Contagio social: guerra de clases microbiológica en China
24/03/2020 | Chuang
Publicamos la traducción de un artículo sobre la influencia del sistema capitalista mundial en una nueva epidemia vírica; en este caso, el coronavirus en China. Originalmente se publicó el 6 de febrero de 2020 en el sitio web de Chuang, a cargo de un grupo de comunistas chinos que critican tanto el “capitalismo de Estado” del Partido Comunista Chino como la versión neoliberal de los movimientos de “liberación” de Hong Kong. En su sitio web publican, además de los artículos de su blog, una revista temática que ya tiene una edición en inglés. Red.
El horno
Wuhan es conocido coloquialmente como uno de los cuatro hornos de China por su opresivo verano húmedo y caluroso, que comparte con Chongqing, Nankín y alternativamente con Nanchang o Changsha, ciudades bulliciosas de larga historia, situadas a lo largo o cerca del valle del río Yangtsé. De las cuatro, Wuhan también está salpicada de hornos en sentido estricto: el enorme complejo urbano constituye una especie de núcleo de la fabricación de acero y hormigón y de otras industrias relacionadas con la construcción en China. Su paisaje está salpicado de altos hornos de enfriamiento lento de las demás fundiciones de hierro y acero de propiedad estatal, ahora afectadas por la sobreproducción y obligadas a una nueva y polémica ronda de cierres y despidos, privatizaciones y reestructuraciones generales, que ha dado lugar a varias huelgas y protestas de gran envergadura en los últimos cinco años. La ciudad es ante todo la capital de la construcción de China, lo que significa que ha desempeñado un papel especialmente importante en el período posterior a la crisis económica mundial, ya que aquellos fueron los años en que el crecimiento chino se vio impulsado por la canalización de inversiones hacia proyectos de infraestructura e inmobiliarios. Wuhan no solo alimentó esta burbuja con su abundante oferta de materiales de construcción y obra pública, sino que también, al hacerlo, se convirtió ella misma en exponente del boom inmobiliario. Según nuestros cálculos, en 2018-2019 la superficie total dedicada a obras de construcción en Wuhan equivalía al tamaño de la isla de Hong Kong en su conjunto.
Pero ahora este horno, motor de la economía china tras la crisis, parece que se enfría, al igual que los hornos que se encuentran en las fundiciones de hierro y acero. Aunque este proceso ya estaba en marcha, la metáfora ya no es simplemente económica, puesto que la ciudad, antaño bulliciosa, ha estado aislada durante más de un mes y sus calles se han vaciado por orden gubernativa: “La mayor contribución que podéis hacer es: no os juntéis, no provoquéis el caos”, rezaba un titular del diario Guangming, del departamento de propaganda del Partido Comunista Chino (PCC). Hoy en día, las nuevas y amplias avenidas de Wuhan y los relucientes edificios de acero y cristal que las coronan, están todos fríos y vacíos, cuando el invierno atraviesa el Año Nuevo Lunar y la ciudad se estanca bajo la constricción de la cuarentena generalizada. Aislarse es un buen consejo para cualquier persona en China, donde el brote del nuevo coronavirus (recientemente rebautizado con el nombre de SARS-CoV-2 y su enfermedad con el de COVID-19) ha matado a más de dos mil personas; más que su predecesora, la epidemia de SARS de 2003. El país entero está paralizado, como lo estuvo durante el SARS. Las escuelas están cerradas y la gente está confinada en sus casas en todo el país. Casi toda la actividad económica se detuvo por la fiesta del Año Nuevo Lunar, el 25 de enero, pero la pausa se extendió durante un mes para frenar la propagación de la epidemia. Los hornos de China parecen haber dejado de quemar, o por lo menos no contienen más que brasas incandescentes. En cierto modo, sin embargo, la ciudad se ha convertido en otro tipo de horno, ya que el coronavirus arde a través de su numerosa población como una gran fiebre.
El brote se ha achacado incorrectamente a toda clase de causas, desde la conspiración y/o la liberación accidental de una cepa de virus del Instituto de Virología de Wuhan –una afirmación dudosa, difundida en redes sociales, particularmente a través de publicaciones paranoicas en Facebook de Hong Kong y Taiwán, pero ahora impulsada por medios de comunicación conservadores e intereses militares en Occidente–, hasta la propensión de los chinos a consumir alimentos sucios o extraños, ya que el brote de virus está relacionado con murciélagos o serpientes vendidas en un mercado semiilegal de animales vivos, especializado en fauna silvestre y exótica (aunque esta no fue la fuente originaria). Ambas acusaciones reflejan el evidente belicismo y orientalismo común a las informaciones sobre China, y una serie de artículos han señalado este hecho fundamental. Pero incluso estas respuestas suelen centrarse exclusivamente en cuestiones de cómo se percibe el virus en la esfera cultural, dedicando mucho menos tiempo a indagar en la dinámica mucho más brutal que se oculta bajo el frenesí de los medios de comunicación.
Una variante un poco más compleja entiende al menos las consecuencias económicas, aunque exagera las posibles repercusiones políticas por efecto retórico. Aquí encontramos a los sospechosos habituales, que van desde los consabidos políticos belicistas hasta los que se aferran a la perla derramada del alto liberalismo: las agencias de prensa, desde la National Review hasta el New York Times, ya han insinuado que el brote puede provocar una “crisis de legitimidad” del PCC, a pesar de que apenas se percibe el halo de una revuelta en el aire. Pero el núcleo de verdad de estas predicciones radica en su comprensión de las dimensiones económicas de la cuarentena, algo que difícilmente podrían perderse los periodistas con carteras de acciones más gruesas que sus cráneos. Porque el hecho es que, a pesar del llamamiento del gobierno a aislarse, la gente puede verse pronto obligada a juntarse para atender las necesidades de la producción. Según las últimas estimaciones iniciales, la epidemia ya provocará que el PIB de China se reduzca a un 5 % este año, por debajo de su ya de por sí débil tasa de crecimiento del 6 % del año pasado, la más baja en tres décadas. Algunos analistas han dicho que el crecimiento en el primer trimestre podría descender al 4 % o menos, y que esto podría desencadenar algún tipo de recesión mundial. Se ha planteado una pregunta impensable hasta ahora: ¿qué le sucede realmente en la economía mundial cuando el horno chino comienza a enfriarse?
Dentro de la propia China, la trayectoria final de este proceso es difícil de predecir, pero de momento ya ha dado lugar a un raro fenómeno colectivo de cuestionamiento y aprendizaje sobre la sociedad. La epidemia ha infectado directamente a casi 80.000 personas (según el cálculo más conservador), pero ha supuesto una conmoción para la vida cotidiana bajo el capitalismo de 1.400 millones de personas, atrapadas en un momento de autorreflexión precaria. Este momento, aunque dominado por el miedo, ha hecho que todos se hagan simultáneamente algunas preguntas profundas: ¿Qué va a ser de mí? ¿De mis hijos, mi familia y mis amigos? ¿Tendremos suficiente comida? ¿Me pagarán? ¿Podré pagar el alquiler? ¿Quién es responsable de todo esto? De una manera extraña, la experiencia subjetiva se parece a la de una huelga de masas, pero que, por su carácter no espontáneo, de arriba abajo y especialmente por su involuntaria hiperatomización, ilustra los enigmas básicos de nuestro propio presente político opresivo de una manera tan clara como las verdaderas huelgas de masas del siglo pasado, que dilucidaron las contradicciones de su época. La cuarentena, entonces, es como una huelga vaciada de sus características colectivas, pero que es, sin embargo, capaz de causar un profundo choque tanto psicológico como económico. Este hecho por sí solo la hace digna de reflexión.
Por supuesto, la especulación sobre la inminente caída del PCC es una tontería predecible, uno de los pasatiempos favoritos de The New Yorker y The Economist. Mientras tanto, se aplican los protocolos normales de supresión mediática, en los que los artículos de opinión abiertamente racistas publicados en los medios tradicionales son contrarrestados por un enjambre de artículos de opinión en Internet que polemizan con el orientalismo y otras facetas ideológicas. Pero casi toda esta discusión se queda en el nivel de la representación –o, en el mejor de los casos, de la política de contención y de las consecuencias económicas de la epidemia–, sin profundizar en las cuestiones de cómo se producen estas enfermedades en primer lugar, y mucho menos en su difusión. Sin embargo, ni siquiera esto es suficiente. No es el momento de un simple ejercicio de scubidú marxista que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡ha sido el capitalismo el que ha causado el coronavirus! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?
En este sentido, el brote presenta dos oportunidades para la reflexión. En primer lugar, se trata de una apertura instructiva en la que podríamos examinar cuestiones sustanciales sobre la forma en que la producción capitalista se relaciona con el mundo no humano en un plano más fundamental: en resumen, el mundo natural, incluidos sus sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin hacer referencia a la forma en que la sociedad organiza la producción (porque, de hecho, ambos aspectos no están separados). Al mismo tiempo, esto es un recordatorio de que el único comunismo que merece este nombre es el que incluye el potencial de un naturalismo plenamente politizado. En segundo lugar, también podemos utilizar este momento de aislamiento para nuestra propia reflexión sobre el estado actual de la sociedad china. Algunas cosas solo se aclaran cuando todo se detiene de forma inesperada, y un parón de este tipo no puede por más que sacar a la luz tensiones que estaban ocultas. A continuación, pues, exploraremos estas dos cuestiones, mostrando no solo cómo la acumulación capitalista produce tales plagas, sino también cómo el momento de la pandemia es en sí mismo un caso contradictorio de crisis política, que hace visibles a las personas los potenciales y las dependencias invisibles del mundo que les rodea, al tiempo que ofrece otra excusa más para la extensión creciente de los sistemas de control en la vida cotidiana.
La generación de plagas
El virus que subyace a la epidemia actual (SARS-CoV-2), al igual que su predecesor, el SARS-CoV de 2003, así como la gripe aviar y la gripe porcina que le precedieron, se gestó en el nexo entre economía y epidemiología. No es casualidad que tantos de estos virus hayan tomado el nombre de animales: la propagación de nuevas enfermedades a la población humana es casi siempre producto de lo que se llama transferencia zoonótica, que es una forma técnica de decir que tales infecciones saltan de los animales a los humanos. Este salto de una especie a otra está condicionado por aspectos como la proximidad y la regularidad del contacto, todo lo cual construye el entorno en el que la enfermedad se ve obligada a evolucionar. Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia, también cambian las condiciones en las que evolucionan tales enfermedades. Detrás de los cuatro hornos, por tanto, se halla un horno más fundamental que sostiene los centros industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal en que nacen plagas cada vez más devastadoras, se transforman, inducidas a realizar saltos zoonóticos y entonces lanzadas agresivamente a través de la población humana. A esto se añaden procesos igualmente intensos que tienen lugar en los márgenes de la economía, donde las personas que se ven empujadas a realizar incursiones agroeconómicas cada vez más extensas en ecosistemas locales encuentran cepas salvajes. El coronavirus más reciente, en sus orígenes salvajes y su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra nueva era de plagas político-económicas.
La idea básica en este caso la desarrollan más a fondo biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo libro Big Farms Make Big Flu, publicado en 2016, detalla la conexión existente entre la agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias, desde el SARS hasta el ébola.[1] Al rastrear la propagación del H5N1, también conocido como gripe aviar, resume varios factores geográficos clave para esas epidemias que se originan en el núcleo productivo:
Los paisajes rurales de muchos de los países más pobres se caracterizan ahora por una agroindustria no regulada que presiona sobre los arrabales periurbanos. La transmisión no controlada en zonas vulnerables aumenta la variación genética con la que el H5N1 puede desarrollar características específicas para el ser humano. Al extenderse por tres continentes, el H5N1 de rápida evolución también entra en contacto con una variedad cada vez mayor de entornos socioecológicos, incluidas las combinaciones locales específicas de los tipos de huéspedes predominantes, las modalidades de cría de aves de corral y las medidas de sanidad animal.[2]
Esta propagación, por supuesto, viene impulsada por los circuitos comerciales mundiales y las migraciones regulares de mano de obra que definen la geografía económica capitalista. El resultado es un tipo de creciente selección démica a través de la cual el virus halla un mayor número de trayectorias evolutivas en un tiempo más corto, con lo que las variantes más aptas se imponen a las demás.
Pero este es un aspecto fácil de entender, que ya es común en la prensa dominante: el hecho de que la globalización facilita una propagación más rápida de estas enfermedades; aunque en este caso con un añadido importante, viendo cómo este mismo proceso de circulación también estimula al virus a mutar más rápidamente. La verdadera cuestión, sin embargo, es anterior: antes de que la circulación aumente la resiliencia de esas enfermedades, la lógica básica del capital ayuda a situar cepas víricas que estaban aisladas o eran inofensivas en entornos hipercompetitivos que favorecen la adquisición de rasgos específicos que causan las epidemias, como un rápido ciclo de vida del virus, la capacidad de realizar saltos zoonóticos entre especies portadoras y la capacidad de desarrollar rápidamente nuevos vectores de transmisión. Estas cepas suelen destacar precisamente por su virulencia. En términos absolutos, parece que el desarrollo de cepas más virulentas tendría el efecto contrario, ya que matar antes al huésped da menos tiempo para que el virus se propague. El resfriado común es un buen ejemplo de este principio, ya que generalmente mantiene niveles bajos de intensidad que facilitan su distribución generalizada en la población. Pero en determinados entornos, la lógica opuesta tiene mucho más sentido: cuando un virus tiene numerosos huéspedes de la misma especie en estrecha proximidad, y especialmente cuando estos huéspedes ya pueden tener ciclos de vida acortados, el aumento de la virulencia se convierte en una ventaja evolutiva.
