Ayotzinapa, el llanto de la muerte
Marcos Roitman Rosenmann
¿C
ómo reflexionar Ayotzinapa? Todo está dicho. Tras un año de engaños oficiales, farsas, tretas, alguna que otra detención y dimisiones menores, nada parece remover la conciencia de los responsables políticos. Muchos gestos, lágrimas y arrepentimientos. La nueva procuradora general de la República, Arely Gómez, no escatima en señalar que tomará en cuenta los estudios que desmienten la versión
oficiosa, mantenida como verdad sagrada por el gobierno y las instituciones federales y estaduales. Horrorizada, se rasga las vestiduras, pide comprensión, pero sufre un ataque de amnesia, no sabe, no contesta, cuando le interrogan sobre quién ordenó redactar los informes espurios o quién dio el visto bueno para convertir el cuerpo desollado de Julio Cesar Mondragón en un espectáculo. Mientras, los 43 estudiantes desaparecidos no pueden ser enterrados ni recuperar su identidad. Caídos en la guerra contrainsurgente sus cuerpos no existen.
Aunque el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, se empecinara en proclamar la existencia de una
verdad histórica, tan maniquea como absurda. Los estudiantes fueron detenidos por la policía de Iguala y Cocula, entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, torturados, asesinados y posteriormente incinerados en el basurero del municipio de Cocula. Fin del relato.
Hablar de Ayotzinapa es abrir la puerta a la muerte. Una masacre teñida de sinsentido, odios y la cultura de la violencia. Los adjetivos se antojan groseros. Las palabras no calman ni curan los dolores del alma. Sólo existe un camino para reparar tanta ignominia, detener a los responsables políticos.
Verdad, justicia y responsabilidad política son demandas que han recorrido el mundo. En Madrid, París, Buenos Aires y Barcelona se han escuchado las voces de dolor y muerte, de esperanza y compromiso, dignidad y perseverancia de los familiares que han dicho su palabra y han puesto en evidencia las mentiras del gobierno. Hoy los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, les da la razón. Un integrante de la comisión, Carlos Beristáin, fue lapidario:
Ese evento, tal y como ha sido descrito, no pasó. Los estudiantes no pudieron ser incinerados en el basurero de Cocula. Además, señalan, durante la investigación se cometieron múltiples errores periciales, se obviaron hechos y se destruyeron evidencias. De estar vivo Jorge Luis Borges, Murillo Karam y sus secuaces hubiesen ocupado un lugar preeminente en su conocida obra Historia universal de la infamia.
Borges no dudaría en incorporar a los actuantes: gobernadores, alcaldes, policías, militares, jueces, fiscales, procuradores, ministros y presidente como aquellos enemigos públicos que envilecen la condición humana. Sólo apostillaría para dar cuenta del significado de la masacre:
para morir hay que estar vivo.
La detención, tortura, asesinato y desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa no puede entenderse como un excedente de violencia. Un hecho excepcional e irracional producto de mentes enfermizas, políticos corruptos, del crimen organizado ocárteles de narcotraficantes. Son actos que deben incorporarse a una percepción que se ha extendido entre la ciudadanía mexicana. El país, declaran sus autoridades civiles y militares, está en guerra y dicha guerra acarrea víctimas, cuyos números seguirán en aumento.
En un trabajo inédito: El miedo y la cultura de la guerra: México un caso de estudio, la socióloga María José Rodríguez Rejas, profesora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, nos recuerda:
la cultura de la violencia y guerra nos rodea, nos envuelve y se introduce en nuestras vidas con rapidez inusitada. Nos hemos acostumbrado a vivir en medio de la violencia y la guerra con muertos, desaparecidos, torturados, desplazados; con militares y policías-militares que patrullan las calles en una demostración de fuerza, subametralladora en mano; con delincuentes que a plena luz del día, también armados, cobran su cuota de extorsión en los negocios.
La guerra se interioriza y la muerte pasa a dominar el escenario. Una cultura de la violencia. El general francés, Roger Trinquier precursor de la guerra moderna antiterrorista y contra las guerrillas lo dijo sin rodeos:
las escuelas militares encargadas de enseñar la clásica doctrina de la guerra descansan en una serie de factores interesantes: la misión, el enemigo, el terreno y los recursos. Pero, por lo general omiten un factor que nosotros consideramos esencial en la guerra moderna: el habitante. El campo de batalla moderno ha dejado de ser un campo limitado. Ahora tiene proporciones considerables y es capaz de envolver a naciones enteras. Y en esta lucha el habitante, en su casa, es el centro del conflicto (...) porque en cierto sentido el habitante es también un combatiente.
La guerra moderna no presenta fisuras, se adueña de la esfera pública y privada. La violencia, en el caso de México, vuelve a recordarnos María José Rodríguez Rejas:
adopta todas las formas de violencia conocida y da cuenta de la brutalidad del daño corporal y de la centralidad del cuerpo en la contienda: degollados, despellejados, descuartizados, diluidos en ácido, cremados, etcétera.
La muerte se ha convertido en la razón por excelencia de la guerra moderna contrainsurgente. Todos son potenciales enemigos, la juventud, las mujeres, los ancianos, las madres, los maestros, los intelectuales, los sindicalistas, los defensores de los derechos humanos, los pueblos originarios, así como movimientos sociales que cuestionen el sistema neoliberal, levanten la voz contra la desigualdad, la explotación y el colonialismo interno.
A un año de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, hay una verdad histórica: fue un crimen de Estado perfectamente planificado. Sus responsables deben ser juzgados por haber cometido crímenes de lesa humanidad. El objetivo democrático sigue siendo el mismo: vivos se los llevaron, vivos los queremos.
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