En Revista Viento Sur nº 165
plural
Pensar y actuar desde el marxismo hoy
El marxismo ecológico ante la crisis ecosocial
Jaime Vindel
El elemento común a las aportaciones más ambiciosas de la teoría ecosocialista reciente es su deseo de deshacerse del complejo de culpa que habría atravesado a generaciones anteriores de esa tradición de pensamiento crítico. En la interpretación propuesta por autores como John Bellamy Foster o Paul Burkett (2017), el surgimiento del ecosocialismo habría consistido en una rectificación de las inercias productivistas que atravesaban la obra de Marx. Las primeras formulaciones del ecosocialismo intentaron generar una síntesis virtuosa entre la crítica de la economía política y la ecología política. Pero el hecho de que se tratara de una síntesis evidenciaba de partida la relación de relativa ajenidad entre el marxismo y la ecología. El materialismo histórico debía pasar por un colador verde que retuviera sus grumos productivistas, así como su pretensión de dominar las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Por el contrario, Foster y Burkett, así como el académico japonés Kohei Saito, cuyos trabajos han sido difundidos en el espacio editorial de la Monthly Review, apuestan por situar la ecología en el corazón de la crítica marxiana. Esto supone, sin duda, realizar un recorte parcial de la obra de Marx 1/. Pero, como señala César Rendueles, toda reconstrucción de su legado tiende a constituirse como una antología.
La reivindicación de un Marx ecologista no es una novedad histórica absoluta. De hecho, la tesis de la fractura metabólica (metabolic rift), popularizada por Foster (2000), ya había sido avanzada en nuestro contexto por Manuel Sacristán. En una serie de conferencias, el filósofo español destacó que el capítulo XIII del libro I de El Capital establecía un paralelismo entre las presiones padecidas por la fuerza de trabajo y la tierra como consecuencia del despliegue histórico de la ley del valor (Sacristán, 2005: 136 y ss.). La conversión formal del trabajo y la tierra en mercancías (una ficción jurídica que pasaba por alto que inicialmente no son producidas para ser objeto de intercambio –Polanyi, 2017–) tenía como efecto la tendencia decreciente de la fertilidad de los suelos y los síntomas de la fatiga en el cuerpo de los trabajadores. Interesado por la ecología humana, Sacristán sugería con agudeza la necesidad de reorientar en un sentido ecologista las luchas obreras. Marx habría deslizado la posibilidad de enlazar las reclamaciones por la reducción de la jornada laboral, descritas en el volumen I de El Capital, con la sostenibilidad de las actividades agroindustriales. Los ciclos de reproducción de la fuerza de trabajo y de la fertilidad de la tierra solo podían ser regulados de modo racional por la libre asociación de los productores.
Foster profundiza y sistematiza en su trabajo estas inquietudes intelectuales, cuya traducción política en el contexto de la crisis ecosocial aún se encuentra en un estadio tentativo. En concreto, el marxista norteamericano ha dotado de contenido a dos conceptos que acreditan el perfil naturalista de la obra del último Marx: metabolismo social y fractura metabólica. El metabolismo social describe la dinámica de las transformaciones energéticas que atraviesan la producción social de riqueza, destacando su dependencia en última instancia respecto a la naturaleza. La fractura metabólica, por su parte, alude a cómo las relaciones de producción capitalistas abren un abismo entre dicha producción social (desde la actividad agrícola a la industrial, pasando por los circuitos de distribución y consumo de mercancías) y su sostenibilidad en términos ecosistémicos.
Ante los diagnósticos de la crisis ecosocial, Foster recurre a figuras de las ciencias sociales y naturales que habrían actualizado esta pulsión ecológica marxiana. Esos referentes abarcan desde la sensibilidad naturalista de exponentes de la historia social y el materialismo cultural, como E. P. Thompson o Raymond Williams, a las aportaciones de la biología dialéctica de Richard Levins y Richard Lewontin o el neodarwinismo de Stephen Jay Gould. La obra de estos dos autores permite a Foster imaginar una adaptación activa del metabolismo socioambiental a los retos de la crisis ecológica. En ella, el trabajo y la política de clase juegan un papel mediador decisivo. Foster desea distanciarse tanto de las soluciones de corte tecnofílico como de la pesadumbre de los diagnósticos más catastrofistas o proclives al determinismo energético en la evaluación del desarrollo y las consecuencias del colapso civilizacional.
En la obra de Marx el recurso a conceptos procedentes de las ciencias naturales evidencia que la formación intelectual de los fundadores del materialismo histórico se nutrió de un número mayor de fuentes de las identificadas tradicionalmente. A la filosofía idealista alemana (en particular, los escritos de Hegel), el socialismo utópico francés (que, lejos de ser superado por el socialismo científico, dejó su huella en la imaginación política de Marx y Engels) y la economía política británica (de la que Marx retomaría la teoría del valor-trabajo, con el objeto de teorizarla como una crítica de la explotación) habría que sumar tanto la influencia del materialismo clásico como del materialismo científico del siglo XIX.