De nuevo, el ejemplo de la gripe aviar es muy claro. Wallace señala que los estudios han demostrado que “no hay cepas endémicas altamente patógenas [de gripe] en las poblaciones de aves silvestres, que son el reservorio-fuente último de casi todos los subtipos de gripe”.[3] En cambio, las poblaciones domesticadas agrupadas en explotaciones agroindustriales parecen mostrar una clara relación con esos brotes, por razones obvias:
Los crecientes monocultivos genéticos de animales domésticos eliminan cualquier cortafuegos inmunológico que pueda existir para frenar la transmisión. Los tamaños y las densidades de población más grandes facilitan mayores tasas de transmisión. Tales condiciones de hacinamiento reducen la respuesta inmunológica. La elevada rotación, que forma parte de cualquier producción industrial, aporta un suministro continuamente renovado de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia.[4]
Y, por supuesto, cada una de estas características es consecuencia de la lógica de la competencia industrial. En particular, la rápida tasa de rotación en estos contextos tiene una dimensión biológica muy marcada: “Tan pronto como los animales industriales alcanzan la masa adecuada, son sacrificados. Las infecciones de gripe residentes deben alcanzar rápidamente su umbral de transmisión en cualquier animal dado […]. Cuanto más rápido se produzcan los virus, mayor será el daño al animal.”[5] Irónicamente, el intento de suprimir tales brotes mediante la eliminación masiva –como en los recientes casos de peste porcina africana, que provocaron la pérdida de casi una cuarta parte de la oferta mundial de carne de cerdo– puede tener el efecto no deseado de aumentar aún más esta presión selectiva, induciendo así la evolución de cepas hipervirulentas. Aunque tales brotes se han producido históricamente en especies domesticadas, a menudo después de períodos de guerra o catástrofes ambientales que ejercen una mayor presión sobre las poblaciones de ganado, es innegable que el aumento de la intensidad y de la virulencia de tales enfermedades ha seguido a la expansión de la producción capitalista.
Historia y etiología
Las plagas son en gran medida la sombra de la industrialización capitalista, mientras que también actúan como sus precursoras. Los casos evidentes de viruela y otras pandemias introducidas en América del Norte son un ejemplo demasiado simple, ya que su intensidad se vio incrementada por la separación prolongada de las poblaciones a través de la geografía física; y esas enfermedades, sin embargo, ya habían adquirido su virulencia a través de las redes mercantiles precapitalistas y la urbanización temprana en Asia y Europa. Si, en cambio, miramos a Inglaterra, donde el capitalismo surgió primero en el campo en forma de desalojo masivo de campesinos del mundo rural para ser reemplazados por monocultivos de ganado, vemos los primeros ejemplos de estas plagas propias del capitalismo. En la Inglaterra del siglo XVII ocurrieron tres pandemias diferentes, de 1709 a 1720, de 1742 a 1760 y de 1768 a 1786. El origen de cada una fue el ganado importado del continente europeo, infectado por las habituales pandemias precapitalistas que siguieron a los combates. En Inglaterra, el ganado había comenzado a concentrarse de nuevas maneras, y la introducción del ganado infectado se propagaría entre la población de forma mucho más agresiva que en el continente. No es casual, entonces, que los brotes se centraran en las grandes vaquerías de Londres, que ofrecían entornos ideales para la intensificación de los virus.
En última instancia, cada uno de los brotes fue contenido mediante una eliminación selectiva y temprana en menor escala, combinada con la aplicación de prácticas médicas y científicas modernas, en esencia similares a la forma en que se sofocan esas epidemias hoy en día. Este es el primer ejemplo de lo que se convertiría en una pauta clara, imitando la de la propia crisis económica: colapsos cada vez más intensos que parecen poner a todo el sistema al borde del abismo, pero que en última instancia se superan mediante una combinación de sacrificios masivos que despejan el mercado/población y una intensificación de los avances tecnológicos; en este caso con prácticas médicas modernas y nuevas vacunas, que a menudo llegan demasiado tarde y en cantidad insuficiente, pero que sin embargo ayudan a hacer limpieza tras la devastación.
Sin embargo, este ejemplo de la patria del capitalismo debe venir acompañado de una explicación de los efectos que las prácticas agrícolas capitalistas tuvieron en su periferia. Mientras que las pandemias de ganado de Inglaterra en su fase capitalista temprana pudieron contenerse, los efectos en otros lugares fueron mucho más devastadores. El ejemplo con mayor impacto histórico es probablemente el del brote de peste bovina en África, que tuvo lugar en la década de 1890. La fecha en sí no es una coincidencia: la peste bovina había asolado Europa con una intensidad que seguía de cerca el fuerte crecimiento de la agricultura, solo frenada por el avance de la ciencia moderna. A finales del siglo XIX, el imperialismo europeo llegó a su apogeo, materializado con la colonización de África. La peste bovina se importó de Europa a África Oriental con los italianos, que intentaron de alcanzar a otras potencias imperiales colonizando el Cuerno de África mediante una serie de campañas militares. Estas campañas terminaron en su mayor parte en fracaso, pero la enfermedad se propagó luego entre la cabaña ganadera indígena y finalmente llegó a Sudáfrica, donde devastó la primera economía agrícola capitalista de la colonia, llegando incluso a matar el rebaño en la finca del infame y autoproclamado supremacista blanco Cecil Rhodes. El efecto histórico más amplio fue innegable: al matar hasta el 80-90 % de todo el ganado, la plaga provocó una hambruna sin precedentes en las sociedades predominantemente pastoriles del África subsahariana. A esta despoblación le siguió la colonización invasiva de la sabana por el espino, que creó un hábitat idóneo para la mosca tse-tsé, portadora de la enfermedad del sueño que impide el pastoreo del ganado. Esto aseguró que la repoblación de la región después de la hambruna fuera limitada, y permitió una mayor expansión de las potencias coloniales europeas en todo el continente.
Además de inducir periódicamente crisis agrícolas y crear las condiciones apocalípticas que ayudaron a que el capitalismo floreciera más allá de sus primeras fronteras, esas plagas también han atormentado al proletariado en el propio núcleo industrial. Antes de volver a los numerosos ejemplos más recientes, vale la pena señalar de nuevo que simplemente no hay nada exclusivamente chino en el brote de coronavirus. Las explicaciones de por qué tantas epidemias parecen surgir en China no son culturales: se trata de una cuestión de geografía económica. Esto queda muy claro si comparamos China con EE UU o Europa, cuando estos últimos eran centros de producción mundial y de empleo industrial masivo.[6] Y el resultado es esencialmente idéntico, con las mismas características. La muerte del ganado en el campo se combinó en la ciudad con malas prácticas sanitarias y una contaminación generalizada. Esto centró los primeros esfuerzos de reforma liberal-progresista en los barrios de clase trabajadora, reflejados en la recepción de la novela de Upton Sinclair La jungla, escrita originalmente para documentar el sufrimiento de los trabajadores inmigrantes en la industria cárnica, pero que fue retomada por los liberales ricos, preocupados por los quebrantos de salud y en general las condiciones insalubres en que se preparaban sus propios alimentos.
Esta indignación liberal ante la inmundicia, con todo su racismo implícito, todavía define lo que podríamos concebir como ideología automática de la mayoría de las personas cuando se enfrentan a las dimensiones políticas de algo así como las epidemias de coronavirus o SARS. Pero los trabajadores apenas pueden controlar las condiciones en las que trabajan. Sobre todo, mientras que las condiciones insalubres se filtran fuera de la fábrica a través de la contaminación de los suministros de alimentos, esta contaminación es realmente solo la punta del iceberg. Tales condiciones son la norma ambiental para aquellos que trabajan en ellas o viven en asentamientos proletarios cercanos, y estas condiciones inducen mermas del nivel de salud de la población que facilitan la propagación del vasto conjunto de plagas del capitalismo. Tomemos, por ejemplo, el caso de la gripe española, una de las epidemias más mortíferas de la historia. Fue uno de los primeros brotes de H1N1 (relacionada con brotes más recientes de gripe porcina y aviar), y durante mucho tiempo se supuso que de alguna manera era cualitativamente diferente de otras variantes de la gripe, dado su elevado número de víctimas mortales. Si bien esto parece ser en parte cierto (debido a la capacidad de la gripe de inducir una reacción excesiva del sistema inmunológico), en exámenes posteriores de la bibliografía y en investigaciones epidemiológicas históricas se comprobó que tal vez no fuera mucho más virulenta que otras cepas. En cambio, su elevada tasa de mortalidad probablemente se debió sobre todo a la malnutrición generalizada, al hacinamiento urbano y a las condiciones de vida generalmente insalubres en las zonas afectadas, lo que fomentó no solo la propagación de la propia gripe, sino también el cultivo de superinfecciones bacterianas sobre la infección vírica subyacente.[7]
En otras palabras, el número de muertes causadas por la gripe española, aunque se achacó a una aberración impredecible del carácter del virus, se debió en la misma medida a las condiciones sociales imperantes. Al mismo tiempo, la rápida propagación de la gripe fue posible gracias al comercio global y la guerra mundial, que en ese momento se centraban en los imperialismos rápidamente cambiantes que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial. Y volvemos a encontrar una historia ya conocida de cómo se produjo una cepa tan mortal de gripe: aunque el origen exacto sigue siendo algo turbio, se supone ahora que se originó en cerdos o aves de corral, probablemente en Kansas. El momento y el lugar son sintomáticos, ya que los años de posguerra fueron una especie de punto de inflexión para la agricultura estadounidense, que experimentó la aplicación generalizada de métodos de producción cada vez más mecanizados y de tipo industrial. Estas tendencias se intensificaron a lo largo de la década de 1920, y la aplicación masiva de tecnologías como la cosechadora indujo tanto una monopolización gradual como un desastre ecológico, cuya combinación dio lugar a la crisis del Dust Bowl y a la subsiguiente migración masiva. La concentración intensiva de ganado que caracterizaría más tarde las explotaciones industriales no había surgido todavía, pero las formas más básicas de concentración y rendimiento intensivo que ya habían causado epidemias de ganado en toda Europa eran ahora la norma. Si las epidemias de ganado inglesas del siglo XVIII fueron el primer caso de una plaga de ganado claramente capitalista, y el brote de peste bovina de la década de 1890 en África el mayor de los holocaustos epidemiológicos del imperialismo, la gripe española puede entenderse entonces como la primera de las plagas del capitalismo en el seno del proletariado.
La Edad Dorada
Los paralelismos con el actual caso chino saltan a la vista. El COVID-19 no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas dentro del sistema capitalista mundial y a través del mismo ha moldeado el sistema de sanidad del país y el estado de la salud pública en general. Por consiguiente, la epidemia, por novedosa que sea, es similar a otras crisis de salud pública anteriores a ella, que suelen producirse casi con la misma regularidad que las crisis económicas y que se consideran de manera similar en la prensa popular, como si se tratara de acontecimientos aleatorios, cisnes negros, totalmente impredecibles y sin precedentes. La realidad, sin embargo, es que estas crisis sanitarias se ajustan a sus propios patrones caóticos y cíclicos de recurrencia, facilitadas por una serie de contradicciones estructurales incorporadas a la naturaleza de la producción y a la vida proletaria bajo el capitalismo. Como en el caso de la gripe española, el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado tras el esplendor de las ciudades relucientes y las grandes fábricas. La realidad, sin embargo, es que el gasto en servicios públicos como la atención sanitaria y la educación en China sigue siendo extremadamente bajo, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dedicado a la infraestructura de ladrillos y mortero: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.
Al mismo tiempo, la calidad de los productos del mercado interior suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la industria china ha producido bienes de alta calidad y elevado valor para la exportación, fabricados según los más estrictos estándares para el mercado mundial, como los teléfonos móviles inteligentes y los chips de ordenador. Pero los productos que se dejan para el consumo en el mercado interior se basan en normas pésimas, lo que provoca escándalos regulares y una profunda desconfianza del público. Los numerosos casos recuerdan sin duda a La jungla de Sinclair y otros relatos de EE UU de la Edad Dorada. El caso más importante que se recuerda, el escándalo de la leche con melamina de 2008, dejó una docena de niños muertos y decenas de miles de personas hospitalizadas (aunque tal vez se vieron afectadas cientos de miles de personas). Desde entonces, varios escándalos han sacudido al público con regularidad: en 2011, cuando se descubrió el uso de aceite remanufacturado –reciclado a partir de los colectores de grasa del alcantarillado– en restaurantes de todo el país, o en 2018, cuando unas vacunas defectuosas mataron a varios niños, y luego un año más tarde, cuando docenas de personas fueron hospitalizadas al recibir vacunas falsas contra el VPH. Las historias menos graves están más descontroladas, componiendo un telón de fondo familiar para cualquiera que viva en China: mezcla de sopa instantánea en polvo con jabón para reducir costes, empresarios que venden cerdos muertos por causas misteriosas en las aldeas vecinas, cotilleos sobre qué tiendas callejeras son más propensas a ponernos enfermos.
Antes de la incorporación paulatina del país al sistema capitalista mundial, en China servicios como la atención sanitaria se prestaban (principalmente en las ciudades) en el marco del sistema danwei de prestaciones empresariales o (sobre todo, pero no exclusivamente, en el campo) en clínicas locales atendidas por abundantes médicos descalzos, servicios que se prestaban de forma gratuita. Los éxitos de la atención sanitaria de la era socialista, al igual que sus éxitos en la esfera de la educación básica y la alfabetización, fueron suficientemente importantes como para que incluso los críticos más duros del país tuvieran que reconocerlos. La esquistosomiasis, que asoló el país durante siglos, quedó básicamente eliminada en gran parte de su centro de origen histórico, para volver con fuerza cuando se empezó a desmantelar el sistema de atención sanitaria socialista. La mortalidad infantil se desplomó y, a pesar de la hambruna que acompañó al Gran Salto Adelante, la esperanza de vida pasó de 45 a 68 años entre 1950 y principios de la década de 1980. La inmunización y las prácticas sanitarias generales se generalizaron, y la información básica sobre nutrición y salud pública, así como el acceso a los medicamentos rudimentarios, fueron gratuitos y accesibles a todo el mundo. Al mismo tiempo, el sistema de médicos descalzos ayudó a divulgar conocimientos médicos básicos, aunque limitados, entre gran parte de la población, contribuyendo a construir un sistema de atención sanitaria robusto y ascendente en condiciones de grave pobreza material. Vale la pena recordar que todo esto tuvo lugar en un momento en que China era más pobre, per cápita, que el país medio del África subsahariana de hoy.
Desde entonces, una combinación de abandono y privatización ha degradado sustancialmente este sistema, al mismo tiempo que la rápida urbanización y la producción industrial desregulada de artículos domésticos y alimentos ha agudizado la necesidad de una atención sanitaria generalizada, por no hablar de los reglamentos sobre alimentos, medicamentos y seguridad. Hoy en día, el gasto público de China en salud es de 323 dólares estadounidenses per cápita, según las cifras de la Organización Mundial de la Salud. Esta cifra es baja incluso en comparación con otros países de renta media-alta, y equivale más o menos a la mitad de lo que gastan Brasil, Bielorrusia y Bulgaria. La reglamentación es mínima o inexistente, lo que da pie a numerosos escándalos como los mencionados anteriormente. Mientras tanto, los efectos de todo esto se dejan sentir con mayor fuerza en los cientos de millones de trabajadores migrantes, para los que todo derecho a prestaciones básicas de atención sanitaria se evapora por completo cuando abandonan sus pueblos rurales de origen (donde, en virtud del sistema hukou, son residentes permanentes independientemente de su ubicación real, lo que significa que no pueden acceder en otro lugar a los recursos públicos existentes).
