EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

viernes, 11 de octubre de 2019

Mercantilizacion del medio ambiente

Mercantilización del medio ambiente
Tú sola no puedes salvar el planeta
10/10/2019 | Philipp Chmel
La crisis climática es probablemente el mayor reto al que jamás se ha enfrentado la humanidad, y su alcance y urgencia no dejan de aumentar. Está claro que tenemos que reducir las emisiones de CO2 y que esto incumbe ante todo a los países del hemisferio norte. A partir de ahí podemos concluir fácilmente que en Occidente hemos de cambiar de estilo de vida a fin de avanzar hacia un mundo más justo y sostenible. No es extraño, entonces, que el consumo ético (o sostenible) se haya convertido en una forma cada vez más amplia de responder al desastre que se avecina. En efecto, un estudio realizado en 2018 en el Reino Unido y en EE UU reveló que el 70 % de las personas creen que los consumidores individuales son los principales responsables de proteger el medio ambiente.
El consumo sostenible es atractivo tanto para los productores como para los consumidores; después de todo, brinda la posibilidad de seguir consumiendo y al mismo tiempo cuidar de otras personas y del medio ambiente. La gente tiene la opción aparente de hacer algo concreto contra el peligro abstracto y abrumador de la crisis climática… sin necesidad de operar un cambio radical. Dentro de las coordenadas de nuestro sistema económico actual, esto parece tener sentido. El consumo sostenible combina la necesidad económica de crecer y generar ganancias con los valores de la sostenibilidad ecológica y social. La pretensión –o ilusión– es que todas estas cosas pueden prosperar armoniosamente. Claudia Langer, la fundadora de la página web sobre el estilo de vida sostenible utopia.de, califica este movimiento de “la revolución más pacífica de todos los tiempos”, afirmando que las decisiones de los consumidores determinan hoy el rumbo que emprenden las empresas.
¿Es cierto esto? Parece sumamente dudoso, entre otras cosas si tenemos en cuenta que tan solo un centenar de empresas han causado el 71 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero desde 1988. ¿Somos nosotros, los consumidores, quienes decidimos el rumbo de las cosas? ¿O bien nos manipulan las grandes empresas y el movimiento del desarrollo sostenible? Más bien parece que sus soluciones –y sus intereses– no son las mismas que las de la mayoría social.
Efectos desiguales
Al pensar en el impacto que tiene la especie humana en el medio ambiente es importante señalar que los efectos nocivos de la crisis climática no son los mismos para todo el mundo, sino que están estrechamente relacionados con la desigualdad económica y otros desequilibrios de poder estructurales. La crisis climática no solo constituye una amenaza para la humanidad en general, sino que refuerza y reproduce las desigualdades existentes. Esto se debe, entre otros motivos, a que los orígenes de la crisis climática y sus consecuencias están vinculadas inextricablemente a nuestro sistema económico, el capitalismo, así como a los desequilibrios de poder sociales como el patriarcado y el racismo.
La desigualdad de las emisiones de carbono per cápita se puso de manifiesto en un estudio de Oxfam de 2015, en el que se comparaban las emisiones del consumo de las personas en función de sus ingresos y su patrimonio. Los resultados son chocantes en dos sentidos. En primer lugar, muestran que el 10 % más rico de la población es responsable de casi el 50 % de las emisiones globales de CO2, mientras que el 50 % más pobre solo emite conjuntamente el 10 %. En segundo luigar, el estudio demuestra que el grupo de personas que emiten menos CO2 es asimismo el grupo que más sufre los efectos del cambio climático. El 50 % más pobre de la población vive sobre todo en los países más vulnerables, soportando, por ejemplo, mayores riesgos de inundaciones, sequías y olas de calor. Estas desigualdades también se dan dentro de cada país.