La concepción energética del cosmos estaba ya anunciada en el atomismo de Demócrito y Epicuro, que ocuparon a Marx (2012) durante su investigación doctoral. En relación al materialismo científico, aunque el filósofo de Tréveris rechazaba la fisicalización de las relaciones sociales practicada por personajes como Ludwig Büchner 2/, algunos de los conceptos fundamentales de su crítica de la economía política fueron rescatados de las ciencias naturales. Así, la noción de fuerza de trabajo (Arbeitskraft) había sido acuñada y difundida por Hermann von Helmholtz en su conferencia “Über Die Erhaltung der Kraft” (Sobre la conservación de la energía, 1847), centrada en la primera ley de la termodinámica, relativa a la conversión de la energía. Esta conferencia sentaría las bases para la extensión de una cosmovisión utópica de las sociedades modernas basada en las síntesis entre las máquinas y el trabajo humano. Marx se haría eco del concepto por primera vez en los Grundrisse, redactados diez años después de la charla de Helmholtz. Por su parte, la composición orgánica del capital, esto es, la relación entre la inversión en capital fijo (medios de producción) y en capital variable (fuerza de trabajo) en una determinada fase o en un contexto específico de la producción capitalista, remitía a los estudios en química agrícola de Justus von Liebig 3/, otro de los científicos más importantes de la época.
Por lo demás, Marx y Engels eran conscientes, gracias a su conocimiento de las investigaciones en geografía física de Karl Nikolas Fraas (pioneras en la atribución de un origen antropocénico al cambio climático), de que la brecha en el metabolismo socioambiental era anterior a la extensión del modo de producción capitalista. Habían detectado signos del vínculo entre civilización e hybris (desmesura) que caracterizaría la historia humana desde, al menos, el período neolítico. La invención de la agricultura y la aparición de las sociedades excedentarias implementaron una reorganización de la división social del trabajo y de los usos del suelo que infligían un daño ecosistémico estructural. Sin embargo, eso no les hacía perder de vista la novedad radical que el capitalismo entrañaba en relación con esa dinámica histórica. En contraposición a la celebración del desarrollo de las fuerzas productivas derivado de la alianza entre el capitalismo y la burguesía, que había tamizado las páginas del Manifiesto comunista (1848), el Marx de El Capital (1867) y el Engels de El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (1876) entreveían la cara B de ese proceso histórico, el modo en que amenazaba los equilibrios socioambientales.
El hecho de que Marx y Engels no extrajeran las consecuencias últimas de esos hallazgos científicos pudo deberse, entre otros motivos, a la prudencia política que manifestaron ante la posibilidad de que esos estudios pudieran alimentar las hipótesis malthusianas sobre el colapso civilizacional (Vindel, 2018). Este aspecto ha retornado en los debates actuales sobre la crisis de civilización. Una parte del ecologismo contemporáneo insiste en subrayar que el crecimiento de la población mundial es incompatible con la sostenibilidad medioambiental. Esta afirmación es verdadera. Lo que es más discutible son las inferencias políticas que se hacen a partir de ella. Así, por ejemplo, se ha extendido una comprensión del Antropoceno 4/ según la cual no cabría distinguir entre víctimas y verdugos de la crisis climática. Todos seríamos (ir)responsables de las inercias de la petromodernidad en la medida en que nos habríamos beneficiado de ella gracias a los aumentos generalizados de los niveles de consumo y bienestar. Esto ha llevado a que filósofos vinculados al pensamiento poscolonial, como Dipesh Chakrabarty (2009), aboguen por recomponer la subjetividad histórica al margen de los antagonismos clásicos. La humanidad en su conjunto (y no una fracción de ella) estaría llamada a protagonizar una empresa humilde y común de reparación de los daños medioambientales que ha ocasionado. Tampoco parece casual que Paul Crutzen, el científico que acuñó el concepto de Antropoceno en el umbral del nuevo siglo, sea uno de los partidarios de encontrar soluciones de tipo geoingenieril al calentamiento global, que tienden a dejar intacta la dimensión social de la crisis ecológica.
Esto explica que la crítica ecosocialista se haya mostrado mucho más proclive a emplear el concepto de Capitaloceno. Por varios motivos. En primer lugar, porque sin necesidad de negar la hybris de cualquier civilización, con frecuencia el concepto de Antropoceno queda asociado a un telos histórico inevitable. Los ambientes conservadores alimentan una interpretación resignada de la crisis ecosocial, según la cual la historia humana habría estado condicionada desde el principio por el despliegue de una esencia maldita. El hallazgo de la fuerza energética de los combustibles fósiles solo habría multiplicado hasta el espasmo la tendencia antropológica a la extralimitación biofísica del metabolismo socioambiental. Esto pasa por alto la singularidad del modo de producción capitalista. En un gesto sin precedentes, la humanidad traspasó su destino a la reproducción autónoma y ampliada de la esfera económica. Tal y como ha señalado la crítica del valor desde Robert Kurz (2016) hasta Anselm Jappe (2016), lo que mueve el capitalismo no es la voluntad humana, sino el sujeto automático (el capital) descrito por Marx en torno a la crítica del fetichismo de la mercancía y la consecuente abstracción de las relaciones sociales. Hablar de Antropoceno es una forma, como otra cualquiera, de negar la historicidad concreta de ese delirio cósmico de la especie.
