El `68, sus detractores y la impunidad
Pablo Gómez
Pablo Gómez
El movimiento estudiantil de 1968 ha sido maldecido, tergiversado, falsificado, defenestrado, desvirtuado, calumniado, quizá como ninguna otra lucha política de la historia mexicana del siglo XX.
No es sólo que los gobiernos priistas y otros partidos hayan tenido interés en justificar las atrocidades represivas, sino también que las derechas en general y algunas izquierdas en extremo oportunistas o sectarias nunca quisieron admitir la vigencia de la lucha por la democracia política como la planteó el movimiento de 1968, es decir, la libertad para todos los ciudadanos.
Se ha dicho sobre esa gesta, que llega en estos días a su cincuentenario, que fue producto de una lucha intestina en el gobierno entre quienes se disputaban la sucesión presidencial; que se trató de una provocación de la CIA; que fue resultado de una conspiración comunista doméstica aprovechando la proximidad de los Juegos Olímpicos; que existió un "plan subversivo de proyección internacional elaborado en el extranjero"; que era una moda internacional de jóvenes clasemedieros sin causa social alguna; que la represión se produjo ante la intransigencia de la dirección estudiantil; que en realidad el gobierno sí deseaba un arreglo satisfactorio y lo estaba buscando pero los líderes de los estudiantes sólo pretendían la confrontación; que el Consejo Nacional de Huelga estaba creando columnas armadas en vías de una insurrección; que esas columnas abrieron fuego contra los soldados en la Plaza de las Tres Culturas; que el Ejército fue sorprendido por el Estado Mayor Presidencial en Tlatelolco. Hay más frases sueltas, la mayoría de ellas sin referencia alguna, las cuales no pretenden más que negar el significado histórico de la lucha de la juventud intelectual de México en los años 60 o esconder el carácter represivo y despótico del poder priista.
Algunos otros han intentado explicaciones sociológicas y psicológicas sobre las causas y el desenvolvimiento de la acción estudiantil. Casi siempre se le han atribuido a los jóvenes de entonces pretensiones que nunca manifestaron, pero que, consideradas después, han servido para hacer análisis teóricos poco apegados a la historia.
Frente a los que han atacado al movimiento y ante quienes le han atribuido a éste pretensiones disimuladas o significados inescrutables, lo que al final nos queda es el movimiento mismo, su acción, su proclama, su objetivo, su forma de ser.
El movimiento estudiantil de 1968 concluyó con una derrota. De unos 50 presos políticos, por cuya libertad teníamos una huelga casi nacional de estudiantes, pasamos a contar con unos 400 luego del 2 de octubre, muchos de los cuales permanecieron en prisión casi tres años. Los jefes policiacos, responsables directos de las represiones de julio, se sostuvieron en sus cargos como si nada hubiera ocurrido. El Cuerpo de Granaderos fue mantenido como fuerza represiva de carácter político y se formaron grupos de choque sin uniforme. El Ejército siguió siendo utilizado como instrumento directo de la represión. Sólo el artículo 145 del Código Penal fue derogado, después de más de un año, por lo que obtuvieron su libertad Demetrio Vallejo y Valentín Campa, pero ya el famoso delito de disolución social había dejado de aplicarse a los presos políticos: ahora se les acusaba de homicidio, lesiones, sedición, invitación a la rebelión y 15 más.
Fue grande la depresión colectiva entre muchos miles estudiantes y entre las familias que les habían apoyado moralmente. La impotencia frente a la violencia del poder, es decir, esa situación de incapacidad para siquiera protestar, amargó la vida de muchos. Así suelen ser las derrotas.
Pero las enseñanzas grandiosas del movimiento estudiantil perduraron a pesar de todo. Ese planteamiento de libertades democráticas, justo en el país gobernado por el PRI con toda su carga autoritaria, represiva, políticamente castrante, que ello implicaba, ha sido durante 50 años un punto de referencia ineludible.
La democracia se legitimó en México en el momento preciso en que los estudiantes de México se levantaron contra el sistema político. Ya nadie pudo argumentar en contra, ni hacer del punto algo tan relativo o discutible que valiera la pena analizarlo de nuevo. Ya ninguno alcanzó a hacer valer las socorridas explicaciones de que el atraso económico mexicano o su vecindad determinaban la falta de democracia. Ya no se podía impedir que el país como tal pensara en cosas que no incluyeran su propia libertad política.
Todas las mentiras, sobreestimaciones, interpretaciones personales, sentimientos encontrados, perplejidades y justificaciones de la violencia del poder fueron cayendo poco a poco ante la contundencia de aquella lección histórica de la juventud intelectual mexicana.
Sin embargo, sigue existiendo un punto pendiente: el silencio cómplice del Poder Judicial, aquel que no ha procedido en absoluto contra los culpables y ni siquiera ha revisado los procesos de México 68, grandes monstruosidades jurídicas de indiscutible nivel histórico.
Al menos, el Poder Legislativo inscribió en ley el 2 de octubre como fecha de izamiento obligatorio de la bandera a media asta en señal de duelo, incluyendo los cuarteles. Al menos, se intentó por poco tiempo una fiscalía para abrir procesos penales contra los culpables de la represión. Mas, para el Poder Judicial hubo actos genocidas pero no personas genocidas. Esos represores y terroristas de Estado eran los más altos dignatarios, todos lo sabemos, pero los jueces se han encargado de mantenerlos en la más completa impunidad, la cual ya casi no alcanza a las personas, porque en su mayoría han muerto, pero se mantiene aquella que es la peor: la impunidad judicial histórica. Vergüenza nacional.
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