Aparentemente, se suponía que la asistencia sanitaria pública había sido sustituida a finales de la década de 1990 por un sistema más privatizado (aunque gestionado por el Estado), en el que una combinación de las contribuciones de las empresas y los trabajadores sufragaría la atención médica, las pensiones y el seguro de vivienda. Sin embargo, este sistema de seguridad social ha sufrido una infradotación sistemática, hasta el punto de que las contribuciones supuestamente exigidas a las empresas a menudo se ignoran, con lo que la gran mayoría de los trabajadores tienen que pagar el servicio de su bolsillo. Según la última estimación nacional disponible, solo el 22 % de los trabajadores y trabajadoras migrantes tenían un seguro médico básico. Sin embargo, la falta de contribuciones al sistema de seguridad social no es simplemente un acto de maldad de empresarios corruptos, sino que se explica en gran medida por el hecho de que los estrechos márgenes de beneficio no dejan espacio para ventajas sociales. Según nuestros propios cálculos, pagar la seguridad social en un centro industrial como Dongguan reduciría los beneficios industriales a la mitad y llevaría a muchas empresas a la quiebra. Para colmar las enormes lagunas, China estableció un plan sanitario complementario para cubrir a los jubilados y los trabajadores por cuenta propia, que solo paga unos pocos cientos de yuanes por persona al año en promedio.
Este criticado sistema sanitario genera sus propias y terribles tensiones sociales. Cada año mueren varios miembros del personal médico y docenas de ellos resultan heridos por agresiones de pacientes enfadados o, más a menudo, de familiares de pacientes que han muerto bajo su custodia. El ataque más reciente ocurrió en la víspera de Navidad, cuando un médico de Pekín fue apuñalado hasta la muerte por el hijo de una paciente que creía que su madre había muerto por falta de cuidados en el hospital. Una encuesta entre médicos reveló que nada menos que el 85 % habían sufrido actos de violencia en el lugar de trabajo, y otra, de 2015, mostró que el 13 % de los médicos en China habían sido agredidos físicamente el año anterior. Los médicos chinos visitan a cuatro veces más pacientes al año que los estadounidenses, mientras que perciben menos de 15.000 dólares al año; esto es menos que el ingreso medio per cápita (16.760 dólares), mientras que en Estados Unidos el salario medio de un médico (alrededor de 300.000 dólares) es casi cinco veces mayor que la renta media per cápita (60.200 dólares). Antes de que lo cerraran en 2016 y se detuviera a sus creadores, el ya desaparecido proyecto de blog de seguimiento de Lu Yuyu y Li Tingyu registró al menos varias huelgas y manifestaciones de profesionales sanitarios médicos cada mes.[8] En 2015, el último año completo de sus datos meticulosamente recopilados, se produjeron 43 actos de este tipo. También registraron docenas de “incidentes de [protesta] por el tratamiento médico” cada mes, protagonizados por familiares de los pacientes, con 368 registrados en 2015.
En estas condiciones de desinversión pública masiva del sistema de salud, no es sorprendente que COVID-19 se haya propagado tan fácilmente. En combinación con el hecho de que en China surgen nuevas enfermedades contagiosas a un ritmo de una cada uno o dos años, parecen darse las condiciones para que tales epidemias continúen. Como en el caso de la gripe española, la deficiencia generalizada de salud pública entre la población proletaria ha ayudado a que el virus gane terreno y, a partir de ahí, a que se propague rápidamente. Pero insistimos en que no es solo una cuestión de distribución. También hemos de entender cómo se generó el virus como tal.
No existe vida salvaje
En el caso del brote más reciente, la historia es menos evidente que la de los casos de gripe porcina o aviar, que están tan claramente asociados al núcleo del sistema agroindustrial. Por una parte, los orígenes exactos del virus no están todavía del todo claros. Es posible que se originara en los cerdos, que se comercializan entre otros muchos animales domésticos y salvajes en el mercado mojado de Wuhan, que parece ser el epicentro del brote, en cuyo caso la causalidad podría parecerse más a los casos anteriores de lo que cabría suponer. Es más probable, sin embargo, que el virus se originó en murciélagos o posiblemente en serpientes, animales que suelen cazarse en el medio silvestre. Sin embargo, incluso en este caso existe una relación, ya que el declive de disponibilidad e inocuidad de la carne de cerdo, debido al brote de peste porcina africana, ha hecho que el aumento de la demanda de carne se haya satisfecho a menudo a partir de estos mercados mojados que venden carne de caza salvaje. Pero sin la conexión directa con la ganadería industrial, ¿podemos decir que los mismos procesos económicos tienen algo que ver con este brote en particular?
La respuesta es que sí, pero de una manera diferente. Una vez más, Wallace señala no una, sino dos rutas principales por las que el capitalismo contribuye a gestar y desatar epidemias cada vez más mortales: la primera, esbozada anteriormente, es el fenómeno directamente industrial, en el que los virus se originan en entornos industriales que han sido totalmente subsumidos en la lógica capitalista. El segundo es el proceso indirecto, que tiene lugar a través de la expansión y extracción capitalista en el interior del país, donde virus hasta ahora desconocidos se extraen esencialmente de poblaciones salvajes y se distribuyen a través de los circuitos mundiales del capital. Por supuesto, ambos procesos no están totalmente separados, pero al parecer el segundo caso es el que mejor describe la aparición de la epidemia actual.[9] En este caso, el aumento de la demanda de animales salvajes para el consumo, usos medicinales o (como en el caso de los camellos y el síndrome respiratorio de Oriente Medio) una variedad de funciones culturalmente significativas, genera nuevas cadenas comerciales mundiales de bienes salvajes. En otros, las cadenas de valor agroecológicas preexistentes se amplían simplemente a esferas anteriormente salvajes, alterando los ecosistemas locales y modificando la interfaz entre lo humano y lo no humano.
El propio Wallace es claro al respecto, explicando varias dinámicas que crean enfermedades peores a pesar de que los propios virus ya existen en entornos naturales. La expansión de la producción industrial por sí sola “puede desplazar a los animales silvestres cada vez más capitalizados hacia el último extremo del paisaje primario, desenterrando una mayor variedad de patógenos potencialmente protopandémicos”. En otras palabras, a medida que la acumulación de capital subsume nuevos territorios, los animales se verán empujados a zonas menos accesibles donde entrarán en contacto con cepas de enfermedades que estaban aisladas, mientras que estos mismos animales se convierten en objetivos de la mercantilización, ya que “incluso las especies más salvajes que subsisten están siendo introducidas en las cadenas de valor agrarias”. De manera similar, esta expansión acerca los humanos a estos animales y estos entornos, lo que “puede ampliar la interfaz (y la propagación) entre las poblaciones silvestres no humanas y la ruralidad recientemente urbanizada”. Esto proporciona al virus más oportunidades y recursos para mutar de una manera que le permite infectar a los humanos, aumentando la probabilidad de una propagación biológica. De todos modos, la geografía de la industria en sí nunca es tan netamente urbana o rural, y la agricultura industrial monopolizada hace uso tanto de las grandes explotaciones agrícolas como de las pequeñas: “en la pequeña finca de un arrendatario [una explotación agroindustrial] en el lindero del bosque, un animal de cría puede ingerir un patógeno antes de ser enviado a una planta de procesamiento a las afueras de una gran ciudad”.
El hecho es que la esfera natural ya está subsumida en un sistema capitalista totalmente globalizado que ha logrado cambiar las condiciones climáticas de base y devastar tantos ecosistemas precapitalistas[10] que el resto ya no funciona como podría haberlo hecho en el pasado. Aquí reside otro factor causal, ya que, según Wallace, todos estos procesos de devastación ecológica reducen “la complejidad ambiental con la que el bosque interrumpe las cadenas de transmisión”. La realidad, entonces, es que es un error pensar en tales áreas como la periferia natural de un sistema capitalista. El capitalismo ya es global, y también totalizador. Ya no tiene un linde o frontera con alguna esfera natural no capitalista más allá de él, y por lo tanto no existe una cadena de desarrollo en la que los países atrasados siguen a los que están delante de ellos en su camino hacia la cadena de valor, ni tampoco ninguna verdadera zona salvaje capaz de ser preservada en alguna condición pura e intacta. En su lugar, el capital tiene simplemente un hinterland subordinado, que a su vez está totalmente subsumido en las cadenas de valor mundiales. Los sistemas sociales resultantes –desde el supuesto tribalismo hasta la renovación de las religiones fundamentalistas antimodernas– son en su totalidad productos contemporáneos, y casi siempre están conectados de hecho con los mercados mundiales, a menudo de forma bastante directa. Lo mismo cabe decir de los sistemas bioecológicos resultantes, ya que las zonas salvajes están en realidad integradas en esta economía mundial tanto en el sentido abstracto de dependencia del clima y de los ecosistemas conexos como en el sentido directo de estar asociadas a esas mismas cadenas de valor mundiales.
Este hecho crea las condiciones necesarias para la transformación de las cepas víricas salvajes en pandemias mundiales. Pero el COVID-19 no es la peor de ellas. Una ilustración ideal del principio básico y del peligro global puede encontrarse en el ébola. El virus del ébola[11] es un caso claro de un reservorio vírico existente que se extiende a la población humana. Las pruebas disponibles indican que sus huéspedes de origen son varias especies de murciélagos nativos de África Occidental y Central, que sirven de portadores pero que no se ven afectados por el virus. No ocurre lo mismo con los demás mamíferos salvajes, como los primates y los cefalofos, que contraen periódicamente el virus y sufren brotes rápidos y de gran mortandad. El ébola tiene un ciclo de vida particularmente agresivo fuera de las especies de reservorio. A través del contacto con cualquiera de estos huéspedes salvajes, los humanos también pueden infectarse, con resultados devastadores. Se han producido varias epidemias importantes, y la tasa de mortalidad de la mayoría ha sido extremadamente alta, casi siempre superior al 50 %. En el mayor brote registrado, que resurgió esporádicamente de 2013 a 2016 en varios países de África Occidental, se produjeron 11.000 muertes. La tasa de mortalidad de los pacientes hospitalizados en este brote fue del 57 al 59 %, y resultó mucho más alta para quienes no tuvieron acceso a un hospital. En los últimos años se han desarrollado varias vacunas por parte de laboratorios privados, pero la lentitud de los mecanismos de aprobación y los estrictos derechos de propiedad intelectual se han combinado con la falta generalizada de una infraestructura sanitaria han creado una situación en la que las vacunas apenas han servido para detener la epidemia más reciente, centralizada en la República Democrática del Congo (RDC) y que ahora es el brote más duradero.
La enfermedad se presenta a menudo como si fuera algo así como una catástrofe natural; en el mejor de los casos se achaca al azar, en el peor se atribuye a las prácticas culturales inmundas de la gente pobre que vive en los bosques. Pero el momento en que se produjeron estos dos grandes brotes (2013-2016 en África Occidental y 2018-presente en la República Democrática del Congo) no es una coincidencia. Ambos han ocurrido precisamente cuando la expansión de las industrias primarias ha desplazado aún más a los habitantes de los bosques y ha distorsionado los ecosistemas locales. De hecho, esto parece ser cierto en más casos que en los más recientes, ya que, como explica Wallace, “cada brote del ébola parece estar relacionado con cambios en el uso de la tierra impulsados por el capital, incluso en el primer brote en Nzara (Sudán) en 1976, donde una fábrica financiada por el Reino Unido hilaba y tejía el algodón local”. Del mismo modo, los brotes de 2013 en Guinea se produjeron justo después de que un nuevo gobierno comenzara a abrir el país a los mercados mundiales y a vender grandes extensiones de tierra a conglomerados agroindustriales internacionales. La industria del aceite de palma, notoria por su papel en la deforestación y la destrucción ecológica en todo el mundo, parece haber sido particularmente culpable, ya que sus monocultivos devastan las robustas barreras ecológicas que ayudan a interrumpir las cadenas de transmisión y al mismo tiempo atraen literalmente a las especies de murciélagos que sirven de reservorio natural del virus.[12]
Mientras tanto, la venta de grandes extensiones de tierra a empresas comerciales agroforestales supone tanto la desposesión de las poblaciones locales que viven en los bosques como la distorsión de sus formas locales de producción y recolección, que dependen del ecosistema. Esto deja a menudo a la gente pobre de las zonas rurales sin otra opción que internarse más en el bosque, al tiempo que trastorna su relación tradicional con este ecosistema. El resultado es que la supervivencia depende cada vez más de la caza de animales salvajes o de la recolección de plantas y madera para su venta en los mercados mundiales. Esas poblaciones se convierten entonces en los representantes de la ira de las organizaciones ecologistas mundiales, que las denuncian como cazadores furtivos y madereros ilegales, responsables de la misma deforestación y destrucción ecológica que las empujó a esos comercios en primer lugar. A menudo, el proceso toma entonces un giro mucho más siniestro, como en Guatemala, donde los paramilitares anticomunistas, rémoras de la guerra civil del país, se transformaron en fuerzas de seguridad verdes, encargadas de proteger el bosque de la tala, la caza y el narcotráfico ilegales, que eran los únicos oficios disponibles para sus habitantes indígenas, que habían sido empujados a tales actividades precisamente por la violenta represión que habían sufrido de esos mismos paramilitares durante la guerra.[13] Desde entonces, el patrón se ha reproducido en todo el mundo, favorecido por los medios de comunicación de los países ricos, que celebran la ejecución (a menudo directamente filmada) de furtivos por parte de unas fuerzas de seguridad supuestamente verdes.[14]
La contención como ejercicio en el arte de gobernar
COVID-19 ha centrado la atención mundial en una escala sin precedentes. El ébola, la gripe aviar y el SARS, por supuesto, también vinieron acompañados de un frenesí mediático. Pero algo acerca de esta nueva epidemia ha generado un tipo diferente de aguante. En parte, esto se debe casi con seguridad a la espectacular magnitud de la respuesta del gobierno chino, que ha dado lugar a imágenes igualmente espectaculares de megalópolis vaciadas que contrastan con la imagen habitual de los medios de comunicación de China como un país superpoblado y contaminado. Esta respuesta también ha sido una prolija fuente de especulaciones habituales sobre el inminente colapso político o económico del país, favorecidas además por las continuas tensiones de la fase inicial de la guerra comercial con EE UU. Esto se combina con la rápida propagación del virus, apareciendo este como una amenaza mundial inmediata, a pesar de su baja tasa de mortalidad.[15]
Sin embargo, en un plano más profundo, lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, una especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva del Estado chino, pero pone de relieve asimismo la incapacidad más profunda de este Estado, revelada por su necesidad de confiar tanto en una combinación de medidas de propaganda total desplegadas a través de todos los medios de comunicación y la movilización de buena voluntad de la población local que, de otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión represiva supone una incapacidad más profunda del Estado chino, que en sí mismo está todavía en construcción.