Pero aún hay más. Las investigaciones recientes de Andreas Malm (2016) han tratado de demostrar no solo que el business as usual de la historia del capitalismo fósil ha repartido de manera crecientemente desigual sus beneficios, sino que, en origen, las formas de vida subalternas se resistieron a asumir ese dispositivo de poder. Malm, cuyos trabajos se sitúan en el ámbito de la historia ecológica, destaca la ambivalencia que el concepto de poder (power) posee en inglés. Este remite tanto a la fuerza que permite activar los procesos de transformación energética como a la dominación política. Como es sabido, la historia de la Revolución industrial se encuentra ligada a la máquina de vapor. En realidad, sus fundamentos tecnocientíficos eran conocidos desde épocas anteriores 5/. Solo la desposesión de las comunidades de vida tradicionales, derivada de los cercamientos de los terrenos comunales y de la concentración urbana de crecientes masas de trabajadores fabriles, hizo posible el encuentro entre la nueva división social del trabajo y la aplicación de la energía fósil a la industria textil. Ambos factores habrían actuado como condiciones de partida para establecer los ritmos de crecimiento exponencial requeridos por la economía capitalista.
Malm recuerda que los sujetos antagonistas que darían lugar a la conformación del primer movimiento obrero (la historia de luditas, partidarios del Capitán Swing y de las huelgas mineras de 1842 6/) se resistieron a ser absorbidos por el dispositivo fosilista de producción de valor. Para Malm, somos herederos de esa derrota histórica. El cambio climático sería su consecuencia fatal; o por decirlo de manera jocosa con McKenzie Wark (2015), la constatación de la victoria del Frente de Liberación del Carbono (Carbon Liberation Front), el único grupúsculo radical que ha obtenido un éxito sin paliativos en la historia de la modernidad. Si Kohei Saito (2018), implicado en el proyecto de reedición de los MEGA, ha sugerido la posibilidad de interpretar la obra tardía de Marx como un intento inconcluso de crítica ecológica de la economía política, la apuesta de Malm podría describirse como una crítica climática del capitalismo fósil.
En cualquier caso, en estas aportaciones quedan pendientes dos aspectos ineludibles para la ecología política contemporánea. Por una parte, la cuestión del sujeto. Por otra, la cuestión de los tiempos. En relación a la primera de ellas, es necesario articular una posición crítica tanto con el realismo cortoplacista de quienes ven en el cosmopolitismo verde del Green New Deal una superación ecológica del internacionalismo proletario 7/, como con soluciones de corte mesiánico que, al modo de Sacristán o Malm, convocan una reacción milagrosa a la escalada de la crisis ecosocial que no se detiene a valorar cómo puede ser propiciada de acuerdo a la composición sociológica y subjetiva específica de las sociedades contemporáneas. Esto es lo Wark describe como “el reto de construir la perspectiva del trabajo sobre las tareas históricas de nuestra época”. Al fin y al cabo, es la política de clase la que puede atacar la producción socioambiental de la plusvalía, basada en la subsunción del trabajo vivo 8/.
En relación con la discusión sobre los tiempos, recientemente se ha suscitado un debate dentro del marxismo ecológico entre los partidarios del ecosocialismo y quienes se sitúan en la órbita del marxismo colapsista 9/. Los segundos acusan a los primeros de no incorporar en sus valoraciones la crudeza de los informes científicos más recientes respecto a la evolución de la multiplicidad de factores que configuran la crisis ecológica: cambio climático, descalabro de la biodiversidad, alteración en los usos de los suelos, acidificación de los océanos, ciclos del nitrógeno y el fósforo, reservas de agua dulce, declive energético, etc. El marxismo ecosocialista estaría alimentando las promesas de un socialismo verde que sigue anclado en el paradigma de la sostenibilidad, y que no acepta que el único horizonte posible es el de aminorar los daños de un colapso ecosocial ya irreversible y hasta inminente. Bajo esta óptica, el ecosocialismo sería una destilación marxista de las falsas esperanzas que, en clave reformista, presentan programas como el greenwashing del capitalismo verde o las políticas neokeynesianas del Green New Deal.
La posición colapsista presenta un punto fuerte y una serie de ángulos ciegos. El punto fuerte reside en la necesidad de desactivar la psicopatología cotidiana en torno a la crisis sistémica, que oscila entre el optimismo y el pesimismo con que se encajan los diagnósticos ecológicos. Poner el acento en esa disposición subjetiva es similar a suponer que elegir una corbata de tonos alegres en un día de lluvia tendrá alguna incidencia sobre las precipitaciones. Lo que requerimos es más bien una síntesis política de realismo e imaginación, de prudencia y determinación, de humildad y camaradería. Organizar el pesimismo, que diría Walter Benjamin.
Los ángulos ciegos se relacionan con, al menos, tres elementos. El primero de ellos es el relativo a las fechas. Como ha señalado Emilio Santiago Muíño, la insistencia en fijar plazos concretos para el desencadenamiento de fenómenos como la abrupta contracción energética derivada del pico de los combustibles fósiles, se ha demostrado como una estrategia comunicativa errada, en la medida en que expone al activismo ecologista a ser socialmente desacreditado cuando no se cumplen sus proyecciones 10/. El segundo aspecto se relaciona íntimamente con el anterior. Aunque el sustrato natural de los procesos económicos presenta un límite absoluto que no puede ser obviado, resulta aventurado presuponer que la mediación social, cultural y (geo)política de la dinámica extractivista no puede alterar los márgenes que manejamos respecto a la evolución de la crisis ecológica. Pese a que el recurso al fracking de la administración Trump tiene un recorrido probablemente corto, su repercusión sobre el precio del petróleo a nivel global muestra que la temporalidad del colapso civilizacional está expuesta a cambios de ritmo que pueden acelerar o demorar sus efectos.