El huracán Katrina fue un caso paradigmático: la gente pobre, la de edad avanzada y la de color fue la que se llevó la peor parte y la que tenía menos recursos para enfrentarse a la catástrofe. Además, especialmente en el hemisferio sur, las mujeres están mucho más expuestas que los hombres, lo que en parte se debe al reparto del trabajo en función del género. La carga de trabajo de las mujeres aumenta al depender más de la agricultura de secano y ser responsables en su mayoría de buscar agua, que resulta más inaccesible cuando se agotan las fuentes. Las mujeres asumen de manera desproporcionada la tarea social de cuidar a las personas ancianas y enfermas y de este modo corren un mayor riesgo en situaciones de falta de servicios sanitarios.
Estas desigualdades polarizadas resultan todavía más drásticas cuando vemos quién se beneficia del desarrollo de intereses económicos en torno a los combustibles fósiles. De 2010 a 2015, el número de personas que constan en la lista Forbes de milmillonarios y que tenían un interés directo en el aumento de la producción de combustibles fósiles aumentó de 54 a 88, mientras que su riqueza conjunta creció de 200.000 a 300.000 millones de dólares. Esta pequeña elite se beneficia directamente de las medidas y políticas nocivas para el clima y sin duda no está para nada interesada en cambiar el status quo.
Tentador, pero ineficaz
Si no todas las personas corren el mismo peligro a causa de la catástrofe climática, podemos preguntarnos qué implicaciones tiene este hecho con respecto a los medios más eficaces para prevenirla. Un problema a la hora de responder a esta cuestión es el fracaso de los intentos actuales de realizar un cambio estructural. Un ejemplo de libro de texto de ello está en el Acuerdo de París de Naciones Unidas, con el que 196 países prometieron mantener de aquí a 2050 el aumento de la temperatura por debajo de 2° C en comparación con la época preindustrial, o preferiblemente por debajo de 1,5°C, y reducir a cero las emisiones netas en el mismo plazo. El objetivo es claro, las medidas necesarias se conocen y los medios están disponibles, pero falta la acción. Los gobiernos no actúan de acuerdo con el tratado que firmaron, y EE UU se retiró del mismo enteramente.
Esta incuria por parte de las instituciones ha conferido sin duda más protagonismo a planteamientos individuales como el consumo sostenible para ayudarnos a avanzar por este camino. Numerosas páginas web nos permiten calcular nuestras huellas de carbono y continuamente nos proponen la manera de reducir nuestras emisiones de CO2, desde comer menos carne y productos lácteos hasta utilizar menos el coche, volar menos, apagar las luces o comprar productos ecológicos y de comercio justo. Estos cambios no solo parecen razonables a la vista de la crisis en ciernes, sino que el consumo sostenible proporciona a la gente la sensación de que está en el puesto de mano: cada una decide qué compra y por tanto determina qué se produce. Castigamos a las empresas no éticas boicoteándolas o premiamos a sus homólogas éticas comprando sus productos. Sin embargo, vale la pena preguntarse si este planteamiento confiere realmente poder a la gente, y sobre todo si permite afrontar la enorme magnitud de emisiones globales y otras secuelas medioambientales.
Existen tres grandes categorías de consumo sostenible: productos de comercio justo, agricultura ecológica y compensación del carbono. El movimiento del comercio justo pretende ante todo impulsar unas condiciones de trabajo y unas remuneraciones justas, no reducir los impactos medioambientales. Un estudio de revisión de 2009 sobre el efecto del comercio justo no halló ninguna referencia bibliográfica que incluyera una evaluación ambiental metódica. Esto contrasta con la agricultura ecológica, que promueve más claramente la imagen de ser mejor, desde el punto de vista medioambiental, que la producción convencional. Sin embargo, un estudio de revisión de 2017, realizado por Michael Clark y David Tilman, reveló que, contrariamente a las creencias de muchas personas, los alimentos ecológicos no son más beneficiosos para el medio ambiente que los productos convencionales. En función del tipo de producto, la producción ecológica o convencional puede ser mejor desde este punto de vista, y globalmente las diferencias se compensan más o menos recíprocamente. En conjunto, la producción ecológica consume menos energía, pero emite cantidades similares de gases de efecto invernadero, requiere mayores extensiones de terreno y causa una mayor eutrofización, es decir, una sobrecarga de nitrógeno y fósforo en las aguas superficiales debido al uso de fertilizantes.