Esto de por sí nos ofrece una ventana para contemplar la naturaleza del Estado chino, mostrando cómo está desarrollando nuevas e innovadoras técnicas de control social y respuesta a la crisis capaces de ser desplegadas incluso en condiciones en las que la maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente. Esas condiciones, a su vez, ofrecen un panorama aún más interesante (aunque más especulativo) de cómo podría responder la clase dirigente de un país determinado cuando una crisis generalizada y una insurrección activa provoquen disrupciones similares hasta en los Estados más robustos. El brote viral se vio favorecido en todos los aspectos por las deficientes conexiones entre los niveles de gobierno: la represión de los médicos denunciantes por parte de los funcionarios locales en contra de los intereses del gobierno central, los ineficaces mecanismos de notificación de los hospitales y la prestación extremadamente deficiente de la atención sanitaria básica son solo algunos ejemplos. Mientras tanto, los diferentes gobiernos locales han vuelto a la normalidad con ritmos diferentes, casi completamente fuera del control del Estado central (excepto en Hubei, el epicentro). En el momento de redactar este texto, parece casi totalmente aleatorio qué puertos están en funcionamiento y qué empresas locales han reanudado la producción. Pero esta cuarentena de bricolaje ha hecho que las redes logísticas de larga distancia entre ciudades sigan perturbadas, ya que cualquier gobierno local puede impedir simplemente, al parecer, el paso de trenes o camiones de carga a través de sus fronteras. Y esta incapacidad a nivel de base del gobierno chino le ha obligado a tratar el virus como si fuera una revuelta popular, jugando a la guerra civil contra un enemigo invisible.
La maquinaria estatal nacional comenzó a funcionar realmente el 22 de enero, cuando las autoridades mejoraron las medidas de respuesta de emergencia en toda la provincia de Hubei y dijeron al público que tenían la autoridad legal para establecer instalaciones de cuarentena, así como para “reunir” el personal, los vehículos y las instalaciones necesarias para la contención de la enfermedad, o para establecer bloqueos y controlar el tráfico (con lo que se autorizaba un fenómeno que sabía que ocurriría de todos modos). En otras palabras, el pleno despliegue de los recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento al esfuerzo voluntario en nombre de los habitantes de la localidad. Por un lado, un desastre tan masivo pondrá a prueba la capacidad de cualquier Estado (véase, por ejemplo, la respuesta a los huracanes en Estados Unidos). Pero, por otra parte, esto repite una pauta común en el arte de gobernar de China, según la cual el Estado central, al carecer de estructuras de mando formales y eficaces que se extiendan hasta el nivel local, tiene que basarse en una combinación de llamamientos ampliamente difundidos para que los funcionarios y los ciudadanos locales se movilicen y una serie de castigos a posteriori para los que peor respondan (amparados en la lucha contra la corrupción). La única respuesta verdaderamente eficaz se encuentra en zonas específicas en las que el Estado central concentra el grueso de su poder y su atención, en este caso, Hubei en general y Wuhan en particular. En la mañana del 24 de enero, la ciudad ya se encontraba en estado de cierre total efectivo, sin trenes que entraran o salieran, casi un mes después de que se detectara la nueva cepa del coronavirus. Funcionarios de sanidad nacionales declararon que las autoridades sanitarias podían examinar y poner en cuarentena a cualquier persona a su discreción. Además de las principales ciudades de Hubei, docenas de otras ciudades de toda China, incluidas Pekín, Cantón, Nankín y Shanghái, han establecido bloqueos de diversa índole a los flujos de personas y mercancías que entran y salen de sus fronteras.
En respuesta al llamamiento del Estado central a movilizarse, algunas localidades han tomado sus propias iniciativas extrañas y estrictas. Las más espantosas de ellas corresponden a cuatro ciudades de la provincia de Zhejiang, en las que se han expedido pasaportes locales a 30 millones de personas, lo que permite que solo una persona por hogar salga de su casa una vez cada dos días. Ciudades como Shenzhen y Chengdu han ordenado el confinamiento de todos los barrios, y han autorizado la puesta en cuarentena de edificios enteros de departamentos durante catorce días si se encuentra un solo caso confirmado del virus en su interior. Mientras tanto, cientos de personas han sido detenidas o multadas por “difundir rumores” sobre la enfermedad, y algunas que han quebrantado la cuarentena han sido detenidas y sentenciadas a largas penas de cárcel, y las propias cárceles están experimentando ahora un grave brote, debido a la incapacidad de los funcionarios de aislar a los individuos enfermos incluso en un entorno especialmente concebido para facilitar el aislamiento. Este tipo de medidas desesperadas y agresivas reflejan las de los casos extremos de contrainsurgencia, recordando muy claramente las acciones de la ocupación militar-colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, en Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis de este tipo que albergan a gran parte de la población mundial. La represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción ejecutada por el Estado.
Incapacidad
Esta particular represión se beneficia de su carácter aparentemente humanitario, ya que el Estado chino puede movilizar un mayor número de personas para ayudar en lo que es, esencialmente, la noble causa de frenar la propagación del virus. Pero, como cabe esperar, estas medidas restrictivas siempre resultan contraproducentes. La contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que solo se lleva a cabo cuando resultan imposibles formas más sólidas de conquista, apaciguamiento e integración económica. Es una acción costosa, ineficiente y de retaguardia, que revela la incapacidad más profunda de cualquier poder encargado de desplegarla, ya sean los intereses coloniales franceses, el menguante imperio estadounidense u otros. El resultado de la represión es casi siempre una segunda revuelta, ensangrentada por el aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Aquí, la cuarentena difícilmente reflejará la realidad de la guerra civil y la contrainsurgencia. Pero incluso en este caso, la represión ha fracasado a su manera. Con tanto esfuerzo del Estado enfocado al control de la información y la constante propaganda desplegada a través de todos los aparatos mediáticos posibles, el malestar se ha expresado en gran medida dentro de las mismas plataformas.
La muerte del Dr. Li Wenliang, uno de los primeros denunciantes de los peligros del virus, el 7 de febrero, sacudió a los ciudadanos encerrados en sus casas en todo el país. Li fue uno de los ocho médicos detenidos por la policía por difundir información falsa a principios de enero, antes de contraer el virus él mismo. Su muerte provocó la ira de los ciudadanos y una declaración de arrepentimiento del gobierno municipal de Wuhan. La gente está empezando a ver que el Estado está formado por funcionarios y burócratas torpes que no tienen ni idea de qué hacer, pero que simulan ser fuertes.[16] Este hecho quedó claro sobre todo cuando el alcalde de Wuhan, Zhou Xianwang, se vio obligado a admitir en la televisión estatal que su gobierno había retrasado la publicación de información crítica sobre el virus después de que se produjera un brote. La propia tensión causada por el brote, combinada con la que indujo la movilización total del Estado, ha empezado a revelar a la población en general las profundas fisuras que se esconden tras el retrato tan fino como el papel que el gobierno pinta de sí mismo. En otras palabras, situaciones como estas han expuesto las incapacidades fundamentales del Estado chino a un número cada vez mayor de personas que anteriormente habrían tomado la propaganda del gobierno al pie de la letra.
Si se pudiera encontrar un solo símbolo para expresar el carácter básico de la respuesta del Estado, sería algo como el vídeo de arriba, grabado por un vecino de Wuhan y compartido en Internet occidental a través de Twitter en Hong Kong.[17] Muestra a un número de personas que parecen ser médicos o socorristas provistos de un equipo de protección completo tomándose una foto con la bandera china. La persona que filma el vídeo explica que están fuera de ese edificio todos los días para varias sesiones fotográficas. El vídeo sigue a los hombres mientras se quitan el equipo de protección y se quedan parados platicando y fumando, incluso usando uno de los trajes para limpiar su automóvil. Antes de irse, uno de los hombres arroja sin más el traje protector en un contenedor de basura cercano, sin molestarse en tirarlo al fondo donde no se vea. Vídeos como éste se han difundido rápidamente antes de ser censurados: pequeñas rasgaduras en el fino velo del espectáculo autorizado por el Estado.
En un nivel más fundamental, la cuarentena también ha comenzado a ver la primera ola de reverberaciones económicas en la vida personal de las personas. Se ha informado ampliamente sobre el aspecto macroeconómico de esta situación, ya que una reducción masiva del crecimiento chino podría provocar una nueva recesión mundial, especialmente si se combina con la continuación del estancamiento en Europa y un reciente bajón de uno de los principales índices de salud económica de EE UU, que muestra una repentina disminución de la actividad comercial. En todo el mundo, las empresas chinas y las que dependen fundamentalmente de las redes de producción chinas están estudiando ahora sus cláusulas de fuerza mayor, que permiten los retrasos o la cancelación de las responsabilidades que contraen ambas partes en un contrato comercial cuando ese contrato se vuelve imposible de cumplir. Aunque de momento es poco probable, la mera perspectiva ha hecho que se restablezca una cascada de demandas de producción en todo el país. La actividad económica, sin embargo, solo se ha reactivado en parte: todo funciona ya sin problemas en algunas áreas mientras que en otras todavía impera una pausa indefinida. De momento, el 1 de marzo se ha declarado la fecha provisional en la que las autoridades centrales han pedido que todas las zonas fuera del epicentro del brote vuelvan a trabajar.
Pero otros efectos han sido menos visibles, aunque posiblemente sean mucho más importantes. Muchos trabajadores migrantes, incluidos los que se habían quedado en las ciudades en que trabajan de cara al Festival de Primavera o que pudieron regresar antes de que se practicaran varios cierres, están ahora atrapados en un peligroso limbo. En Shenzhen, donde la gran mayoría de la población es migrante, los lugareños informan de que el número de personas sin hogar ha empezado a aumentar. Pero las nuevas personas que deambulan por las calles no son personas sin hogar habituales, sino que al parecer han sido literalmente abandonadas allí sin ningún otro lugar adonde ir, todavía con ropa relativamente limpia, sin saber dónde es mejor dormir a la intemperie o dónde obtener comida. Varios edificios de la ciudad han experimentado un aumento de los pequeños robos, sobre todo de comida depositada a la puerta de los residentes que se quedan en casa para la cuarentena. En general, los trabajadores están dejando de cobrar sus salarios a medida que la producción se paraliza. En el mejor de los casos, las paradas de la producción dan lugar a cuarentenas en los dormitorios de empresa, como la impuesta en la planta de Foxconn en Shenzhen, donde los trabajadores que acaban de retornar han de permanecer en sus habitaciones durante una o dos semanas, se les paga alrededor de un tercio de sus salarios normales y luego se les permite regresar a la línea de producción. Las empresas más pobres no tienen esta opción, y el intento del gobierno de ofrecer nuevas líneas de crédito barato a las empresas más pequeñas probablemente no sirva de mucho a largo plazo. En algunos casos, parece que el virus simplemente acelerará las tendencias preexistentes de reubicación de fábricas, ya que empresas como Foxconn amplían la producción en Vietnam, India y México para compensar la desaceleración.
La guerra surrealista
Mientras tanto, la torpe respuesta inicial al virus, la aplicación por el Estado de medidas particularmente punitivas y represivas para controlar el brote y la incapacidad del gobierno central para coordinar eficazmente entre las localidades con el fin de hacer malabarismos con la producción y la cuarentena simultáneamente, todo indica que en el corazón de la maquinaria del Estado anida una profunda incapacidad. Si, como argumenta nuestro amigo Lao Xie, el gobierno de Xi Jinping ha puesto el acento en la “construcción del Estado”, parece que queda mucho trabajo por hacer en este sentido. Al mismo tiempo, si la campaña contra el COVID-19 puede leerse también como un simulacro de lucha contra una revuelta popular, es notable que el gobierno central solo tenga la capacidad de proporcionar una coordinación eficaz en el epicentro de Hubei y que sus respuestas en otras provincias –incluso en lugares ricos y bien considerados como Hangzhou– sigan siendo en gran medida descoordinadas y desesperadas. Podemos interpretar esto de dos maneras: primero, como una demostración de la debilidad que subyace a las maneras duras del poder estatal, y segundo, como una advertencia sobre la amenaza que suponen las respuestas locales descoordinadas e irracionales cuando la maquinaria del Estado central está desbordada.
Estas son lecciones importantes para una época en que la destrucción causada por la acumulación interminable se ha extendido tanto hacia arriba en el sistema climático mundial como hacia abajo en los sustratos microbiológicos de la vida en la Tierra. Tales crisis se volverán más comunes. A medida que la crisis secular del capitalismo adquiera un carácter aparentemente no económico, nuevas epidemias, hambrunas, inundaciones y otros desastres naturales se utilizarán para justificar la ampliación del control estatal, y la respuesta a esas crisis funcionará cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas herramientas no probadas para la contrainsurgencia. Una política comunista coherente debe tener en cuenta ambos hechos. En el plano teórico, esto significa comprender que la crítica del capitalismo se empobrece cuando se separa de las ciencias duras. Pero en el plano práctico, también implica que el único proyecto político posible hoy en día es el que es capaz de orientarse en un terreno definido por una catástrofe ecológica y microbiológica generalizada, y de operar en este estado perpetuo de crisis y atomización.
En una China en cuarentena, empezamos a vislumbrar tal paisaje, al menos en sus contornos: calles vacías del final del invierno, cubiertas de una tenue capa de nieve intacta, rostros iluminados por la luz de un teléfono móvil que se asoman a las ventanas, barricadas esporádicas atendidas por unas cuantas enfermeras, policías, voluntarios o simplemente actores pagados encargados de izar banderas y decir a la gente que se pongan la máscara y vuelvan a casa. El contagio es social. Por lo tanto, no debe sorprender que la única manera de combatirlo en una etapa tan tardía es librar una especie de guerra surrealista contra la sociedad misma. No os juntéis, no provoquéis el caos. Pero el caos también se puede construir en el aislamiento. Mientras los hornos de todas las fundiciones se enfrían hasta no contener más que brasas que crepitan suavemente y luego se convierten en cenizas heladas, las muchas desesperaciones menores no pueden evitar salir de esa cuarentena para caer juntos en un caos mayor que un día, como este contagio social, podría ser difícil de contener.