Finalmente, las tesis colapsistas tienen algo de hipótesis autocumplidas, presentando resonancias de la imaginación escatológica marxiana. Me refiero al modo en que alimentan la presunción de una crisis total que abrirá un tiempo político radicalmente nuevo. Los deseos de hacer tabula rasa generan la ilusión según la cual el colapso permitirá reconstruir desde cero los cimientos de la civilización. Lamentablemente, se trata de una visión muy poco materialista. En primer lugar, porque el colapso no será un acontecimiento fulgurante, sino una densa marea histórica cuyo influjo se extenderá gradualmente. Algo similar podría decirse sobre la temporalidad de las transformaciones infraestructurales y culturales requeridas por la transición ecológica. En segundo lugar, porque la historia nos enseña que, incluso (o especialmente) tras las insurrecciones más tumultuosas y las revoluciones triunfantes, el verdadero trabajo político consiste en reconstruir las sociedades desde las ruinas del pasado y aceptando que los conflictos sociopolíticos (y, cabría añadir, socioecológicos) nunca adoptan una resolución definitiva. Antes, durante y después del colapso ecosocial, la política emancipadora más audaz deberá ser consciente de su carácter tentativo y provisional.
Jaime Vindel es profesor de Teoría del Arte en la Universidad Complutense de Madrid
Notas
1/ Una interpretación más mesurada del legado ecológico marxiano es la proporcionada por ecosocialistas como Michael Löwy o Daniel Tanuro (“Colapsología: todas las derivas ideológicas son posibles”, viento sur, 02/07/2019, www.vientosur.info/spip.php?article14953 ).
2/ Büchner establecía un correlato lógico entre la energía como fuerza que atravesaba el conjunto del universo y la república como forma democrática de gobierno, o presuponía que el cambio en la dieta de una persona podía variar sus ideas políticas.
3/ Sobre la relación entre materialismo histórico y materialismo científico: Rabinbach (1990) y Wendling (2009).
4/ El concepto de Antropoceno alude al período geológico que, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, con la denominada Gran Aceleración, habría reemplazado al Holoceno. El Antropoceno se caracteriza por el modo en que la acción humana ha adquirido el rango de una fuerza biogeoquímica de superficie, que altera la biosfera con consecuencias desastrosas para la sostenibilidad ecosistémica y amenazando la propia supervivencia de la especie.
5/ Así lo recordaba, por ejemplo, Kropotkin en su relectura cooperativista de la biología evolutiva de Darwin en El apoyo mutuo. Un factor de evolución, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2016, p. 349.
6/ Conocida como Plug Plot Riots, la sucesión de huelgas, incentivada por el cartismo, se inició en Staffordshire para extenderse posteriormente a Lancashire, Yorkshire y las minas de carbón galesas.
7/ Esta es la posición defendida por Santiago Muíño y Tejero (2019). Con todo, el manifiesto no es ingenuo respecto a las contradicciones y los límites que esa construcción subjetiva puede implicar en un contexto de acentuación de la crisis ecológica. Ambos autores proponen soluciones que no se adecuan a los imaginarios clasemedianistas de la transición ecológica, como la apuesta por un sindicalismo verde que conciba en términos ecológicos la reducción de la jornada laboral. Paradójicamente, el libro podría ser leído como una corrección materialista del programa del populismo de izquierdas.
8/ Debo este apunte, así como otros comentarios de utilidad, a Juanjo Álvarez.
9/ El debate ha tenido eco en el portal de la revista Sin permiso: http://www.sinpermiso.info/textos/ecosocialismo-versus-marxismo-colapsista-i-y-ii
10/ Emilio Santiago Muíño, “Futuro pospuesto: notas sobre el problema de los plazos en la divulgación del Peak Oil”, en: https://www.15-15-15.org/webzine/2019/03/02/futuro-pospuesto-notas-sobre-el-problema-de-los-plazos-en-la-divulgacion-del-peak-oil/
Referencias
Chakrabarty, Dipesh (2009) “The Climate for History: Four Theses”, Critical Inquiry, 35, 2, pp. 197-222.
Foster, John Bellamy (2004) La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza. Barcelona: El Viejo Topo.
Foster, John Bellamy y Burkett, Paul (2017) Marx and the Earth. An anti-critique. Chicago: Haymarket Books.
Jappe, Anselm (2016) Las aventuras de la mercancía. Logroño: Pepitas de Calabaza.
Kurz, Robert (2016) El colapso de la modernización. Buenos Aires: Marat.
Malm, Andreas (2016) Fossil capital. The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming. Londres: Verso.
Marx, Karl (2012) Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro. Madrid: Biblioteca Nueva.
Polanyi, Karl (2017) La gran transformación. México: Fondo de Cultura Económica.
Rabinbach, Anson (1990) The Human Motor. Energy, fatigue and the origins of modernity. Berkeley/ Los Angeles: University of California Press.
Sacristán, Manuel (2005) Seis conferencias. Sobre la tradición marxista y los nuevos problemas. Barcelona: El Viejo Topo, 2005.
