La democracia imperfecta
Soledad Loaeza
E
n 1990 la revista Vueltaorganizó un encuentro internacional de intelectuales para discutir en la televisión la democracia como concepto y como práctica política, su historia y su futuro. En ese escenario, Mario Vargas Llosa incurrió en la cólera apenas contenida del anfitrión, Octavio Paz, cuando objetó que se tratara la experiencia mexicana como una excepción en la historia de América Latina. Según el escritor peruano, hoy también español, Paz se equivocaba cuando afirmaba que México había escapado a la dictadura militar que, en cambio, habían vivido la gran mayoría de los países de la región. La excepción podía hacerse porque la élite gobernante había sabido disimular la verdadera naturaleza dictatorial del sistema político y presentarlo ante el mundo como una construcción de origen revolucionario en proceso de formación democrática. Para Vargas Llosa el sistema mexicano era una
dictadura camuflada, cuyas características distintivas eran las mismas que definían a las dictaduras militares. Por ejemplo, décadas de permanencia en el poder de un mismo partido y el control, cuando no la represión, de las oposiciones.
La irritación de Paz fue in crescendo porque Vargas Llosa amplió su definición del sistema mexicano con la referencia a su capacidad para reclutar intelectuales, a los que –decía– sobornaba en forma sutil con apoyos a su desarrollo, una retórica de izquierda, la supuesta consideración a sus críticas y una tolerancia efectiva a sus desplantes de libertad. Paz se apresuró a enmendarle la plana a él y a Enrique Krauze, que como moderador de la mesa quiso ilustrar la idea de Vargas Llosa con una alusión a la dictablanda del general Primo de Rivera en España a finales de los años 20. Paz, en tono de amonestación, les dijo que ambos estaban equivocados, y al novelista le señaló,
en aras de la precisión, que él –Paz– había hablado de
dominación hegemónica.
En esos momentos las afirmaciones de Vargas Llosa fueron escuchadas con desconfianza por la izquierda mexicana, que le reprochaba haber abrazado el liberalismo versión Hernando de Soto, rabiosamente antiestatista y crítico del nacionalismo. Ahora, sin embargo, es desde esa zona del espectro ideológico que se recupera la frase
dictadura perfecta. El éxito de la película que lleva ese título habla de la frustración que extiende una ancha sombra sobre la muy imperfecta democracia mexicana que hemos construido.
Largo es el camino que hemos recorrido desde aquel encuentro deVuelta. Ciertamente, el PRI está de regreso, pero no el sistema político aquel que Vargas Llosa quiso redefinir, y que no pocos funcionarios y políticos intentan restablecer hoy, al menos en sus prácticas más lamentables. Una restauración completa es imposible, aun cuando los priístas en el poder hayan adoptado la actitud de que
aquí no ha pasado nada. Por ejemplo, los actores del drama que es nuestra vida política han cambiado; muchos de ellos no existían en 1990, y las estrategias y el comportamiento de los que existían eran distintos a los de ahora, porque las reglas del juego también son otras. Pensemos nada más en la fuerza que han adquirido grupos sociales independientes, que influyen mal que bien sobre las decisiones del gobierno; o en la transformación que ha experimentado el PAN, que en 1990 apenas empezaba a saborear las mieles del poder, y que ahora no logra deshacerse de la amargura de la derrota. Hace 25 años Acción Nacional todavía podía aspirar a movilizar al electorado con promesas de cambio, apoyarse en la imaginación del votante y prometer un gobierno mejor a cualquier priísta: honesto, eficaz, cercano a la ciudadanía. Lo mismo podría decirse de la izquierda, que entonces parecía tener la posibilidad, primero, de recrear, y luego, de mantener viva la coalición cardenista. Ahora sabemos cómo gobiernan. Ya no pueden jugar con nuestra imaginación.
El desarrollo de nuestras fuerzas políticas ha sido muy distinto del esperado, y ahora son tan responsables las oposiciones como el gobierno del desencanto con la democracia que se ha apoderado de buena parte de la opinión pública. Peor todavía, los efectos desastrosos de la política contra el crimen organizado sobre los derechos humanos y los monstruosos asesinatos de Ayotzinapa son situaciones equiparables a las que generó la represión brutal que ejercieron las dictaduras militares. De tal manera que habrá muchos que piensen que la comparación de Vargas Llosa es tan válida hoy como podía serlo cuando primero la estableció. De ser así, las imperfecciones de nuestra democracia no serían de orden constitucional, sino algo mucho más profundo que las leyes no han podido extirpar ni contener, que tiene que ver con nuestra comprensión del ser humano, de su dignidad, del inexcusable respeto a su integridad. Mientras no incorporemos estos principios a nuestra democracia, ésta no será más que una pobre imitación de una experiencia que nos sigue siendo ajena.