Miguel León-Portilla: los sueños y los años
Adolfo Gilly
A
llá por los primeros años cincuenta del siglo pasado tuve amistad con un artesano carpintero, Javier era su nombre, que mientras conversábamos con su formón sacaba rosas de un cubo de madera. Lo recordé ahora que algo quiero decir de don Miguel León-Portilla, porque la traducción de la palabra es labor de artesanía tanto como la investigación de la historia es oficio de huellero.
Y nadie, sin ser además poeta, podría haber escrito La tinta roja y negra1 con la poesía de la antigua palabra y los colores de Vicente Rojo, que el rojo lo lleva en su nombre y el rojo y negro en su pintura, su bandera y su alma.
Mucha es la obra de este hombre, Miguel León-Portilla, muchos sus discípulos y sus controversias de ideas y de idiomas, mucha nuestra deuda con su obra. Toda mexicana y mexicano que tuvo la fortuna de cursar la prepa –y también tantos otros que no la han tenido– conoció su pequeño e innumerable clásico, Visión de los vencidos, diáfana puerta de entrada a la historia, la narración y la poesía de México, aunque no sea la única porque esta tierra tiene puertas al campo siempre abiertas. De su pasado se nutre su futuro, más allá de nuestras desventuras de estos tiempos presentes.
Una de esas puertas es la obra entera de Miguel León-Portilla y de sus colegas y discípulos. Arqueólogo de la tinta roja y negra, su obra entera nos muestra que allí está plantada su universidad, nuestra UNAM, y que sobre su piedra de lava del Xitle seguirá alzándose libre y creadora, para que por su voz siga hablando el espíritu y no el dinero.
Así nos dice nuestro maestro don Miguel de los calmécac, los altos centros de enseñanza, tomando las palabras del Códice Florentino: Bien les enseñaban los cantos, / los que se dicen cantos divinos, / seguían así el camino del libro / y también les enseñaban la cuenta de los días, / el libro de los sueños y el libro de los años.
En La tinta roja y negra, así como en las mil 560 páginas de Cantares mexicanos2, quien lea y escuche e imagine podrá entrever una de las raíces primeras de la poesía mexicana hasta nuestros días y más allá. De ese modo van los cantos de Nezahualcoyotl: Meditadlo, señores / águilas y tigres, / aunque fuerais de jade, / aunque fuerais de oro, / también allá iréis, / al lugar de los descarnados.
Tendremos que desaparecer, / nadie habrá de quedar.
¿A dónde iremos que la muerte no exista? / Mas ¿por eso viviré llorando?
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Yo creo oír un eco de estos cantares –¿lo escuchan otros?– en los misterios poéticos de Xavier Villaurrutia y más todavía en el recóndito mundo métrico y metafórico de José Gorostiza enMuerte sin fin:
El tesón de la sangre / anda de rojo / anda de añil el sueño / la dicha de oro. / Tiene el amor feroces / galgos dorados / pero también sus mieses / también sus pájaros.
Yo creo oír también una armonía con ellos, no ya en el tema sino en el modo de decirlo, en los tres únicos versos de un poema imperecedero de Salvatore Quasimodo, siciliano, hijo de otra tierra trágica y soleada. Me permitiré leerlos en italiano y luego en castellano:
Ognuno sta solo sul cuor della terra / trafitto da un raggio di sole / ed è subito sera.
Y en nuestro idioma: Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra / atravesado por un rayo de sol / y de repente es noche.
Y en los Cantos de Nezahualcoyotl que Miguel León-Portilla nos devuelve en La tinta roja y negra:
El floreciente cacao / ya tiene espuma, / se repartió la flor del tabaco. / Si mi corazón lo gustara, / mi vida se embriagaría.
Cada uno está aquí, / sobre la tierra, / vosotros señores, mis príncipes, / si mi corazón lo gustara, / se embriagaría.
También nuestro homenajeado de este día escribe poemas en náhuatl y nos los dice después en castellano. Traigo uno que el azar puso en mis manos cuando supo lo que andaba yo escribiendo. Se titula Nuestra casa:
Nuestra casa, recinto de flores, / con rayos de sol en la ciudad. / México-Tenochtitlan. / México-Tenochtitlan en antiguos tiempos / lugar bueno y hermoso, / nuestra morada de humanos. / Nos trajo aquí el Dador de la Vida. / Aquí estuvo nuestra fama, nuestra gloria en la tierra.
Nuestra casa, niebla de humo, / ciudad mortaja, / México-Tenochtitlan ahora, / enloquecido lugar del ruido. / ¿Podemos aún alzar un canto? / Nos trajo aquí el Dador de la Vida. / Aquí estuvo nuestra fama, nuestra gloria en la tierra.
Y mientras lo leía José Emilio Pacheco se me asomó a la página.
§
Quiero terminar con otra historia, también de oro, también en otra de las casas del Dador de la Vida, que bien sabe escoger los dones que algunas veces da.
En aquel año de 1492 cargado de presagios los reyes católicos descansaban en el monasterio de Santa María de Guadalupe, allá en Extremadura, después de la conquista de Granada, ciudad que nadie ignora y cada uno añora aunque nunca la haya visitado, según la cantaron Rafael Alberti y Paco Ibáñez.
A Extremadura volvió a buscarlos Cristóbal Colón en ese año y allí por fin le concedieron tres carabelas para lanzarse, con Martín Alonso Pinzón y un puñado de hombres marineros, a una aventura única en la historia: ir a buscar oro adonde se ponía el sol, allá donde según el almirante se fundían Oriente y Occidente.
Lugar premonitorio de encuentros el de Santa María de Guadalupe, diría yo, pues en ese mismo Real Monasterio se casaron el 3 de mayo de 1965 dos jóvenes investigadores: Miguel León-Portilla, mexicano, y Ascensión Hernández Triviño, española, que en un congreso se habían conocido un año antes; y, según se ha llegado a saber ambos, Maestro y Maestra de la Palabra, hicieron brillantes trabajos en México-Tenochtitlan, aquí donde nos trajo el Dador de la Vida.
No anduvieron buscando el mítico y fatídico oro. Pero al cabo de los sueños y los años en mayo de este año 2015 han cumplido sus bodas de oro, un suceso cantado siglos antes en unos versos del Señor Nezahualcoyotl que ellos recogieron en sus obras: Mi vida es cosa preciosa. / Yo sólo soy, / yo soy un cantor, / de oro son las flores que tengo.
Felicidades pues y flores de oro para Miguel León-Portilla y Ascensión Hernández Triviño, dueños de los sueños y los años, en nombre de doña Amalia Solórzano, Señora y Dadora de este premio.
Palacio de Minería
Ciudad de México, 18 agosto 2015
1 Miguel León-Portilla, La tinta roja y negra – Antología de poesía náhuatl. Imágenes de Vicente Rojo. Selección de Coral Bracho y Marcelo Uribe. México, Era-El Colegio Nacional-Galaxia Gutenberg, 2008, 381 pp.
2 Miguel León-Portilla (ed.),Cantares mexicanos, México, UNAM-Coordinación de Humanidades, 2011, 1559 pp.
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