Saito, Kohei (2018) Karl Marx´s ecosocialism. Capital, nature and the unfinished critique of political economy. Nueva Delhi: Dev Publishers.
Santiago, Emilio y Tejero, Héctor (2019) ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal. Madrid: Capitán Swing.
Vindel, Jaime (2019) “Entropía, capital y malestar: una historia cultural”, en VV. AA., Comunismos por venir, Barcelona, Icaria, pp. 157-188.
McKenzie Wark, (2015) Molecular Red. Theory for the Anthropocene, Londres, Verso.
Wendling, Amy (2009) Karl Marx on technology and alienation. Hampshire: Palgrave MacMillan.
La reivindicación de un Marx ecologista no es una novedad histórica absoluta. De hecho, la tesis de la fractura metabólica (metabolic rift), popularizada por Foster (2000), ya había sido avanzada en nuestro contexto por Manuel Sacristán. En una serie de conferencias, el filósofo español destacó que el capítulo XIII del libro I de El Capital establecía un paralelismo entre las presiones padecidas por la fuerza de trabajo y la tierra como consecuencia del despliegue histórico de la ley del valor (Sacristán, 2005: 136 y ss.). La conversión formal del trabajo y la tierra en mercancías (una ficción jurídica que pasaba por alto que inicialmente no son producidas para ser objeto de intercambio –Polanyi, 2017–) tenía como efecto la tendencia decreciente de la fertilidad de los suelos y los síntomas de la fatiga en el cuerpo de los trabajadores. Interesado por la ecología humana, Sacristán sugería con agudeza la necesidad de reorientar en un sentido ecologista las luchas obreras. Marx habría deslizado la posibilidad de enlazar las reclamaciones por la reducción de la jornada laboral, descritas en el volumen I de El Capital, con la sostenibilidad de las actividades agroindustriales. Los ciclos de reproducción de la fuerza de trabajo y de la fertilidad de la tierra solo podían ser regulados de modo racional por la libre asociación de los productores.
Foster profundiza y sistematiza en su trabajo estas inquietudes intelectuales, cuya traducción política en el contexto de la crisis ecosocial aún se encuentra en un estadio tentativo. En concreto, el marxista norteamericano ha dotado de contenido a dos conceptos que acreditan el perfil naturalista de la obra del último Marx: metabolismo social y fractura metabólica. El metabolismo social describe la dinámica de las transformaciones energéticas que atraviesan la producción social de riqueza, destacando su dependencia en última instancia respecto a la naturaleza. La fractura metabólica, por su parte, alude a cómo las relaciones de producción capitalistas abren un abismo entre dicha producción social (desde la actividad agrícola a la industrial, pasando por los circuitos de distribución y consumo de mercancías) y su sostenibilidad en términos ecosistémicos.
Ante los diagnósticos de la crisis ecosocial, Foster recurre a figuras de las ciencias sociales y naturales que habrían actualizado esta pulsión ecológica marxiana. Esos referentes abarcan desde la sensibilidad naturalista de exponentes de la historia social y el materialismo cultural, como E. P. Thompson o Raymond Williams, a las aportaciones de la biología dialéctica de Richard Levins y Richard Lewontin o el neodarwinismo de Stephen Jay Gould. La obra de estos dos autores permite a Foster imaginar una adaptación activa del metabolismo socioambiental a los retos de la crisis ecológica. En ella, el trabajo y la política de clase juegan un papel mediador decisivo. Foster desea distanciarse tanto de las soluciones de corte tecnofílico como de la pesadumbre de los diagnósticos más catastrofistas o proclives al determinismo energético en la evaluación del desarrollo y las consecuencias del colapso civilizacional.
En la obra de Marx el recurso a conceptos procedentes de las ciencias naturales evidencia que la formación intelectual de los fundadores del materialismo histórico se nutrió de un número mayor de fuentes de las identificadas tradicionalmente. A la filosofía idealista alemana (en particular, los escritos de Hegel), el socialismo utópico francés (que, lejos de ser superado por el socialismo científico, dejó su huella en la imaginación política de Marx y Engels) y la economía política británica (de la que Marx retomaría la teoría del valor-trabajo, con el objeto de teorizarla como una crítica de la explotación) habría que sumar tanto la influencia del materialismo clásico como del materialismo científico del siglo XIX.
La concepción energética del cosmos estaba ya anunciada en el atomismo de Demócrito y Epicuro, que ocuparon a Marx (2012) durante su investigación doctoral. En relación al materialismo científico, aunque el filósofo de Tréveris rechazaba la fisicalización de las relaciones sociales practicada por personajes como Ludwig Büchner 2/, algunos de los conceptos fundamentales de su crítica de la economía política fueron rescatados de las ciencias naturales. Así, la noción de fuerza de trabajo (Arbeitskraft) había sido acuñada y difundida por Hermann von Helmholtz en su conferencia “Über Die Erhaltung der Kraft” (Sobre la conservación de la energía, 1847), centrada en la primera ley de la termodinámica, relativa a la conversión de la energía. Esta conferencia sentaría las bases para la extensión de una cosmovisión utópica de las sociedades modernas basada en las síntesis entre las máquinas y el trabajo humano. Marx se haría eco del concepto por primera vez en los Grundrisse, redactados diez años después de la charla de Helmholtz. Por su parte, la composición orgánica del capital, esto es, la relación entre la inversión en capital fijo (medios de producción) y en capital variable (fuerza de trabajo) en una determinada fase o en un contexto específico de la producción capitalista, remitía a los estudios en química agrícola de Justus von Liebig 3/, otro de los científicos más importantes de la época.
