Los mismos
Luis Linares Zapata
A
llá lejos, por los inicios de la pasada campaña, corrían varias versiones sobre deseables coaliciones, unas electorales y otras para la gobernanza. Las empujaban hasta con ahínco varios actores de la escena pública. Unos eran políticos en activo, otros en aparente retiro acompasados por un núcleo de sus opinadores habituales. El supuesto era por demás parecido: para triunfar en las votaciones es necesario coaligarse. Y, para la posibilidad de gobernar, una vez vencido en las urnas, había que continuar por esa misma senda. Esta última debía ser vista como obligada consecuencia de la primera.
La coalición que formaron los partidos Acción Nacional, de la Revolución Democrática y escoleta Movimiento Ciudadano causó gran revuelo entre la crítica especializada, las redes sociales y demás confines de la comunicación. Era una hazaña la que habían logrado esos partidos, según la narrativa, en ese entonces, impuesta a severos y repetidos golpes difusivos. El adalid de la tentativa no era otro que el calificado de joven maravilla (Ricardo Anaya). Hasta ese entonces ocupante del segundo lugar en las preferencias del electorado pero en ascenso que se calificaba como promisorio. Se había encontrado, entre las expectativas posibles, una alternativa adicional para emparejarse y ganarle, según versiones interesadas, al indeseable puntero. Se fortalecía, por entonces, la profecía extendida por la opinocracia de que la lucha por el poder ejecutivo sería en los tercios de la escala. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) ya chocaba, se afirmaba con entusiasmo, contra su histórico techo de 36 por ciento de las simpatías medidas. Al dúo siguiente le quedaba, sin embargo, todo un trecho por superar para igualarlo o, incluso, rebasarlo. Pero la esperanza no decaía entre los apoyadores de la continuidad, faltaba un amplísimo camino por recorrer. ¡Todo podía cambiar! era la cantaleta que finiquitaba los sesudos alegatos de los enterados.
Se urgía a la élite priísta para que
destaparaa su candidato que, a continuación, resultó una figura ajena a la militancia de rango. Y, ha partir de conocerse el nombre del agraciado con la venia superior, ocupó, sin dudas válidas, el tercer lugar designado por la ciudadanía. Ya no hubo, de ese tiempo en adelante, sorpresa alguna.
AMLO continuó su ruta ascendente dejando tras de sí una amplia brecha irremontable hasta obtener el ahora famoso 53 por ciento. La consistencia revelada paso a paso por las encuestas de opinión fue en verdad el fenómeno relevante que no se quiso aceptar. Durante largo trecho la crítica no se resignó a explorar el panorama que tenía delante. Los miedos al espantajo, publicitado con tanta enjundia y autoridad, se había convertido en lo temido. La continuidad entraba así en una zona de peligros que, aunque repetidos con tintes de zozobra, no incidían en trastocar la tendencia del preferido.
Por estos movidos días, la actualidad poselectoral está siendo debatida con entendible vehemencia, sobre todo por aquellos que recibieron el inclemente batacazo de la votación. Todos los posibles detalles de los programas y pronunciamientos que salen del entorno del ahora llamado candidato triunfante se espulgan con alarma y rijoso ánimo. Es prudente y necesario que ese trabajo se lleve a cabo de la manera más exhaustiva posible. Todo es perfectible ciertamente. Eso no excluye el combate, cuerpo a cuerpo, para detener o mediatizar lo que parece inminente: el cambio de régimen. Un cambio que se extiende, para algunos pocos, sobre terrenos inexplorados por los habituales de los privilegios ahora en franca cuestión. El firmamento comunicativo, todavía intacto, despliega sus visiones y trata de condicionar en su favor lo que todavía parece posibilidad. Muy poca diferencia se nota entre los pasados integrantes de ese firmamento profético fracasado y los que ahora buscan sus nuevos lugares en el reacomodo venidero.
A los partidos que fueron relegados a lugares inesperados se les presenta delante un largo y muy penoso periodo de auscultación interior. El más peliagudo es el que experimenta el priísmo. La derrota para ellos fue total y sin miramiento social alguno. Su élite se agrupa desconcertada para salvar el agujereado pellejo que le queda. Ha hecho un recambio de directiva que deja asomar su extravío. Trata, como en otras ocasiones ha hecho, de aparentar consternación y valentía. Alega haber apechugado el mensaje ciudadano y afirma que se lanzará, sin titubeos, a una reforma integral. No sabe en qué dirección, pero ya nombró a los conductores. Ciertos de ellos se han lanzado a la palestra para anunciar los cauces de su venidera aventura crítica. Sin duda, les aguarda una experiencia por completo ajena a las pulsiones y usuales simulaciones de su jerarquía. Esta claque no acepta, de nueva cuenta, ser la misma que llevó al priísmo al barranco de manera consistente en tiempo, estrategia y posiciones.
Allá ellos.
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