¿Y después de la pandemia?
Vilma Fuentes
U
n sentimiento de irrealidad se apodera, a veces, del espíritu humano cuando se interrumpe el ritmo cotidiano de la vida y se pierden los hábitos de cada día. Sensación extraña que nos vuelve extranjeros a nosotros mismos: el suelo que pisamos a diario parece distinto, las calles que caminábamos ayer se ven diferentes, la ciudad donde vivimos es ahora otra, desconocida. Terminamos, entonces, por preguntarnos a dónde nos dirigíamos antes, qué buscábamos, qué sentido tenían antes las cosas.
Impresión de irrealidad que puede ser efímera y muy pronto olvidada, pero que puede extenderse y tomar el lugar de lo que era lo real: volverse la realidad. Las grandes catástrofes, las calamidades planetarias, en fin, esas situaciones donde nadie puede presumir de salir indemne de la hecatombe, se imponen de repente al hacer irrupción, acostumbrándonos después, poco a poco, a su vecindad y a sus consecuencias.
La pandemia del coronavirus aporta cada día, cada hora, su lote de sorpresas, más aplastante una que otra. Una de las últimas es la prohibición hecha, en ciertos casos, a la familia y a los próximos, de asistir a las exequias de su difunto. Ninguna ceremonia, ninguna manifestación luctuosa: las medidas de seguridad son acaso legítimas por razones de precaución sanitaria. No son por ello menos despiadadas. Así, además del dolor del luto, los desdichados sufren la pena de no poder acompañar, el día de su sepultura, a la persona amada al cementerio, donde le rendirían el homenaje hecho con las lágrimas de la separación, el último adiós. La crueldad de algunos destinos parece, en ocasiones, no conocer límites. Sobra de qué perder la razón y volverse loco. No queda sino aceptar que la suerte reservada a la especie humana es la más cruel de todas porque hombres y mujeres gozan del triste privilegio de tener conciencia de lo que les está reservado. ‘‘El hombre está necesariamente loco, y es por otro giro de locura que cree no estar loco”, escribe el matemático y filósofo Blaise Pascal, al revelar con este pensamiento que la fatalidad de su destino trágico debe necesariamente volver loco al ser que toma conciencia del aterrador trayecto de la vida.
Una gran catástrofe como esta pandemia que se extiende en la actualidad con el Covid-19 no amenaza solamente el cuerpo y la salud física de quienes son contaminados, atenta asimismo contra el equilibrio mental de todos, enfermos o sanos. En estos momentos, la muerte, que cada quien se esfuerza en olvidar en periodo ordinario, entregándose a todas las distracciones posibles, o incluso tomando la decisión de consagrarse al trabajo, remedio excelente, droga eficaz para ahuyentar los tristes pensamientos mortíferos, hasta el día en que la pandemia impone el recuerdo y la presencia de las muerte en todos los espíritus perturbados, la mente alterada ante lo inconcebible de la propia desaparición. Ya no es cuestión de olvidarla: la muerte se ha vuelto la obsesión cotidiana de todos y cada uno. Los diarios, los medios de comunicación, radio y televisión, las mensajerías de las computadoras, las redes sociales transmiten sin cesar las cifras de contaminados y muertos que aumentan hora tras hora, de un lado a otro del planeta.
Por fortuna, la mente humana, aunque asediada por la presencia de la muerte en estos tiempos nefastos, sabe encontrar escapatorias para huirla, urdir escenarios donde las cosas cambian aunque no sea sino para seguir iguales, ingeniárselas para dar una vuelta de tuerca y alejar sombras funestas. Esas que se arrastran, solitarias, en ciudades fantasmas como París ahora. Se debate, se predice, se adivina. Al cabo de la pandemia, las cosas serán distintas. ¿Triunfarán neoliberalismo, mundialización, orden financiero único, pauperización de la mayoría o se impondrán nacionalismo, soberanía de estados, fronteras, xenofobia? ¿Y si dejáramos dejar venir un futuro sorpresivo? ¿O escogemos olvidar y volver al pasado, al antes ya conocido?
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