Por lo demás, Marx y Engels eran conscientes, gracias a su conocimiento de las investigaciones en geografía física de Karl Nikolas Fraas (pioneras en la atribución de un origen antropocénico al cambio climático), de que la brecha en el metabolismo socioambiental era anterior a la extensión del modo de producción capitalista. Habían detectado signos del vínculo entre civilización e hybris (desmesura) que caracterizaría la historia humana desde, al menos, el período neolítico. La invención de la agricultura y la aparición de las sociedades excedentarias implementaron una reorganización de la división social del trabajo y de los usos del suelo que infligían un daño ecosistémico estructural. Sin embargo, eso no les hacía perder de vista la novedad radical que el capitalismo entrañaba en relación con esa dinámica histórica. En contraposición a la celebración del desarrollo de las fuerzas productivas derivado de la alianza entre el capitalismo y la burguesía, que había tamizado las páginas del Manifiesto comunista (1848), el Marx de El Capital (1867) y el Engels de El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre (1876) entreveían la cara B de ese proceso histórico, el modo en que amenazaba los equilibrios socioambientales.
El hecho de que Marx y Engels no extrajeran las consecuencias últimas de esos hallazgos científicos pudo deberse, entre otros motivos, a la prudencia política que manifestaron ante la posibilidad de que esos estudios pudieran alimentar las hipótesis malthusianas sobre el colapso civilizacional (Vindel, 2018). Este aspecto ha retornado en los debates actuales sobre la crisis de civilización. Una parte del ecologismo contemporáneo insiste en subrayar que el crecimiento de la población mundial es incompatible con la sostenibilidad medioambiental. Esta afirmación es verdadera. Lo que es más discutible son las inferencias políticas que se hacen a partir de ella. Así, por ejemplo, se ha extendido una comprensión del Antropoceno 4/ según la cual no cabría distinguir entre víctimas y verdugos de la crisis climática. Todos seríamos (ir)responsables de las inercias de la petromodernidad en la medida en que nos habríamos beneficiado de ella gracias a los aumentos generalizados de los niveles de consumo y bienestar. Esto ha llevado a que filósofos vinculados al pensamiento poscolonial, como Dipesh Chakrabarty (2009), aboguen por recomponer la subjetividad histórica al margen de los antagonismos clásicos. La humanidad en su conjunto (y no una fracción de ella) estaría llamada a protagonizar una empresa humilde y común de reparación de los daños medioambientales que ha ocasionado. Tampoco parece casual que Paul Crutzen, el científico que acuñó el concepto de Antropoceno en el umbral del nuevo siglo, sea uno de los partidarios de encontrar soluciones de tipo geoingenieril al calentamiento global, que tienden a dejar intacta la dimensión social de la crisis ecológica.
Esto explica que la crítica ecosocialista se haya mostrado mucho más proclive a emplear el concepto de Capitaloceno. Por varios motivos. En primer lugar, porque sin necesidad de negar la hybris de cualquier civilización, con frecuencia el concepto de Antropoceno queda asociado a un telos histórico inevitable. Los ambientes conservadores alimentan una interpretación resignada de la crisis ecosocial, según la cual la historia humana habría estado condicionada desde el principio por el despliegue de una esencia maldita. El hallazgo de la fuerza energética de los combustibles fósiles solo habría multiplicado hasta el espasmo la tendencia antropológica a la extralimitación biofísica del metabolismo socioambiental. Esto pasa por alto la singularidad del modo de producción capitalista. En un gesto sin precedentes, la humanidad traspasó su destino a la reproducción autónoma y ampliada de la esfera económica. Tal y como ha señalado la crítica del valor desde Robert Kurz (2016) hasta Anselm Jappe (2016), lo que mueve el capitalismo no es la voluntad humana, sino el sujeto automático (el capital) descrito por Marx en torno a la crítica del fetichismo de la mercancía y la consecuente abstracción de las relaciones sociales. Hablar de Antropoceno es una forma, como otra cualquiera, de negar la historicidad concreta de ese delirio cósmico de la especie.
Pero aún hay más. Las investigaciones recientes de Andreas Malm (2016) han tratado de demostrar no solo que el business as usual de la historia del capitalismo fósil ha repartido de manera crecientemente desigual sus beneficios, sino que, en origen, las formas de vida subalternas se resistieron a asumir ese dispositivo de poder. Malm, cuyos trabajos se sitúan en el ámbito de la historia ecológica, destaca la ambivalencia que el concepto de poder (power) posee en inglés. Este remite tanto a la fuerza que permite activar los procesos de transformación energética como a la dominación política. Como es sabido, la historia de la Revolución industrial se encuentra ligada a la máquina de vapor. En realidad, sus fundamentos tecnocientíficos eran conocidos desde épocas anteriores 5/. Solo la desposesión de las comunidades de vida tradicionales, derivada de los cercamientos de los terrenos comunales y de la concentración urbana de crecientes masas de trabajadores fabriles, hizo posible el encuentro entre la nueva división social del trabajo y la aplicación de la energía fósil a la industria textil. Ambos factores habrían actuado como condiciones de partida para establecer los ritmos de crecimiento exponencial requeridos por la economía capitalista.