03/03/2020
http://chuangcn.org/2020/02/social-contagion/
El horno
Wuhan es conocido coloquialmente como uno de los cuatro hornos de China por su opresivo verano húmedo y caluroso, que comparte con Chongqing, Nankín y alternativamente con Nanchang o Changsha, ciudades bulliciosas de larga historia, situadas a lo largo o cerca del valle del río Yangtsé. De las cuatro, Wuhan también está salpicada de hornos en sentido estricto: el enorme complejo urbano constituye una especie de núcleo de la fabricación de acero y hormigón y de otras industrias relacionadas con la construcción en China. Su paisaje está salpicado de altos hornos de enfriamiento lento de las demás fundiciones de hierro y acero de propiedad estatal, ahora afectadas por la sobreproducción y obligadas a una nueva y polémica ronda de cierres y despidos, privatizaciones y reestructuraciones generales, que ha dado lugar a varias huelgas y protestas de gran envergadura en los últimos cinco años. La ciudad es ante todo la capital de la construcción de China, lo que significa que ha desempeñado un papel especialmente importante en el período posterior a la crisis económica mundial, ya que aquellos fueron los años en que el crecimiento chino se vio impulsado por la canalización de inversiones hacia proyectos de infraestructura e inmobiliarios. Wuhan no solo alimentó esta burbuja con su abundante oferta de materiales de construcción y obra pública, sino que también, al hacerlo, se convirtió ella misma en exponente del boom inmobiliario. Según nuestros cálculos, en 2018-2019 la superficie total dedicada a obras de construcción en Wuhan equivalía al tamaño de la isla de Hong Kong en su conjunto.
Pero ahora este horno, motor de la economía china tras la crisis, parece que se enfría, al igual que los hornos que se encuentran en las fundiciones de hierro y acero. Aunque este proceso ya estaba en marcha, la metáfora ya no es simplemente económica, puesto que la ciudad, antaño bulliciosa, ha estado aislada durante más de un mes y sus calles se han vaciado por orden gubernativa: “La mayor contribución que podéis hacer es: no os juntéis, no provoquéis el caos”, rezaba un titular del diario Guangming, del departamento de propaganda del Partido Comunista Chino (PCC). Hoy en día, las nuevas y amplias avenidas de Wuhan y los relucientes edificios de acero y cristal que las coronan, están todos fríos y vacíos, cuando el invierno atraviesa el Año Nuevo Lunar y la ciudad se estanca bajo la constricción de la cuarentena generalizada. Aislarse es un buen consejo para cualquier persona en China, donde el brote del nuevo coronavirus (recientemente rebautizado con el nombre de SARS-CoV-2 y su enfermedad con el de COVID-19) ha matado a más de dos mil personas; más que su predecesora, la epidemia de SARS de 2003. El país entero está paralizado, como lo estuvo durante el SARS. Las escuelas están cerradas y la gente está confinada en sus casas en todo el país. Casi toda la actividad económica se detuvo por la fiesta del Año Nuevo Lunar, el 25 de enero, pero la pausa se extendió durante un mes para frenar la propagación de la epidemia. Los hornos de China parecen haber dejado de quemar, o por lo menos no contienen más que brasas incandescentes. En cierto modo, sin embargo, la ciudad se ha convertido en otro tipo de horno, ya que el coronavirus arde a través de su numerosa población como una gran fiebre.
El brote se ha achacado incorrectamente a toda clase de causas, desde la conspiración y/o la liberación accidental de una cepa de virus del Instituto de Virología de Wuhan –una afirmación dudosa, difundida en redes sociales, particularmente a través de publicaciones paranoicas en Facebook de Hong Kong y Taiwán, pero ahora impulsada por medios de comunicación conservadores e intereses militares en Occidente–, hasta la propensión de los chinos a consumir alimentos sucios o extraños, ya que el brote de virus está relacionado con murciélagos o serpientes vendidas en un mercado semiilegal de animales vivos, especializado en fauna silvestre y exótica (aunque esta no fue la fuente originaria). Ambas acusaciones reflejan el evidente belicismo y orientalismo común a las informaciones sobre China, y una serie de artículos han señalado este hecho fundamental. Pero incluso estas respuestas suelen centrarse exclusivamente en cuestiones de cómo se percibe el virus en la esfera cultural, dedicando mucho menos tiempo a indagar en la dinámica mucho más brutal que se oculta bajo el frenesí de los medios de comunicación.
Una variante un poco más compleja entiende al menos las consecuencias económicas, aunque exagera las posibles repercusiones políticas por efecto retórico. Aquí encontramos a los sospechosos habituales, que van desde los consabidos políticos belicistas hasta los que se aferran a la perla derramada del alto liberalismo: las agencias de prensa, desde la National Review hasta el New York Times, ya han insinuado que el brote puede provocar una “crisis de legitimidad” del PCC, a pesar de que apenas se percibe el halo de una revuelta en el aire. Pero el núcleo de verdad de estas predicciones radica en su comprensión de las dimensiones económicas de la cuarentena, algo que difícilmente podrían perderse los periodistas con carteras de acciones más gruesas que sus cráneos. Porque el hecho es que, a pesar del llamamiento del gobierno a aislarse, la gente puede verse pronto obligada a juntarse para atender las necesidades de la producción. Según las últimas estimaciones iniciales, la epidemia ya provocará que el PIB de China se reduzca a un 5 % este año, por debajo de su ya de por sí débil tasa de crecimiento del 6 % del año pasado, la más baja en tres décadas. Algunos analistas han dicho que el crecimiento en el primer trimestre podría descender al 4 % o menos, y que esto podría desencadenar algún tipo de recesión mundial. Se ha planteado una pregunta impensable hasta ahora: ¿qué le sucede realmente en la economía mundial cuando el horno chino comienza a enfriarse?
Dentro de la propia China, la trayectoria final de este proceso es difícil de predecir, pero de momento ya ha dado lugar a un raro fenómeno colectivo de cuestionamiento y aprendizaje sobre la sociedad. La epidemia ha infectado directamente a casi 80.000 personas (según el cálculo más conservador), pero ha supuesto una conmoción para la vida cotidiana bajo el capitalismo de 1.400 millones de personas, atrapadas en un momento de autorreflexión precaria. Este momento, aunque dominado por el miedo, ha hecho que todos se hagan simultáneamente algunas preguntas profundas: ¿Qué va a ser de mí? ¿De mis hijos, mi familia y mis amigos? ¿Tendremos suficiente comida? ¿Me pagarán? ¿Podré pagar el alquiler? ¿Quién es responsable de todo esto? De una manera extraña, la experiencia subjetiva se parece a la de una huelga de masas, pero que, por su carácter no espontáneo, de arriba abajo y especialmente por su involuntaria hiperatomización, ilustra los enigmas básicos de nuestro propio presente político opresivo de una manera tan clara como las verdaderas huelgas de masas del siglo pasado, que dilucidaron las contradicciones de su época. La cuarentena, entonces, es como una huelga vaciada de sus características colectivas, pero que es, sin embargo, capaz de causar un profundo choque tanto psicológico como económico. Este hecho por sí solo la hace digna de reflexión.
Por supuesto, la especulación sobre la inminente caída del PCC es una tontería predecible, uno de los pasatiempos favoritos de The New Yorker y The Economist. Mientras tanto, se aplican los protocolos normales de supresión mediática, en los que los artículos de opinión abiertamente racistas publicados en los medios tradicionales son contrarrestados por un enjambre de artículos de opinión en Internet que polemizan con el orientalismo y otras facetas ideológicas. Pero casi toda esta discusión se queda en el nivel de la representación –o, en el mejor de los casos, de la política de contención y de las consecuencias económicas de la epidemia–, sin profundizar en las cuestiones de cómo se producen estas enfermedades en primer lugar, y mucho menos en su difusión. Sin embargo, ni siquiera esto es suficiente. No es el momento de un simple ejercicio de scubidú marxista que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡ha sido el capitalismo el que ha causado el coronavirus! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?
En este sentido, el brote presenta dos oportunidades para la reflexión. En primer lugar, se trata de una apertura instructiva en la que podríamos examinar cuestiones sustanciales sobre la forma en que la producción capitalista se relaciona con el mundo no humano en un plano más fundamental: en resumen, el mundo natural, incluidos sus sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin hacer referencia a la forma en que la sociedad organiza la producción (porque, de hecho, ambos aspectos no están separados). Al mismo tiempo, esto es un recordatorio de que el único comunismo que merece este nombre es el que incluye el potencial de un naturalismo plenamente politizado. En segundo lugar, también podemos utilizar este momento de aislamiento para nuestra propia reflexión sobre el estado actual de la sociedad china. Algunas cosas solo se aclaran cuando todo se detiene de forma inesperada, y un parón de este tipo no puede por más que sacar a la luz tensiones que estaban ocultas. A continuación, pues, exploraremos estas dos cuestiones, mostrando no solo cómo la acumulación capitalista produce tales plagas, sino también cómo el momento de la pandemia es en sí mismo un caso contradictorio de crisis política, que hace visibles a las personas los potenciales y las dependencias invisibles del mundo que les rodea, al tiempo que ofrece otra excusa más para la extensión creciente de los sistemas de control en la vida cotidiana.
La generación de plagas
El virus que subyace a la epidemia actual (SARS-CoV-2), al igual que su predecesor, el SARS-CoV de 2003, así como la gripe aviar y la gripe porcina que le precedieron, se gestó en el nexo entre economía y epidemiología. No es casualidad que tantos de estos virus hayan tomado el nombre de animales: la propagación de nuevas enfermedades a la población humana es casi siempre producto de lo que se llama transferencia zoonótica, que es una forma técnica de decir que tales infecciones saltan de los animales a los humanos. Este salto de una especie a otra está condicionado por aspectos como la proximidad y la regularidad del contacto, todo lo cual construye el entorno en el que la enfermedad se ve obligada a evolucionar. Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia, también cambian las condiciones en las que evolucionan tales enfermedades. Detrás de los cuatro hornos, por tanto, se halla un horno más fundamental que sostiene los centros industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal en que nacen plagas cada vez más devastadoras, se transforman, inducidas a realizar saltos zoonóticos y entonces lanzadas agresivamente a través de la población humana. A esto se añaden procesos igualmente intensos que tienen lugar en los márgenes de la economía, donde las personas que se ven empujadas a realizar incursiones agroeconómicas cada vez más extensas en ecosistemas locales encuentran cepas salvajes. El coronavirus más reciente, en sus orígenes salvajes y su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra nueva era de plagas político-económicas.
La idea básica en este caso la desarrollan más a fondo biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo libro Big Farms Make Big Flu, publicado en 2016, detalla la conexión existente entre la agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias, desde el SARS hasta el ébola.[1] Al rastrear la propagación del H5N1, también conocido como gripe aviar, resume varios factores geográficos clave para esas epidemias que se originan en el núcleo productivo:
Los paisajes rurales de muchos de los países más pobres se caracterizan ahora por una agroindustria no regulada que presiona sobre los arrabales periurbanos. La transmisión no controlada en zonas vulnerables aumenta la variación genética con la que el H5N1 puede desarrollar características específicas para el ser humano. Al extenderse por tres continentes, el H5N1 de rápida evolución también entra en contacto con una variedad cada vez mayor de entornos socioecológicos, incluidas las combinaciones locales específicas de los tipos de huéspedes predominantes, las modalidades de cría de aves de corral y las medidas de sanidad animal.[2]
Esta propagación, por supuesto, viene impulsada por los circuitos comerciales mundiales y las migraciones regulares de mano de obra que definen la geografía económica capitalista. El resultado es un tipo de creciente selección démica a través de la cual el virus halla un mayor número de trayectorias evolutivas en un tiempo más corto, con lo que las variantes más aptas se imponen a las demás.
Pero este es un aspecto fácil de entender, que ya es común en la prensa dominante: el hecho de que la globalización facilita una propagación más rápida de estas enfermedades; aunque en este caso con un añadido importante, viendo cómo este mismo proceso de circulación también estimula al virus a mutar más rápidamente. La verdadera cuestión, sin embargo, es anterior: antes de que la circulación aumente la resiliencia de esas enfermedades, la lógica básica del capital ayuda a situar cepas víricas que estaban aisladas o eran inofensivas en entornos hipercompetitivos que favorecen la adquisición de rasgos específicos que causan las epidemias, como un rápido ciclo de vida del virus, la capacidad de realizar saltos zoonóticos entre especies portadoras y la capacidad de desarrollar rápidamente nuevos vectores de transmisión. Estas cepas suelen destacar precisamente por su virulencia. En términos absolutos, parece que el desarrollo de cepas más virulentas tendría el efecto contrario, ya que matar antes al huésped da menos tiempo para que el virus se propague. El resfriado común es un buen ejemplo de este principio, ya que generalmente mantiene niveles bajos de intensidad que facilitan su distribución generalizada en la población. Pero en determinados entornos, la lógica opuesta tiene mucho más sentido: cuando un virus tiene numerosos huéspedes de la misma especie en estrecha proximidad, y especialmente cuando estos huéspedes ya pueden tener ciclos de vida acortados, el aumento de la virulencia se convierte en una ventaja evolutiva.
De nuevo, el ejemplo de la gripe aviar es muy claro. Wallace señala que los estudios han demostrado que “no hay cepas endémicas altamente patógenas [de gripe] en las poblaciones de aves silvestres, que son el reservorio-fuente último de casi todos los subtipos de gripe”.[3] En cambio, las poblaciones domesticadas agrupadas en explotaciones agroindustriales parecen mostrar una clara relación con esos brotes, por razones obvias:
Los crecientes monocultivos genéticos de animales domésticos eliminan cualquier cortafuegos inmunológico que pueda existir para frenar la transmisión. Los tamaños y las densidades de población más grandes facilitan mayores tasas de transmisión. Tales condiciones de hacinamiento reducen la respuesta inmunológica. La elevada rotación, que forma parte de cualquier producción industrial, aporta un suministro continuamente renovado de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia.[4]
Y, por supuesto, cada una de estas características es consecuencia de la lógica de la competencia industrial. En particular, la rápida tasa de rotación en estos contextos tiene una dimensión biológica muy marcada: “Tan pronto como los animales industriales alcanzan la masa adecuada, son sacrificados. Las infecciones de gripe residentes deben alcanzar rápidamente su umbral de transmisión en cualquier animal dado […]. Cuanto más rápido se produzcan los virus, mayor será el daño al animal.”[5] Irónicamente, el intento de suprimir tales brotes mediante la eliminación masiva –como en los recientes casos de peste porcina africana, que provocaron la pérdida de casi una cuarta parte de la oferta mundial de carne de cerdo– puede tener el efecto no deseado de aumentar aún más esta presión selectiva, induciendo así la evolución de cepas hipervirulentas. Aunque tales brotes se han producido históricamente en especies domesticadas, a menudo después de períodos de guerra o catástrofes ambientales que ejercen una mayor presión sobre las poblaciones de ganado, es innegable que el aumento de la intensidad y de la virulencia de tales enfermedades ha seguido a la expansión de la producción capitalista.
