Fisco a la carta
León Bendesky
L
os diputados dictaminaron la propuesta de la ley de ingresos con varias modificaciones. Así como está, pues aún falta el trabajo de los senadores, es una colección de impuestos a la carta que cubre un amplio abanico de fuentes de recursos, tiene un criterio eminentemente recaudatorio para llevar el ingreso del gobierno a casi 4.5 billones de pesos.
Con los cambios que se hicieron hubo un faltante de 55 mil millones de pesos, para los cuales ya se encontró remedio: más rápidos y mayores alzas en el precio de la gasolina, ajuste para arriba del precio del petróleo para efectos presupuestales, una pequeña reducción del gasto y algunos zurcidos contables entre los que se halla hasta una depreciación del valor del peso frente al dólar.
Hay un efecto inflacionario derivado del dictamen que aún no se estima de modo preciso y, además, se mantiene la dependencia del petróleo en las finanzas públicas. Las medidas fiscales a la carta no significan una mudanza estructural en las cuentas del gobierno, asunto que seguirá influyendo en la forma y los efectos de su participación en la economía y, también, en la posibilidad de que se consume el objetivo de provocar un mayor crecimiento de la producción y del empleo.
A esto hay que agregar la flexibilización del déficit en una magnitud que no es menor, y el aumento de la deuda pública. Ya no son los mismos criterios de gestión macroeconómica los que prevalecerán y constituyen una clara opción política que toma este gobierno.
Las mayores entradas al fisco provienen de gravar los ingresos de las personas y de las empresas tanto por concepto del IVA como del impuesto sobre la renta. Entre ellos destacan aquellos que encarecen los costos laborales, los asociados con las inversiones productivas y financieras y una amplia gama de medidas que afectan la rentabilidad.
Todo esto representa una serie de condiciones que pueden reducir los estímulos para acrecentar el nivel y la asignación del gasto privado. Por el lado de los precios, del ingreso disponible y de las expectativas de ganancia. Además, se ha dotado a la autoridad que recauda los impuestos de una capacidad discrecional muy grande para aplicar criterios sobre el funcionamiento y los resultados de los negocios. Se provoca así más incertidumbre para tomar las decisiones económicas.
En cuanto a los cambios propuestos a regímenes de tributación e incorporar a quienes operan en el mercado informal, puede ser que los estímulos sean insuficientes. No hay muchos elementos que lleven a una decisión para ser fiscalizado.
Una práctica de captación de ingresos fiscales como la que se discute acarrea en muchas de las medidas propuestas una exigencia de supervisión, revisión y aplicación de sanciones muy exigente para las entidades responsables de realizarlas. Mientras más sea la carga administrativa y la discrecionalidad permitida puede ser que el resultado de la ley de ingresos en cuanto a la captación y el control sea menor al esperado.
Hasta donde va esta reforma denominada hacendaria y de seguridad social se advierten elementos contradictorios entre los objetivos planteados y las medidas aplicables para alcanzarlos. Se confiere un peso mayor a la capacidad del gasto público para dirigir la economía, para decidir el contenido del crecimiento de la actividad económica y para apoyar el bienestar de algunos grupos de la población. Tener más ingresos no garantiza que la efectividad del gasto sea mayor en cuanto a su uso y, más aún, en su calidad en materia de impulso productivo y de bienestar social.
Los derechos sociales a los que apuntan las leyes que se están dictaminando tienen que estar bien definidos, contar con mecanismos de asignación y de gestión claros y revisables y, de manera ineludible, se les tiene que dotar con los recursos suficientes para que funcionen. No siempre ha sido este el modo de operación de las políticas públicas y hay demasiados escurrimientos que previenen que el dinero y los servicios lleguen a quienes están destinados. La efectividad de los programas asistenciales y de servicios es muy cuestionable, como indican las valoraciones oficiales producidas por el Coneval.
Un sistema de pensión universal como el que se propone crear, junto con el seguro del desempleo, pueden ser justificables y en ese sentido un debate más amplio hubiese servido para definirlos de mejor manera. Sobre todo cuando en países donde estos derechos se daban por sentados, hoy están frontalmente cuestionados por la falta de recursos del Estado. Reasignar fondos destinados a un fin para otro con el que no tiene relación es debatible, como ocurre con parte de las aportaciones patronales al Infonavit y que irían al seguro de desempleo. En cuanto a las pensiones los fondos vendrían directamente del erario.
Si no se crea suficiente empleo formal mediante la expansión productiva que depende de la inversión y que aporte a los sistemas de seguridad social, no habrá recursos suficientes para pagar a los desempleados y tampoco para pagar pensiones a los mayores de 65 años. En esto último hay un problema de cambio demográfico y de tipo actuarial que nos alcanzará más temprano que tarde. Además la gente de 65 años y más debería seguir siendo productiva y tener ingresos decentes.