Más que centrarnos en la compra de productos ecológicos o convencionales, sería más eficaz tener en cuenta las enormes diferencias existentes entre los distintos tipos de alimentos que consumimos. El uso de terreno por gramo de proteína en la producción de carne de vacuno es 50 veces mayor que en la de arroz, y las emisiones de carbono es 10 veces mayor. Lo que comemos es mucho más importante que el modo de producirlo.
La compensación voluntaria de carbono también ha proliferado muy rápidamente. La idea en este caso consiste en donar dinero a proyectos encaminados a compensar las emisiones de CO2, por ejemplo mediante la plantación de árboles en alguna otra parte del mundo. Esto puede sonar razonable, pero en casi todos los casos adquiere una dinámica neocolonial. Gracias a este sistema, las empresas y quienes disponen de los recursos económicos necesarios pueden exportar simplemente su responsabilidad en la reducción de las emisiones a los países más pobres, lo que les permite eludir la necesidad de introducir cambios radicales en el lugar de origen.
Sin embargo, estos planteamientos convencen a muchas personas. Michael Bilharz, un experto en ecología y economía, registró las emisiones de CO2 y el consumo de energía de 24 consumidoras sostenibles pertenecientes al grupo demográfico que expertas en márqueting denominan Estilos de Vida de Salud y Sostenibilidad (LOHAS, Lifestyles of Health and Sustainability). Todas eran miembras del BUND Naturschutz, la rama bávara de una organización alemana dedicada a la defensa de la naturaleza, y todas ellas habían adoptado diversas medidas para reducir sus emisiones de CO2, como comprar productos ecológicos y de comercio de proximidad, no dejar los aparatos eléctricos en modo de espera y adquirir energía de origen renovable. En promedio, estas personas opinaban que su huella de carbono era de alrededor de un 30 % más baja que la media alemana. No obstante, el resultado del estudio desmintió esta autovaloración: por el contrario, sus impactos ambientales eran iguales o superiores a la media nacional.
Esta discrepancia demuestra dos cosas. En primer lugar, el propósito de lo que se considera un estilo de vida sostenible está equivocado. La gente tiene la sensación de que realmente está haciendo algo cuando introduce pequeños cambios en sus rutinas cotidianas o sustituye sus electrodomésticos por otros más eficientes. Sin embargo, no tiene en cuenta posibles efectos de rebote e incluso puede verse estimulada a consumir más, ya sea gastando el dinero que ha ahorrado en la factura de la luz en alguna otra cosa ambientalmente nociva, ya sea porque se siente moralmente autorizada a consumir más en virtud de su anterior comportamiento sostenible (autolicencia). En segundo lugar, el estudio de Bilharz muestra que el principal factor determinante de las emisiones de CO2 de la gente es su renta y su patrimonio, y de hecho, la gente preocupada por el medioambiente no es una excepción al respecto. Las personas que ganan más dinero suelen consumir y viajar más y viven en casas y pisos más grandes.
En cambio, el libro de Bilharz, Going Big with Big Matters, escrito junto con Katharina Schmitt, propone centrarse en decisiones cuyo efecto es más importante, como reducir el tamaño de nuestros espacios de vivienda personales, cambiar de sistema de calefacción y de aislamiento térmico, reducir radicalmente los viajes en avión, utilizar automóviles altamente eficientes, participar en sistemas de coches compartidos e invertir en energías renovables.