Historia y etiología
Las plagas son en gran medida la sombra de la industrialización capitalista, mientras que también actúan como sus precursoras. Los casos evidentes de viruela y otras pandemias introducidas en América del Norte son un ejemplo demasiado simple, ya que su intensidad se vio incrementada por la separación prolongada de las poblaciones a través de la geografía física; y esas enfermedades, sin embargo, ya habían adquirido su virulencia a través de las redes mercantiles precapitalistas y la urbanización temprana en Asia y Europa. Si, en cambio, miramos a Inglaterra, donde el capitalismo surgió primero en el campo en forma de desalojo masivo de campesinos del mundo rural para ser reemplazados por monocultivos de ganado, vemos los primeros ejemplos de estas plagas propias del capitalismo. En la Inglaterra del siglo XVII ocurrieron tres pandemias diferentes, de 1709 a 1720, de 1742 a 1760 y de 1768 a 1786. El origen de cada una fue el ganado importado del continente europeo, infectado por las habituales pandemias precapitalistas que siguieron a los combates. En Inglaterra, el ganado había comenzado a concentrarse de nuevas maneras, y la introducción del ganado infectado se propagaría entre la población de forma mucho más agresiva que en el continente. No es casual, entonces, que los brotes se centraran en las grandes vaquerías de Londres, que ofrecían entornos ideales para la intensificación de los virus.
En última instancia, cada uno de los brotes fue contenido mediante una eliminación selectiva y temprana en menor escala, combinada con la aplicación de prácticas médicas y científicas modernas, en esencia similares a la forma en que se sofocan esas epidemias hoy en día. Este es el primer ejemplo de lo que se convertiría en una pauta clara, imitando la de la propia crisis económica: colapsos cada vez más intensos que parecen poner a todo el sistema al borde del abismo, pero que en última instancia se superan mediante una combinación de sacrificios masivos que despejan el mercado/población y una intensificación de los avances tecnológicos; en este caso con prácticas médicas modernas y nuevas vacunas, que a menudo llegan demasiado tarde y en cantidad insuficiente, pero que sin embargo ayudan a hacer limpieza tras la devastación.
Sin embargo, este ejemplo de la patria del capitalismo debe venir acompañado de una explicación de los efectos que las prácticas agrícolas capitalistas tuvieron en su periferia. Mientras que las pandemias de ganado de Inglaterra en su fase capitalista temprana pudieron contenerse, los efectos en otros lugares fueron mucho más devastadores. El ejemplo con mayor impacto histórico es probablemente el del brote de peste bovina en África, que tuvo lugar en la década de 1890. La fecha en sí no es una coincidencia: la peste bovina había asolado Europa con una intensidad que seguía de cerca el fuerte crecimiento de la agricultura, solo frenada por el avance de la ciencia moderna. A finales del siglo XIX, el imperialismo europeo llegó a su apogeo, materializado con la colonización de África. La peste bovina se importó de Europa a África Oriental con los italianos, que intentaron de alcanzar a otras potencias imperiales colonizando el Cuerno de África mediante una serie de campañas militares. Estas campañas terminaron en su mayor parte en fracaso, pero la enfermedad se propagó luego entre la cabaña ganadera indígena y finalmente llegó a Sudáfrica, donde devastó la primera economía agrícola capitalista de la colonia, llegando incluso a matar el rebaño en la finca del infame y autoproclamado supremacista blanco Cecil Rhodes. El efecto histórico más amplio fue innegable: al matar hasta el 80-90 % de todo el ganado, la plaga provocó una hambruna sin precedentes en las sociedades predominantemente pastoriles del África subsahariana. A esta despoblación le siguió la colonización invasiva de la sabana por el espino, que creó un hábitat idóneo para la mosca tse-tsé, portadora de la enfermedad del sueño que impide el pastoreo del ganado. Esto aseguró que la repoblación de la región después de la hambruna fuera limitada, y permitió una mayor expansión de las potencias coloniales europeas en todo el continente.
Además de inducir periódicamente crisis agrícolas y crear las condiciones apocalípticas que ayudaron a que el capitalismo floreciera más allá de sus primeras fronteras, esas plagas también han atormentado al proletariado en el propio núcleo industrial. Antes de volver a los numerosos ejemplos más recientes, vale la pena señalar de nuevo que simplemente no hay nada exclusivamente chino en el brote de coronavirus. Las explicaciones de por qué tantas epidemias parecen surgir en China no son culturales: se trata de una cuestión de geografía económica. Esto queda muy claro si comparamos China con EE UU o Europa, cuando estos últimos eran centros de producción mundial y de empleo industrial masivo.[6] Y el resultado es esencialmente idéntico, con las mismas características. La muerte del ganado en el campo se combinó en la ciudad con malas prácticas sanitarias y una contaminación generalizada. Esto centró los primeros esfuerzos de reforma liberal-progresista en los barrios de clase trabajadora, reflejados en la recepción de la novela de Upton Sinclair La jungla, escrita originalmente para documentar el sufrimiento de los trabajadores inmigrantes en la industria cárnica, pero que fue retomada por los liberales ricos, preocupados por los quebrantos de salud y en general las condiciones insalubres en que se preparaban sus propios alimentos.
Esta indignación liberal ante la inmundicia, con todo su racismo implícito, todavía define lo que podríamos concebir como ideología automática de la mayoría de las personas cuando se enfrentan a las dimensiones políticas de algo así como las epidemias de coronavirus o SARS. Pero los trabajadores apenas pueden controlar las condiciones en las que trabajan. Sobre todo, mientras que las condiciones insalubres se filtran fuera de la fábrica a través de la contaminación de los suministros de alimentos, esta contaminación es realmente solo la punta del iceberg. Tales condiciones son la norma ambiental para aquellos que trabajan en ellas o viven en asentamientos proletarios cercanos, y estas condiciones inducen mermas del nivel de salud de la población que facilitan la propagación del vasto conjunto de plagas del capitalismo. Tomemos, por ejemplo, el caso de la gripe española, una de las epidemias más mortíferas de la historia. Fue uno de los primeros brotes de H1N1 (relacionada con brotes más recientes de gripe porcina y aviar), y durante mucho tiempo se supuso que de alguna manera era cualitativamente diferente de otras variantes de la gripe, dado su elevado número de víctimas mortales. Si bien esto parece ser en parte cierto (debido a la capacidad de la gripe de inducir una reacción excesiva del sistema inmunológico), en exámenes posteriores de la bibliografía y en investigaciones epidemiológicas históricas se comprobó que tal vez no fuera mucho más virulenta que otras cepas. En cambio, su elevada tasa de mortalidad probablemente se debió sobre todo a la malnutrición generalizada, al hacinamiento urbano y a las condiciones de vida generalmente insalubres en las zonas afectadas, lo que fomentó no solo la propagación de la propia gripe, sino también el cultivo de superinfecciones bacterianas sobre la infección vírica subyacente.[7]
En otras palabras, el número de muertes causadas por la gripe española, aunque se achacó a una aberración impredecible del carácter del virus, se debió en la misma medida a las condiciones sociales imperantes. Al mismo tiempo, la rápida propagación de la gripe fue posible gracias al comercio global y la guerra mundial, que en ese momento se centraban en los imperialismos rápidamente cambiantes que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial. Y volvemos a encontrar una historia ya conocida de cómo se produjo una cepa tan mortal de gripe: aunque el origen exacto sigue siendo algo turbio, se supone ahora que se originó en cerdos o aves de corral, probablemente en Kansas. El momento y el lugar son sintomáticos, ya que los años de posguerra fueron una especie de punto de inflexión para la agricultura estadounidense, que experimentó la aplicación generalizada de métodos de producción cada vez más mecanizados y de tipo industrial. Estas tendencias se intensificaron a lo largo de la década de 1920, y la aplicación masiva de tecnologías como la cosechadora indujo tanto una monopolización gradual como un desastre ecológico, cuya combinación dio lugar a la crisis del Dust Bowl y a la subsiguiente migración masiva. La concentración intensiva de ganado que caracterizaría más tarde las explotaciones industriales no había surgido todavía, pero las formas más básicas de concentración y rendimiento intensivo que ya habían causado epidemias de ganado en toda Europa eran ahora la norma. Si las epidemias de ganado inglesas del siglo XVIII fueron el primer caso de una plaga de ganado claramente capitalista, y el brote de peste bovina de la década de 1890 en África el mayor de los holocaustos epidemiológicos del imperialismo, la gripe española puede entenderse entonces como la primera de las plagas del capitalismo en el seno del proletariado.
La Edad Dorada
Los paralelismos con el actual caso chino saltan a la vista. El COVID-19 no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas dentro del sistema capitalista mundial y a través del mismo ha moldeado el sistema de sanidad del país y el estado de la salud pública en general. Por consiguiente, la epidemia, por novedosa que sea, es similar a otras crisis de salud pública anteriores a ella, que suelen producirse casi con la misma regularidad que las crisis económicas y que se consideran de manera similar en la prensa popular, como si se tratara de acontecimientos aleatorios, cisnes negros, totalmente impredecibles y sin precedentes. La realidad, sin embargo, es que estas crisis sanitarias se ajustan a sus propios patrones caóticos y cíclicos de recurrencia, facilitadas por una serie de contradicciones estructurales incorporadas a la naturaleza de la producción y a la vida proletaria bajo el capitalismo. Como en el caso de la gripe española, el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado tras el esplendor de las ciudades relucientes y las grandes fábricas. La realidad, sin embargo, es que el gasto en servicios públicos como la atención sanitaria y la educación en China sigue siendo extremadamente bajo, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dedicado a la infraestructura de ladrillos y mortero: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.
Al mismo tiempo, la calidad de los productos del mercado interior suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la industria china ha producido bienes de alta calidad y elevado valor para la exportación, fabricados según los más estrictos estándares para el mercado mundial, como los teléfonos móviles inteligentes y los chips de ordenador. Pero los productos que se dejan para el consumo en el mercado interior se basan en normas pésimas, lo que provoca escándalos regulares y una profunda desconfianza del público. Los numerosos casos recuerdan sin duda a La jungla de Sinclair y otros relatos de EE UU de la Edad Dorada. El caso más importante que se recuerda, el escándalo de la leche con melamina de 2008, dejó una docena de niños muertos y decenas de miles de personas hospitalizadas (aunque tal vez se vieron afectadas cientos de miles de personas). Desde entonces, varios escándalos han sacudido al público con regularidad: en 2011, cuando se descubrió el uso de aceite remanufacturado –reciclado a partir de los colectores de grasa del alcantarillado– en restaurantes de todo el país, o en 2018, cuando unas vacunas defectuosas mataron a varios niños, y luego un año más tarde, cuando docenas de personas fueron hospitalizadas al recibir vacunas falsas contra el VPH. Las historias menos graves están más descontroladas, componiendo un telón de fondo familiar para cualquiera que viva en China: mezcla de sopa instantánea en polvo con jabón para reducir costes, empresarios que venden cerdos muertos por causas misteriosas en las aldeas vecinas, cotilleos sobre qué tiendas callejeras son más propensas a ponernos enfermos.
Antes de la incorporación paulatina del país al sistema capitalista mundial, en China servicios como la atención sanitaria se prestaban (principalmente en las ciudades) en el marco del sistema danwei de prestaciones empresariales o (sobre todo, pero no exclusivamente, en el campo) en clínicas locales atendidas por abundantes médicos descalzos, servicios que se prestaban de forma gratuita. Los éxitos de la atención sanitaria de la era socialista, al igual que sus éxitos en la esfera de la educación básica y la alfabetización, fueron suficientemente importantes como para que incluso los críticos más duros del país tuvieran que reconocerlos. La esquistosomiasis, que asoló el país durante siglos, quedó básicamente eliminada en gran parte de su centro de origen histórico, para volver con fuerza cuando se empezó a desmantelar el sistema de atención sanitaria socialista. La mortalidad infantil se desplomó y, a pesar de la hambruna que acompañó al Gran Salto Adelante, la esperanza de vida pasó de 45 a 68 años entre 1950 y principios de la década de 1980. La inmunización y las prácticas sanitarias generales se generalizaron, y la información básica sobre nutrición y salud pública, así como el acceso a los medicamentos rudimentarios, fueron gratuitos y accesibles a todo el mundo. Al mismo tiempo, el sistema de médicos descalzos ayudó a divulgar conocimientos médicos básicos, aunque limitados, entre gran parte de la población, contribuyendo a construir un sistema de atención sanitaria robusto y ascendente en condiciones de grave pobreza material. Vale la pena recordar que todo esto tuvo lugar en un momento en que China era más pobre, per cápita, que el país medio del África subsahariana de hoy.
Desde entonces, una combinación de abandono y privatización ha degradado sustancialmente este sistema, al mismo tiempo que la rápida urbanización y la producción industrial desregulada de artículos domésticos y alimentos ha agudizado la necesidad de una atención sanitaria generalizada, por no hablar de los reglamentos sobre alimentos, medicamentos y seguridad. Hoy en día, el gasto público de China en salud es de 323 dólares estadounidenses per cápita, según las cifras de la Organización Mundial de la Salud. Esta cifra es baja incluso en comparación con otros países de renta media-alta, y equivale más o menos a la mitad de lo que gastan Brasil, Bielorrusia y Bulgaria. La reglamentación es mínima o inexistente, lo que da pie a numerosos escándalos como los mencionados anteriormente. Mientras tanto, los efectos de todo esto se dejan sentir con mayor fuerza en los cientos de millones de trabajadores migrantes, para los que todo derecho a prestaciones básicas de atención sanitaria se evapora por completo cuando abandonan sus pueblos rurales de origen (donde, en virtud del sistema hukou, son residentes permanentes independientemente de su ubicación real, lo que significa que no pueden acceder en otro lugar a los recursos públicos existentes).
