la reducción o abolición de todas las restricciones al paso de bienes a través de las fronteras nacionales.
Además del impacto inmediato que tendrá entre los consumidores este gravamen por 34 mil millones de dólares, la medida marca el arranque de una escalada que podría alcanzar los 900 mil millones si se concretan las contramedidas ya anunciadas por las autoridades del país asiático, y las amenazas de Trump para actuar en represalia. Como se informó en este diario, al sumar las batallas comerciales entabladas por el mandatario republicano con otros países y bloques comerciales, el daño podría alcanzar un billón 254 mil millones de dólares, es decir, más de siete por ciento del comercio global.
Resulta paradójico que Washington, actor que durante las pasadas cuatro décadas usó todas sus capacidades –con no poca frecuencia, de manera violenta e incluso criminal– para imponer la liberalización del intercambio mercantil al resto del mundo, sea quien hoy emprende el desmantelamiento de dicho proyecto. Este viraje es visto por socios y aliados como un disparate por privilegiar el comercio de bienes físicos haciendo abstracción de los sectores en los cuales Estados Unidos mantiene un marcado liderazgo sobre sus competidores, pero se explica en términos de la voluntad del magnate por explotar el descontento de las clases trabajadoras de su país hacia una política desindustrializadora que destruyó millones de empleos de calidad para remplazarlos con puestos precarios en el sector de servicios.
En efecto, debe tenerse presente que el llamado libre comercio se impuso, ante todo, para facilitar a las empresas un brutal recorte de costos mediante la relocalización de sus plantas productivas en regiones de lo que antes se denominaba Tercer Mundo –ahora eufemísticamente caracterizado como
naciones en desarrollo–, donde los trabajadores realizan las mismas labores pero perciben una fracción del salario vigente en las naciones ricas. A la vez, la posibilidad de trasladar sus operaciones a los Estados que se ofrecieran a imponer a sus propios habitantes las peores condiciones laborales, reforzó la capacidad de negociación patronal frente a sindicatos y otras instancias de protección de los trabajadores, generando una devastación global de los ingresos de los asalariados.
En el corto y mediano plazos este intento de Donald Trump por imponer una reorganización de la economía global que resulte aún más favorable a los intereses de su país traerá un deplorable daño a millones de personas que dependen del actual sistema para su subsistencia, pero es también una oportunidad, acaso única, para poner sobre la mesa la urgencia de replantear un modelo económico que sacrifica el bienestar de las mayorías en el altar de la acumulación para unos pocos. Fuente: la jornada
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