Podemos reflejar en cifras la importancia relativa de estos cambios: según un estudio realizado en 2017 por Seth Wynes y Kimberly Nicholas, el reciclado completo permite ahorrar 0,2 tCO2e y el cambio de las bombillas domésticas por otras de menor consumo, 0,1 tCO2e al año. Son valores muy pequeños en comparación con las 0,8 tCO2e que pueden ahorrarse cada año si se mantiene una dieta vegetariana o se reduce el uso del automóvil. Un coche de gama media emite 190 gCO2/milla y un SUV medio, 216 gCO2/milla, lo que da unos valores anuales de 2,56 tCO2e y 2,91 tCO2e, respectivamente, si se recorren 13.467 millas al año (la distancia media que recorrieron los estadounidenses en coche en 2018). Pero si necesitamos dar pasos más grandes, ¿por qué estas decisiones de efecto tan escaso resultan tan atractivas y por qué se ha promovido tan ampliamente el consumo sostenible? ¿Acaso no se trata más que de un medio de las empresas para subcontratar su responsabilidad moral?
Ser buena gente
Como he mencionado más arriba, el consumo sostenible puede dar la sensación de tener el poder. Pero antes que nada es una cuestión de comodidad y estética. Según un estudio de tendencias publicado en 2009 por el Grupo Otto, una empresa alemana de venta por correo y comercio electrónico, la mayoría de consumidores de hoy están motivados para comprar productos de comercio justo y ecológicos por razones individuales más que por una amplia solidaridad social. El comportamiento ético se percibe como un factor de confort individual, mientras que la estética, la indulgencia y la automejora han arrinconado ideales que prevalecían en el movimiento ecológico de la década de 1980, como la renuncia al consumo y la acción concertada para cambiar el mundo. No es extraño, por tanto, que Johannes Merck, el director de responsabilidad empresarial del Grupo Otto, preconice unos “modelos de rol” que permitan convertir el consumo ético en un símbolo de condición social. Insiste en que la conducta ética viene impulsada por el deseo de consumir.
Sin embargo, el consumo sostenible también tiene un aspecto más pronunciadamente regresivo, pues supone el traslado de la responsabilidad de la producción y la empresa al consumidor. La salvación del planeta se convierte en una cuestión de decisiones personales más que de regulaciones sociales generales. En efecto, mientras que el consumo ético distingue entre productos moralmente buenos y malos, no se detiene ahí. Hoy en día, cada vez más personas se definen a sí mismas –y proclaman su superioridad sobre otras– en función de los productos que compran. La decisión a favor o en contra de determinados productos puede influir en si le consideran a una, en abstracto, una buena o mala persona y puede espolear en concreto la autocensura o la condena de otros. En efecto, no todo el mundo puede permitirse participar en el movimiento del consumo ético. No todo el mundo tiene tiempo, dinero o energía para dedicarse al consumo ético. Hasta el año 1562, un católico podía comprar el perdón del castigo por sus pecados mediante las indulgencias: dinero para la iglesia a cambio de la redención del alma. Hoy, si la responsabilidad moral sobre el impacto ambiental de los productos se traslada de la empresa a las consumidoras individuales, la gente con ingresos bajos en muchos casos no puede permitirse la buena conciencia.
Para las propias empresas, las razones para promover productos sostenibles son más económicas que éticas. El mercado de estos productos tiene un elevado potencial de crecimiento, y una imagen verde auténtica confiere a las compañías una ventaja competitiva; de acuerdo con el estudio de los Vencedores Verdes de la consultora A.T. Kearney, las compañías sostenibles alcanzaron resultados del 10 al 15 % mejores durante la crisis financiera que las empresas convencionales. Se supone que el consumo ético amplía el significado del consumo como tal al combinarlo con valores inmateriales como la autonomía, la comunidad, la honestidad, la justicia y la naturaleza. Podemos hallar paralelismos con el golpe de efecto de márqueting de Edward Bernays, considerado a menudo el fundador de las relaciones públicas. En 1929 anunció cigarrillos para mujeres llamándolos antorchas de la libertad. Pagó a mujeres para que fumaran sus antorchas de la libertad en el desfile de Pascua de Nueva York; en aquella época todavía era un tabú social que las mujeres fumaran en público. La campaña asociaba los cigarrillos a la emancipación femenina para superar ese tabú social, utilizando así la lucha feminista para acceder a un nuevo mercado.