Aparentemente, se suponía que la asistencia sanitaria pública había sido sustituida a finales de la década de 1990 por un sistema más privatizado (aunque gestionado por el Estado), en el que una combinación de las contribuciones de las empresas y los trabajadores sufragaría la atención médica, las pensiones y el seguro de vivienda. Sin embargo, este sistema de seguridad social ha sufrido una infradotación sistemática, hasta el punto de que las contribuciones supuestamente exigidas a las empresas a menudo se ignoran, con lo que la gran mayoría de los trabajadores tienen que pagar el servicio de su bolsillo. Según la última estimación nacional disponible, solo el 22 % de los trabajadores y trabajadoras migrantes tenían un seguro médico básico. Sin embargo, la falta de contribuciones al sistema de seguridad social no es simplemente un acto de maldad de empresarios corruptos, sino que se explica en gran medida por el hecho de que los estrechos márgenes de beneficio no dejan espacio para ventajas sociales. Según nuestros propios cálculos, pagar la seguridad social en un centro industrial como Dongguan reduciría los beneficios industriales a la mitad y llevaría a muchas empresas a la quiebra. Para colmar las enormes lagunas, China estableció un plan sanitario complementario para cubrir a los jubilados y los trabajadores por cuenta propia, que solo paga unos pocos cientos de yuanes por persona al año en promedio.
Este criticado sistema sanitario genera sus propias y terribles tensiones sociales. Cada año mueren varios miembros del personal médico y docenas de ellos resultan heridos por agresiones de pacientes enfadados o, más a menudo, de familiares de pacientes que han muerto bajo su custodia. El ataque más reciente ocurrió en la víspera de Navidad, cuando un médico de Pekín fue apuñalado hasta la muerte por el hijo de una paciente que creía que su madre había muerto por falta de cuidados en el hospital. Una encuesta entre médicos reveló que nada menos que el 85 % habían sufrido actos de violencia en el lugar de trabajo, y otra, de 2015, mostró que el 13 % de los médicos en China habían sido agredidos físicamente el año anterior. Los médicos chinos visitan a cuatro veces más pacientes al año que los estadounidenses, mientras que perciben menos de 15.000 dólares al año; esto es menos que el ingreso medio per cápita (16.760 dólares), mientras que en Estados Unidos el salario medio de un médico (alrededor de 300.000 dólares) es casi cinco veces mayor que la renta media per cápita (60.200 dólares). Antes de que lo cerraran en 2016 y se detuviera a sus creadores, el ya desaparecido proyecto de blog de seguimiento de Lu Yuyu y Li Tingyu registró al menos varias huelgas y manifestaciones de profesionales sanitarios médicos cada mes.[8] En 2015, el último año completo de sus datos meticulosamente recopilados, se produjeron 43 actos de este tipo. También registraron docenas de “incidentes de [protesta] por el tratamiento médico” cada mes, protagonizados por familiares de los pacientes, con 368 registrados en 2015.
En estas condiciones de desinversión pública masiva del sistema de salud, no es sorprendente que COVID-19 se haya propagado tan fácilmente. En combinación con el hecho de que en China surgen nuevas enfermedades contagiosas a un ritmo de una cada uno o dos años, parecen darse las condiciones para que tales epidemias continúen. Como en el caso de la gripe española, la deficiencia generalizada de salud pública entre la población proletaria ha ayudado a que el virus gane terreno y, a partir de ahí, a que se propague rápidamente. Pero insistimos en que no es solo una cuestión de distribución. También hemos de entender cómo se generó el virus como tal.
No existe vida salvaje
En el caso del brote más reciente, la historia es menos evidente que la de los casos de gripe porcina o aviar, que están tan claramente asociados al núcleo del sistema agroindustrial. Por una parte, los orígenes exactos del virus no están todavía del todo claros. Es posible que se originara en los cerdos, que se comercializan entre otros muchos animales domésticos y salvajes en el mercado mojado de Wuhan, que parece ser el epicentro del brote, en cuyo caso la causalidad podría parecerse más a los casos anteriores de lo que cabría suponer. Es más probable, sin embargo, que el virus se originó en murciélagos o posiblemente en serpientes, animales que suelen cazarse en el medio silvestre. Sin embargo, incluso en este caso existe una relación, ya que el declive de disponibilidad e inocuidad de la carne de cerdo, debido al brote de peste porcina africana, ha hecho que el aumento de la demanda de carne se haya satisfecho a menudo a partir de estos mercados mojados que venden carne de caza salvaje. Pero sin la conexión directa con la ganadería industrial, ¿podemos decir que los mismos procesos económicos tienen algo que ver con este brote en particular?
La respuesta es que sí, pero de una manera diferente. Una vez más, Wallace señala no una, sino dos rutas principales por las que el capitalismo contribuye a gestar y desatar epidemias cada vez más mortales: la primera, esbozada anteriormente, es el fenómeno directamente industrial, en el que los virus se originan en entornos industriales que han sido totalmente subsumidos en la lógica capitalista. El segundo es el proceso indirecto, que tiene lugar a través de la expansión y extracción capitalista en el interior del país, donde virus hasta ahora desconocidos se extraen esencialmente de poblaciones salvajes y se distribuyen a través de los circuitos mundiales del capital. Por supuesto, ambos procesos no están totalmente separados, pero al parecer el segundo caso es el que mejor describe la aparición de la epidemia actual.[9] En este caso, el aumento de la demanda de animales salvajes para el consumo, usos medicinales o (como en el caso de los camellos y el síndrome respiratorio de Oriente Medio) una variedad de funciones culturalmente significativas, genera nuevas cadenas comerciales mundiales de bienes salvajes. En otros, las cadenas de valor agroecológicas preexistentes se amplían simplemente a esferas anteriormente salvajes, alterando los ecosistemas locales y modificando la interfaz entre lo humano y lo no humano.
El propio Wallace es claro al respecto, explicando varias dinámicas que crean enfermedades peores a pesar de que los propios virus ya existen en entornos naturales. La expansión de la producción industrial por sí sola “puede desplazar a los animales silvestres cada vez más capitalizados hacia el último extremo del paisaje primario, desenterrando una mayor variedad de patógenos potencialmente protopandémicos”. En otras palabras, a medida que la acumulación de capital subsume nuevos territorios, los animales se verán empujados a zonas menos accesibles donde entrarán en contacto con cepas de enfermedades que estaban aisladas, mientras que estos mismos animales se convierten en objetivos de la mercantilización, ya que “incluso las especies más salvajes que subsisten están siendo introducidas en las cadenas de valor agrarias”. De manera similar, esta expansión acerca los humanos a estos animales y estos entornos, lo que “puede ampliar la interfaz (y la propagación) entre las poblaciones silvestres no humanas y la ruralidad recientemente urbanizada”. Esto proporciona al virus más oportunidades y recursos para mutar de una manera que le permite infectar a los humanos, aumentando la probabilidad de una propagación biológica. De todos modos, la geografía de la industria en sí nunca es tan netamente urbana o rural, y la agricultura industrial monopolizada hace uso tanto de las grandes explotaciones agrícolas como de las pequeñas: “en la pequeña finca de un arrendatario [una explotación agroindustrial] en el lindero del bosque, un animal de cría puede ingerir un patógeno antes de ser enviado a una planta de procesamiento a las afueras de una gran ciudad”.
El hecho es que la esfera natural ya está subsumida en un sistema capitalista totalmente globalizado que ha logrado cambiar las condiciones climáticas de base y devastar tantos ecosistemas precapitalistas[10] que el resto ya no funciona como podría haberlo hecho en el pasado. Aquí reside otro factor causal, ya que, según Wallace, todos estos procesos de devastación ecológica reducen “la complejidad ambiental con la que el bosque interrumpe las cadenas de transmisión”. La realidad, entonces, es que es un error pensar en tales áreas como la periferia natural de un sistema capitalista. El capitalismo ya es global, y también totalizador. Ya no tiene un linde o frontera con alguna esfera natural no capitalista más allá de él, y por lo tanto no existe una cadena de desarrollo en la que los países atrasados siguen a los que están delante de ellos en su camino hacia la cadena de valor, ni tampoco ninguna verdadera zona salvaje capaz de ser preservada en alguna condición pura e intacta. En su lugar, el capital tiene simplemente un hinterland subordinado, que a su vez está totalmente subsumido en las cadenas de valor mundiales. Los sistemas sociales resultantes –desde el supuesto tribalismo hasta la renovación de las religiones fundamentalistas antimodernas– son en su totalidad productos contemporáneos, y casi siempre están conectados de hecho con los mercados mundiales, a menudo de forma bastante directa. Lo mismo cabe decir de los sistemas bioecológicos resultantes, ya que las zonas salvajes están en realidad integradas en esta economía mundial tanto en el sentido abstracto de dependencia del clima y de los ecosistemas conexos como en el sentido directo de estar asociadas a esas mismas cadenas de valor mundiales.
Este hecho crea las condiciones necesarias para la transformación de las cepas víricas salvajes en pandemias mundiales. Pero el COVID-19 no es la peor de ellas. Una ilustración ideal del principio básico y del peligro global puede encontrarse en el ébola. El virus del ébola[11] es un caso claro de un reservorio vírico existente que se extiende a la población humana. Las pruebas disponibles indican que sus huéspedes de origen son varias especies de murciélagos nativos de África Occidental y Central, que sirven de portadores pero que no se ven afectados por el virus. No ocurre lo mismo con los demás mamíferos salvajes, como los primates y los cefalofos, que contraen periódicamente el virus y sufren brotes rápidos y de gran mortandad. El ébola tiene un ciclo de vida particularmente agresivo fuera de las especies de reservorio. A través del contacto con cualquiera de estos huéspedes salvajes, los humanos también pueden infectarse, con resultados devastadores. Se han producido varias epidemias importantes, y la tasa de mortalidad de la mayoría ha sido extremadamente alta, casi siempre superior al 50 %. En el mayor brote registrado, que resurgió esporádicamente de 2013 a 2016 en varios países de África Occidental, se produjeron 11.000 muertes. La tasa de mortalidad de los pacientes hospitalizados en este brote fue del 57 al 59 %, y resultó mucho más alta para quienes no tuvieron acceso a un hospital. En los últimos años se han desarrollado varias vacunas por parte de laboratorios privados, pero la lentitud de los mecanismos de aprobación y los estrictos derechos de propiedad intelectual se han combinado con la falta generalizada de una infraestructura sanitaria han creado una situación en la que las vacunas apenas han servido para detener la epidemia más reciente, centralizada en la República Democrática del Congo (RDC) y que ahora es el brote más duradero.
La enfermedad se presenta a menudo como si fuera algo así como una catástrofe natural; en el mejor de los casos se achaca al azar, en el peor se atribuye a las prácticas culturales inmundas de la gente pobre que vive en los bosques. Pero el momento en que se produjeron estos dos grandes brotes (2013-2016 en África Occidental y 2018-presente en la República Democrática del Congo) no es una coincidencia. Ambos han ocurrido precisamente cuando la expansión de las industrias primarias ha desplazado aún más a los habitantes de los bosques y ha distorsionado los ecosistemas locales. De hecho, esto parece ser cierto en más casos que en los más recientes, ya que, como explica Wallace, “cada brote del ébola parece estar relacionado con cambios en el uso de la tierra impulsados por el capital, incluso en el primer brote en Nzara (Sudán) en 1976, donde una fábrica financiada por el Reino Unido hilaba y tejía el algodón local”. Del mismo modo, los brotes de 2013 en Guinea se produjeron justo después de que un nuevo gobierno comenzara a abrir el país a los mercados mundiales y a vender grandes extensiones de tierra a conglomerados agroindustriales internacionales. La industria del aceite de palma, notoria por su papel en la deforestación y la destrucción ecológica en todo el mundo, parece haber sido particularmente culpable, ya que sus monocultivos devastan las robustas barreras ecológicas que ayudan a interrumpir las cadenas de transmisión y al mismo tiempo atraen literalmente a las especies de murciélagos que sirven de reservorio natural del virus.[12]
Mientras tanto, la venta de grandes extensiones de tierra a empresas comerciales agroforestales supone tanto la desposesión de las poblaciones locales que viven en los bosques como la distorsión de sus formas locales de producción y recolección, que dependen del ecosistema. Esto deja a menudo a la gente pobre de las zonas rurales sin otra opción que internarse más en el bosque, al tiempo que trastorna su relación tradicional con este ecosistema. El resultado es que la supervivencia depende cada vez más de la caza de animales salvajes o de la recolección de plantas y madera para su venta en los mercados mundiales. Esas poblaciones se convierten entonces en los representantes de la ira de las organizaciones ecologistas mundiales, que las denuncian como cazadores furtivos y madereros ilegales, responsables de la misma deforestación y destrucción ecológica que las empujó a esos comercios en primer lugar. A menudo, el proceso toma entonces un giro mucho más siniestro, como en Guatemala, donde los paramilitares anticomunistas, rémoras de la guerra civil del país, se transformaron en fuerzas de seguridad verdes, encargadas de proteger el bosque de la tala, la caza y el narcotráfico ilegales, que eran los únicos oficios disponibles para sus habitantes indígenas, que habían sido empujados a tales actividades precisamente por la violenta represión que habían sufrido de esos mismos paramilitares durante la guerra.[13] Desde entonces, el patrón se ha reproducido en todo el mundo, favorecido por los medios de comunicación de los países ricos, que celebran la ejecución (a menudo directamente filmada) de furtivos por parte de unas fuerzas de seguridad supuestamente verdes.[14]
La contención como ejercicio en el arte de gobernar
COVID-19 ha centrado la atención mundial en una escala sin precedentes. El ébola, la gripe aviar y el SARS, por supuesto, también vinieron acompañados de un frenesí mediático. Pero algo acerca de esta nueva epidemia ha generado un tipo diferente de aguante. En parte, esto se debe casi con seguridad a la espectacular magnitud de la respuesta del gobierno chino, que ha dado lugar a imágenes igualmente espectaculares de megalópolis vaciadas que contrastan con la imagen habitual de los medios de comunicación de China como un país superpoblado y contaminado. Esta respuesta también ha sido una prolija fuente de especulaciones habituales sobre el inminente colapso político o económico del país, favorecidas además por las continuas tensiones de la fase inicial de la guerra comercial con EE UU. Esto se combina con la rápida propagación del virus, apareciendo este como una amenaza mundial inmediata, a pesar de su baja tasa de mortalidad.[15]
Sin embargo, en un plano más profundo, lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, una especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva del Estado chino, pero pone de relieve asimismo la incapacidad más profunda de este Estado, revelada por su necesidad de confiar tanto en una combinación de medidas de propaganda total desplegadas a través de todos los medios de comunicación y la movilización de buena voluntad de la población local que, de otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión represiva supone una incapacidad más profunda del Estado chino, que en sí mismo está todavía en construcción.