Malm recuerda que los sujetos antagonistas que darían lugar a la conformación del primer movimiento obrero (la historia de luditas, partidarios del Capitán Swing y de las huelgas mineras de 1842 6/) se resistieron a ser absorbidos por el dispositivo fosilista de producción de valor. Para Malm, somos herederos de esa derrota histórica. El cambio climático sería su consecuencia fatal; o por decirlo de manera jocosa con McKenzie Wark (2015), la constatación de la victoria del Frente de Liberación del Carbono (Carbon Liberation Front), el único grupúsculo radical que ha obtenido un éxito sin paliativos en la historia de la modernidad. Si Kohei Saito (2018), implicado en el proyecto de reedición de los MEGA, ha sugerido la posibilidad de interpretar la obra tardía de Marx como un intento inconcluso de crítica ecológica de la economía política, la apuesta de Malm podría describirse como una crítica climática del capitalismo fósil.
En cualquier caso, en estas aportaciones quedan pendientes dos aspectos ineludibles para la ecología política contemporánea. Por una parte, la cuestión del sujeto. Por otra, la cuestión de los tiempos. En relación a la primera de ellas, es necesario articular una posición crítica tanto con el realismo cortoplacista de quienes ven en el cosmopolitismo verde del Green New Deal una superación ecológica del internacionalismo proletario 7/, como con soluciones de corte mesiánico que, al modo de Sacristán o Malm, convocan una reacción milagrosa a la escalada de la crisis ecosocial que no se detiene a valorar cómo puede ser propiciada de acuerdo a la composición sociológica y subjetiva específica de las sociedades contemporáneas. Esto es lo Wark describe como “el reto de construir la perspectiva del trabajo sobre las tareas históricas de nuestra época”. Al fin y al cabo, es la política de clase la que puede atacar la producción socioambiental de la plusvalía, basada en la subsunción del trabajo vivo 8/.
En relación con la discusión sobre los tiempos, recientemente se ha suscitado un debate dentro del marxismo ecológico entre los partidarios del ecosocialismo y quienes se sitúan en la órbita del marxismo colapsista 9/. Los segundos acusan a los primeros de no incorporar en sus valoraciones la crudeza de los informes científicos más recientes respecto a la evolución de la multiplicidad de factores que configuran la crisis ecológica: cambio climático, descalabro de la biodiversidad, alteración en los usos de los suelos, acidificación de los océanos, ciclos del nitrógeno y el fósforo, reservas de agua dulce, declive energético, etc. El marxismo ecosocialista estaría alimentando las promesas de un socialismo verde que sigue anclado en el paradigma de la sostenibilidad, y que no acepta que el único horizonte posible es el de aminorar los daños de un colapso ecosocial ya irreversible y hasta inminente. Bajo esta óptica, el ecosocialismo sería una destilación marxista de las falsas esperanzas que, en clave reformista, presentan programas como el greenwashing del capitalismo verde o las políticas neokeynesianas del Green New Deal.
La posición colapsista presenta un punto fuerte y una serie de ángulos ciegos. El punto fuerte reside en la necesidad de desactivar la psicopatología cotidiana en torno a la crisis sistémica, que oscila entre el optimismo y el pesimismo con que se encajan los diagnósticos ecológicos. Poner el acento en esa disposición subjetiva es similar a suponer que elegir una corbata de tonos alegres en un día de lluvia tendrá alguna incidencia sobre las precipitaciones. Lo que requerimos es más bien una síntesis política de realismo e imaginación, de prudencia y determinación, de humildad y camaradería. Organizar el pesimismo, que diría Walter Benjamin.
Los ángulos ciegos se relacionan con, al menos, tres elementos. El primero de ellos es el relativo a las fechas. Como ha señalado Emilio Santiago Muíño, la insistencia en fijar plazos concretos para el desencadenamiento de fenómenos como la abrupta contracción energética derivada del pico de los combustibles fósiles, se ha demostrado como una estrategia comunicativa errada, en la medida en que expone al activismo ecologista a ser socialmente desacreditado cuando no se cumplen sus proyecciones 10/. El segundo aspecto se relaciona íntimamente con el anterior. Aunque el sustrato natural de los procesos económicos presenta un límite absoluto que no puede ser obviado, resulta aventurado presuponer que la mediación social, cultural y (geo)política de la dinámica extractivista no puede alterar los márgenes que manejamos respecto a la evolución de la crisis ecológica. Pese a que el recurso al fracking de la administración Trump tiene un recorrido probablemente corto, su repercusión sobre el precio del petróleo a nivel global muestra que la temporalidad del colapso civilizacional está expuesta a cambios de ritmo que pueden acelerar o demorar sus efectos.