El consumo ético es el ejemplo por excelencia del capitalismo verde. No se limita a rechazar las críticas por las consecuencias destructivas del capitalismo como tal, sino que incluso las incorpora, de modo que se presenta como parte de la solución de los problemas generados por el propio capitalismo. Sin embargo, las medidas orientadas al mercado que avanza el capitalismo verde son antidemocráticas y apolíticas. Convierten la valía medioambiental en una cuestión de renta y consumo de una manera que estabiliza el status quo. Las grandes empresas pueden conservar, por no decir aumentar, su poder actual al mismo tiempo que quedan exentas de su responsabilidad a través del mercado, que a su vez descarga en el individuo la responsabilidad moral y le priva del poder político real. El capitalismo verde estabiliza el sistema actual ofreciendo a la gente una solución dentro del mismo, una solución que no cuestiona, sino que más bien promueve, el motivo de la ganancia que le es intrínseco.
Acción colectiva
La crisis climática es el mayor reto en este siglo XXI. La respuesta científica a qué hay que hacer para combatir el calentamiento global es clara desde hace decenios: hemos de mantenernos por debajo del objetivo fijado por el PICC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) de 1,5 °C de aumento de la temperatura global y reducir las emisiones netas a cero de aquí a 2050. Sin embargo, los dirigentes políticos no han actuado con la suficiente rapidez, ni mucho menos, confiando en el mercado. Pero no podemos esperar. La crisis climática es una cuestión política al 100 % que nos afecta a todas. Resolver este problema exige un cambio político real, y la acción colectiva para conseguirlo.
Muchas personas que se preocupan por la crisis climática y tratan activamente de combatirla tal vez ya sean conscientes de las cuestiones planteadas en este artículo. Sin embargo, la mayoría de las conversaciones que mantenemos con amistades y familiares en torno a lo que tú y yo podemos hacer concretamente siguen centrándose sobre todo en la acción individual y no colectiva. Es probable que estos comentarios influyan en nuestra manera de pensar y actuar en este mundo, y esto también se aplica, por supuesto, a las discusiones sobre posibles soluciones a la crisis climática. Así que ¿por qué no hablamos más de manifestarnos conjuntamente, por qué no hablamos más de organizarnos como grupo y por qué no hablamos más de medios de transformación que han resultado efectivos en el pasado, a saber, los movimientos sociales masivos y las huelgas económicas?
En los últimos meses ha surgido un movimiento mundial por el clima que tiene un ímpetu significativo y sigue creciendo. Muchos de los grupos recién formados se han inspirado en las acciones de la activista climática sueca Greta Thunberg, que desde agosto de 2018 hace huelga en su escuela todos los viernes. El 15 de marzo hubo una huelga mundial de escuelas y universidades a favor del clima en más de dos mil ciudades con más de un millón y medio de participantes (según las organizadoras). El 20 de septiembre comenzó otra huelga todavía más generalizada.
El movimiento ha sido atacado por varias fuerzas conservadoras, pero también ha sido objeto de un gran interés y muchas muestras de solidaridad. Miles de científicos han firmado cartas abiertas en señal de solidaridad y muchos sindicatos apoyan activamente al movimiento, así como maestras que respaldan a las estudiantes. Algunas educadoras incluso anuncian su participación en las huelgas por el clima.
Este es el fenómeno más prometedor que ha habido en años, tal vez incluso en decenios, en la lucha contra la crisis climática. Si continúa esta dinámica, es posible que las huelgas climáticas protagonizadas por la juventud unan sus fuerzas a las huelgas de maestras por la mejora de sus condiciones laborales, combinando las reivindicaciones ambientales con la lucha por los servicios públicos. Este es el camino hacia un cambio más fundamental, la liberación del modelo económico capitalista y del peligro que supone para nuestras vidas y nuestro medioambiente. Como desmuestran las huelgas por el clima, no tienes que salvar el planeta por ti sola.
24/09/2019
https://www.jacobinmag.com/2019/09/climate-crisis-ethical-consumption-greta-thunberg-environment
Philipp Chmel es activista climático austriaco.
Traducción: viento sur

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