Esto de por sí nos ofrece una ventana para contemplar la naturaleza del Estado chino, mostrando cómo está desarrollando nuevas e innovadoras técnicas de control social y respuesta a la crisis capaces de ser desplegadas incluso en condiciones en las que la maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente. Esas condiciones, a su vez, ofrecen un panorama aún más interesante (aunque más especulativo) de cómo podría responder la clase dirigente de un país determinado cuando una crisis generalizada y una insurrección activa provoquen disrupciones similares hasta en los Estados más robustos. El brote viral se vio favorecido en todos los aspectos por las deficientes conexiones entre los niveles de gobierno: la represión de los médicos denunciantes por parte de los funcionarios locales en contra de los intereses del gobierno central, los ineficaces mecanismos de notificación de los hospitales y la prestación extremadamente deficiente de la atención sanitaria básica son solo algunos ejemplos. Mientras tanto, los diferentes gobiernos locales han vuelto a la normalidad con ritmos diferentes, casi completamente fuera del control del Estado central (excepto en Hubei, el epicentro). En el momento de redactar este texto, parece casi totalmente aleatorio qué puertos están en funcionamiento y qué empresas locales han reanudado la producción. Pero esta cuarentena de bricolaje ha hecho que las redes logísticas de larga distancia entre ciudades sigan perturbadas, ya que cualquier gobierno local puede impedir simplemente, al parecer, el paso de trenes o camiones de carga a través de sus fronteras. Y esta incapacidad a nivel de base del gobierno chino le ha obligado a tratar el virus como si fuera una revuelta popular, jugando a la guerra civil contra un enemigo invisible.
La maquinaria estatal nacional comenzó a funcionar realmente el 22 de enero, cuando las autoridades mejoraron las medidas de respuesta de emergencia en toda la provincia de Hubei y dijeron al público que tenían la autoridad legal para establecer instalaciones de cuarentena, así como para “reunir” el personal, los vehículos y las instalaciones necesarias para la contención de la enfermedad, o para establecer bloqueos y controlar el tráfico (con lo que se autorizaba un fenómeno que sabía que ocurriría de todos modos). En otras palabras, el pleno despliegue de los recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento al esfuerzo voluntario en nombre de los habitantes de la localidad. Por un lado, un desastre tan masivo pondrá a prueba la capacidad de cualquier Estado (véase, por ejemplo, la respuesta a los huracanes en Estados Unidos). Pero, por otra parte, esto repite una pauta común en el arte de gobernar de China, según la cual el Estado central, al carecer de estructuras de mando formales y eficaces que se extiendan hasta el nivel local, tiene que basarse en una combinación de llamamientos ampliamente difundidos para que los funcionarios y los ciudadanos locales se movilicen y una serie de castigos a posteriori para los que peor respondan (amparados en la lucha contra la corrupción). La única respuesta verdaderamente eficaz se encuentra en zonas específicas en las que el Estado central concentra el grueso de su poder y su atención, en este caso, Hubei en general y Wuhan en particular. En la mañana del 24 de enero, la ciudad ya se encontraba en estado de cierre total efectivo, sin trenes que entraran o salieran, casi un mes después de que se detectara la nueva cepa del coronavirus. Funcionarios de sanidad nacionales declararon que las autoridades sanitarias podían examinar y poner en cuarentena a cualquier persona a su discreción. Además de las principales ciudades de Hubei, docenas de otras ciudades de toda China, incluidas Pekín, Cantón, Nankín y Shanghái, han establecido bloqueos de diversa índole a los flujos de personas y mercancías que entran y salen de sus fronteras.
En respuesta al llamamiento del Estado central a movilizarse, algunas localidades han tomado sus propias iniciativas extrañas y estrictas. Las más espantosas de ellas corresponden a cuatro ciudades de la provincia de Zhejiang, en las que se han expedido pasaportes locales a 30 millones de personas, lo que permite que solo una persona por hogar salga de su casa una vez cada dos días. Ciudades como Shenzhen y Chengdu han ordenado el confinamiento de todos los barrios, y han autorizado la puesta en cuarentena de edificios enteros de departamentos durante catorce días si se encuentra un solo caso confirmado del virus en su interior. Mientras tanto, cientos de personas han sido detenidas o multadas por “difundir rumores” sobre la enfermedad, y algunas que han quebrantado la cuarentena han sido detenidas y sentenciadas a largas penas de cárcel, y las propias cárceles están experimentando ahora un grave brote, debido a la incapacidad de los funcionarios de aislar a los individuos enfermos incluso en un entorno especialmente concebido para facilitar el aislamiento. Este tipo de medidas desesperadas y agresivas reflejan las de los casos extremos de contrainsurgencia, recordando muy claramente las acciones de la ocupación militar-colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, en Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis de este tipo que albergan a gran parte de la población mundial. La represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción ejecutada por el Estado.
Incapacidad
Esta particular represión se beneficia de su carácter aparentemente humanitario, ya que el Estado chino puede movilizar un mayor número de personas para ayudar en lo que es, esencialmente, la noble causa de frenar la propagación del virus. Pero, como cabe esperar, estas medidas restrictivas siempre resultan contraproducentes. La contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que solo se lleva a cabo cuando resultan imposibles formas más sólidas de conquista, apaciguamiento e integración económica. Es una acción costosa, ineficiente y de retaguardia, que revela la incapacidad más profunda de cualquier poder encargado de desplegarla, ya sean los intereses coloniales franceses, el menguante imperio estadounidense u otros. El resultado de la represión es casi siempre una segunda revuelta, ensangrentada por el aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Aquí, la cuarentena difícilmente reflejará la realidad de la guerra civil y la contrainsurgencia. Pero incluso en este caso, la represión ha fracasado a su manera. Con tanto esfuerzo del Estado enfocado al control de la información y la constante propaganda desplegada a través de todos los aparatos mediáticos posibles, el malestar se ha expresado en gran medida dentro de las mismas plataformas.
La muerte del Dr. Li Wenliang, uno de los primeros denunciantes de los peligros del virus, el 7 de febrero, sacudió a los ciudadanos encerrados en sus casas en todo el país. Li fue uno de los ocho médicos detenidos por la policía por difundir información falsa a principios de enero, antes de contraer el virus él mismo. Su muerte provocó la ira de los ciudadanos y una declaración de arrepentimiento del gobierno municipal de Wuhan. La gente está empezando a ver que el Estado está formado por funcionarios y burócratas torpes que no tienen ni idea de qué hacer, pero que simulan ser fuertes.[16] Este hecho quedó claro sobre todo cuando el alcalde de Wuhan, Zhou Xianwang, se vio obligado a admitir en la televisión estatal que su gobierno había retrasado la publicación de información crítica sobre el virus después de que se produjera un brote. La propia tensión causada por el brote, combinada con la que indujo la movilización total del Estado, ha empezado a revelar a la población en general las profundas fisuras que se esconden tras el retrato tan fino como el papel que el gobierno pinta de sí mismo. En otras palabras, situaciones como estas han expuesto las incapacidades fundamentales del Estado chino a un número cada vez mayor de personas que anteriormente habrían tomado la propaganda del gobierno al pie de la letra.
Si se pudiera encontrar un solo símbolo para expresar el carácter básico de la respuesta del Estado, sería algo como el vídeo de arriba, grabado por un vecino de Wuhan y compartido en Internet occidental a través de Twitter en Hong Kong.[17] Muestra a un número de personas que parecen ser médicos o socorristas provistos de un equipo de protección completo tomándose una foto con la bandera china. La persona que filma el vídeo explica que están fuera de ese edificio todos los días para varias sesiones fotográficas. El vídeo sigue a los hombres mientras se quitan el equipo de protección y se quedan parados platicando y fumando, incluso usando uno de los trajes para limpiar su automóvil. Antes de irse, uno de los hombres arroja sin más el traje protector en un contenedor de basura cercano, sin molestarse en tirarlo al fondo donde no se vea. Vídeos como éste se han difundido rápidamente antes de ser censurados: pequeñas rasgaduras en el fino velo del espectáculo autorizado por el Estado.
En un nivel más fundamental, la cuarentena también ha comenzado a ver la primera ola de reverberaciones económicas en la vida personal de las personas. Se ha informado ampliamente sobre el aspecto macroeconómico de esta situación, ya que una reducción masiva del crecimiento chino podría provocar una nueva recesión mundial, especialmente si se combina con la continuación del estancamiento en Europa y un reciente bajón de uno de los principales índices de salud económica de EE UU, que muestra una repentina disminución de la actividad comercial. En todo el mundo, las empresas chinas y las que dependen fundamentalmente de las redes de producción chinas están estudiando ahora sus cláusulas de fuerza mayor, que permiten los retrasos o la cancelación de las responsabilidades que contraen ambas partes en un contrato comercial cuando ese contrato se vuelve imposible de cumplir. Aunque de momento es poco probable, la mera perspectiva ha hecho que se restablezca una cascada de demandas de producción en todo el país. La actividad económica, sin embargo, solo se ha reactivado en parte: todo funciona ya sin problemas en algunas áreas mientras que en otras todavía impera una pausa indefinida. De momento, el 1 de marzo se ha declarado la fecha provisional en la que las autoridades centrales han pedido que todas las zonas fuera del epicentro del brote vuelvan a trabajar.
Pero otros efectos han sido menos visibles, aunque posiblemente sean mucho más importantes. Muchos trabajadores migrantes, incluidos los que se habían quedado en las ciudades en que trabajan de cara al Festival de Primavera o que pudieron regresar antes de que se practicaran varios cierres, están ahora atrapados en un peligroso limbo. En Shenzhen, donde la gran mayoría de la población es migrante, los lugareños informan de que el número de personas sin hogar ha empezado a aumentar. Pero las nuevas personas que deambulan por las calles no son personas sin hogar habituales, sino que al parecer han sido literalmente abandonadas allí sin ningún otro lugar adonde ir, todavía con ropa relativamente limpia, sin saber dónde es mejor dormir a la intemperie o dónde obtener comida. Varios edificios de la ciudad han experimentado un aumento de los pequeños robos, sobre todo de comida depositada a la puerta de los residentes que se quedan en casa para la cuarentena. En general, los trabajadores están dejando de cobrar sus salarios a medida que la producción se paraliza. En el mejor de los casos, las paradas de la producción dan lugar a cuarentenas en los dormitorios de empresa, como la impuesta en la planta de Foxconn en Shenzhen, donde los trabajadores que acaban de retornar han de permanecer en sus habitaciones durante una o dos semanas, se les paga alrededor de un tercio de sus salarios normales y luego se les permite regresar a la línea de producción. Las empresas más pobres no tienen esta opción, y el intento del gobierno de ofrecer nuevas líneas de crédito barato a las empresas más pequeñas probablemente no sirva de mucho a largo plazo. En algunos casos, parece que el virus simplemente acelerará las tendencias preexistentes de reubicación de fábricas, ya que empresas como Foxconn amplían la producción en Vietnam, India y México para compensar la desaceleración.
La guerra surrealista
Mientras tanto, la torpe respuesta inicial al virus, la aplicación por el Estado de medidas particularmente punitivas y represivas para controlar el brote y la incapacidad del gobierno central para coordinar eficazmente entre las localidades con el fin de hacer malabarismos con la producción y la cuarentena simultáneamente, todo indica que en el corazón de la maquinaria del Estado anida una profunda incapacidad. Si, como argumenta nuestro amigo Lao Xie, el gobierno de Xi Jinping ha puesto el acento en la “construcción del Estado”, parece que queda mucho trabajo por hacer en este sentido. Al mismo tiempo, si la campaña contra el COVID-19 puede leerse también como un simulacro de lucha contra una revuelta popular, es notable que el gobierno central solo tenga la capacidad de proporcionar una coordinación eficaz en el epicentro de Hubei y que sus respuestas en otras provincias –incluso en lugares ricos y bien considerados como Hangzhou– sigan siendo en gran medida descoordinadas y desesperadas. Podemos interpretar esto de dos maneras: primero, como una demostración de la debilidad que subyace a las maneras duras del poder estatal, y segundo, como una advertencia sobre la amenaza que suponen las respuestas locales descoordinadas e irracionales cuando la maquinaria del Estado central está desbordada.
Estas son lecciones importantes para una época en que la destrucción causada por la acumulación interminable se ha extendido tanto hacia arriba en el sistema climático mundial como hacia abajo en los sustratos microbiológicos de la vida en la Tierra. Tales crisis se volverán más comunes. A medida que la crisis secular del capitalismo adquiera un carácter aparentemente no económico, nuevas epidemias, hambrunas, inundaciones y otros desastres naturales se utilizarán para justificar la ampliación del control estatal, y la respuesta a esas crisis funcionará cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas herramientas no probadas para la contrainsurgencia. Una política comunista coherente debe tener en cuenta ambos hechos. En el plano teórico, esto significa comprender que la crítica del capitalismo se empobrece cuando se separa de las ciencias duras. Pero en el plano práctico, también implica que el único proyecto político posible hoy en día es el que es capaz de orientarse en un terreno definido por una catástrofe ecológica y microbiológica generalizada, y de operar en este estado perpetuo de crisis y atomización.
En una China en cuarentena, empezamos a vislumbrar tal paisaje, al menos en sus contornos: calles vacías del final del invierno, cubiertas de una tenue capa de nieve intacta, rostros iluminados por la luz de un teléfono móvil que se asoman a las ventanas, barricadas esporádicas atendidas por unas cuantas enfermeras, policías, voluntarios o simplemente actores pagados encargados de izar banderas y decir a la gente que se pongan la máscara y vuelvan a casa. El contagio es social. Por lo tanto, no debe sorprender que la única manera de combatirlo en una etapa tan tardía es librar una especie de guerra surrealista contra la sociedad misma. No os juntéis, no provoquéis el caos. Pero el caos también se puede construir en el aislamiento. Mientras los hornos de todas las fundiciones se enfrían hasta no contener más que brasas que crepitan suavemente y luego se convierten en cenizas heladas, las muchas desesperaciones menores no pueden evitar salir de esa cuarentena para caer juntos en un caos mayor que un día, como este contagio social, podría ser difícil de contener.
03/03/2020
http://chuangcn.org/2020/02/social-contagion/
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