Finalmente, las tesis colapsistas tienen algo de hipótesis autocumplidas, presentando resonancias de la imaginación escatológica marxiana. Me refiero al modo en que alimentan la presunción de una crisis total que abrirá un tiempo político radicalmente nuevo. Los deseos de hacer tabula rasa generan la ilusión según la cual el colapso permitirá reconstruir desde cero los cimientos de la civilización. Lamentablemente, se trata de una visión muy poco materialista. En primer lugar, porque el colapso no será un acontecimiento fulgurante, sino una densa marea histórica cuyo influjo se extenderá gradualmente. Algo similar podría decirse sobre la temporalidad de las transformaciones infraestructurales y culturales requeridas por la transición ecológica. En segundo lugar, porque la historia nos enseña que, incluso (o especialmente) tras las insurrecciones más tumultuosas y las revoluciones triunfantes, el verdadero trabajo político consiste en reconstruir las sociedades desde las ruinas del pasado y aceptando que los conflictos sociopolíticos (y, cabría añadir, socioecológicos) nunca adoptan una resolución definitiva. Antes, durante y después del colapso ecosocial, la política emancipadora más audaz deberá ser consciente de su carácter tentativo y provisional.
Jaime Vindel es profesor de Teoría del Arte en la Universidad Complutense de Madrid
Notas
1/ Una interpretación más mesurada del legado ecológico marxiano es la proporcionada por ecosocialistas como Michael Löwy o Daniel Tanuro (“Colapsología: todas las derivas ideológicas son posibles”, viento sur, 02/07/2019, www.vientosur.info/spip.php?article14953 ).
2/ Büchner establecía un correlato lógico entre la energía como fuerza que atravesaba el conjunto del universo y la república como forma democrática de gobierno, o presuponía que el cambio en la dieta de una persona podía variar sus ideas políticas.
3/ Sobre la relación entre materialismo histórico y materialismo científico: Rabinbach (1990) y Wendling (2009).
4/ El concepto de Antropoceno alude al período geológico que, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, con la denominada Gran Aceleración, habría reemplazado al Holoceno. El Antropoceno se caracteriza por el modo en que la acción humana ha adquirido el rango de una fuerza biogeoquímica de superficie, que altera la biosfera con consecuencias desastrosas para la sostenibilidad ecosistémica y amenazando la propia supervivencia de la especie.
5/ Así lo recordaba, por ejemplo, Kropotkin en su relectura cooperativista de la biología evolutiva de Darwin en El apoyo mutuo. Un factor de evolución, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2016, p. 349.
6/ Conocida como Plug Plot Riots, la sucesión de huelgas, incentivada por el cartismo, se inició en Staffordshire para extenderse posteriormente a Lancashire, Yorkshire y las minas de carbón galesas.
7/ Esta es la posición defendida por Santiago Muíño y Tejero (2019). Con todo, el manifiesto no es ingenuo respecto a las contradicciones y los límites que esa construcción subjetiva puede implicar en un contexto de acentuación de la crisis ecológica. Ambos autores proponen soluciones que no se adecuan a los imaginarios clasemedianistas de la transición ecológica, como la apuesta por un sindicalismo verde que conciba en términos ecológicos la reducción de la jornada laboral. Paradójicamente, el libro podría ser leído como una corrección materialista del programa del populismo de izquierdas.
8/ Debo este apunte, así como otros comentarios de utilidad, a Juanjo Álvarez.
9/ El debate ha tenido eco en el portal de la revista Sin permiso: http://www.sinpermiso.info/textos/ecosocialismo-versus-marxismo-colapsista-i-y-ii
10/ Emilio Santiago Muíño, “Futuro pospuesto: notas sobre el problema de los plazos en la divulgación del Peak Oil”, en: https://www.15-15-15.org/webzine/2019/03/02/futuro-pospuesto-notas-sobre-el-problema-de-los-plazos-en-la-divulgacion-del-peak-oil/
Referencias
Chakrabarty, Dipesh (2009) “The Climate for History: Four Theses”, Critical Inquiry, 35, 2, pp. 197-222.
Foster, John Bellamy (2004) La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza. Barcelona: El Viejo Topo.
Foster, John Bellamy y Burkett, Paul (2017) Marx and the Earth. An anti-critique. Chicago: Haymarket Books.
Jappe, Anselm (2016) Las aventuras de la mercancía. Logroño: Pepitas de Calabaza.
Kurz, Robert (2016) El colapso de la modernización. Buenos Aires: Marat.
Malm, Andreas (2016) Fossil capital. The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming. Londres: Verso.
Marx, Karl (2012) Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro. Madrid: Biblioteca Nueva.
Polanyi, Karl (2017) La gran transformación. México: Fondo de Cultura Económica.
Rabinbach, Anson (1990) The Human Motor. Energy, fatigue and the origins of modernity. Berkeley/ Los Angeles: University of California Press.
Sacristán, Manuel (2005) Seis conferencias. Sobre la tradición marxista y los nuevos problemas. Barcelona: El Viejo Topo, 2005.
Saito, Kohei (2018) Karl Marx´s ecosocialism. Capital, nature and the unfinished critique of political economy. Nueva Delhi: Dev Publishers.
Santiago, Emilio y Tejero, Héctor (2019) ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal. Madrid: Capitán Swing.
Vindel, Jaime (2019) “Entropía, capital y malestar: una historia cultural”, en VV. AA., Comunismos por venir, Barcelona, Icaria, pp. 157-188.
McKenzie Wark, (2015) Molecular Red. Theory for the Anthropocene, Londres, Verso.
Wendling, Amy (2009) Karl Marx on technology and alienation. Hampshire: Palgrave MacMillan.
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