EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

lunes, 14 de octubre de 2013

Debate sobre el petroleo


Participación de Pablo Gómez en el “El debate Público de la Reforma Energética” en el tema de contratos, organizado por el Grupo Parlamentario del PRD en el Senado. 14 de octubre de 2013
El proyecto del gobierno en materia petrolera consiste en lograr una autorización constitucional para realizar contratos, ya sea de producción o de utilidades compartidas, al tiempo que Pemex dejaría de ser un monopolio y las actividades ahora reservadas al Estado y realizadas por este organismo podrían ser desempeñadas por empresas privadas a través de contratos firmados por otras agencias gubernamentales.
Por su parte, el Partido Acción Nacional propone, en síntesis, un sistema de concesiones o permisos que el Estado realizaría a favor de empresas privadas en todas las actividades que en la actualidad la Constitución reserva al Estado.
El Partido de la Revolución Democrática propone que no se modifique la Constitución y que se reformen Pemex y los instrumentos regulatorios de la industria, así como el régimen fiscal, entre otros importantes cambios legislativos, para convertir a Petróleos Mexicanos en un monopolio de Estado eficiente y con capacidad de otorgar al país seguridad energética y mayores ingresos públicos.
La cuestión que aparece en el centro del debate es la referente a las finanzas públicas. No hay debate sobre la seguridad energética, es decir el gobierno no habla de cuestiones de carácter estratégico, el largo plazo. No ha aparecido por desgracia el tema de cuánto crudo debe el país producir a la vista de sus reservas y su consumo interno proyectado al menos para el presente siglo. Esta lamentable situación nos limita al plano de la extracción de aceite y gas en los próximos años, especialmente en los llamados yacimientos no convencionales en aguas profundas y en los campos de lutitas. Incluso, el gobierno proyecta alcanzar, con las grandes trasnacionales, una producción de crudo superior a los 3.4 millones barriles diarios al que se llegó hacia el año de 2004, pero carece de estimaciones sobre el necesario aumento de la producción de refinados y derivados en los que México es deficitario. Así, la urgencia oficial es el incremento de las exportaciones de crudo.
La estrategia debería abrirse a la discusión, pues los hidrocarburos son un recurso natural no renovable cuyo consumo sigue actualmente en crecimiento en el mundo. Además, la idea de potenciar la capacidad exportadora de crudo tiene que contrastarse, en primer lugar, con la prospectiva del suministro interno, la cual no existe.
El debate sobre los hidrocarburos, centrado en la cuestión de los contratos con compañías privadas, es justamente una manera de ubicar el problema en las finanzas públicas. Ahora bien, como los planteamientos del gobierno y del PAN están centrados en este aspecto y esas dos fuerzas tienen la capacidad para modificar por sí solas la Constitución, las izquierda no tiene más camino, por el momento, que ofrecer un plan de desarrollo, es decir, de expansión petrolera, pero basado en el dominio efectivo de la nación sobre la totalidad de los yacimientos de hidrocarburos.
Durante algunos años, Pemex llevó a cabo contratos de riesgo con lo cual el gobierno le dio a la prohibición constitucional para otorgar concesiones un giro defraudatorio. Se decía que hacer esa clase de contratos no era contravenir la Carta Magna. Ante la corrupción galopante, en 1960 se prohibió expresamente el contratismo de riesgo. Esto es lo que busca eliminar el gobierno de Peña Nieto como antes lo pretendió el de Calderón, el cual inventó los contratos incentivados prohibidos, no sólo por la Constitución, sino expresamente declarados nulos de pleno derecho por la vigente Ley de Pemex.
Como sabemos, la Constitución prohíbe los contratos en materia de hidrocarburos. Sabemos también que no se prohíben todos los contratos, por ejemplo, las compras de bienes, los alquileres y la prestación de servicios. Se trata de contratos de riesgo en cualquiera de sus modalidades, ya sea de producción compartida o de utilidades compartidas. El contenido actual del artículo 27 constitucional tiende a proteger la propiedad nacional de los hidrocarburos y a impulsar una industria petrolera propia. Si esa riqueza es de la nación, nadie tendría, en consecuencia, el derecho de repartirla entre particulares. Este concepto no parece tener alguna dificultad en su comprensión.
La nueva ley de Pemex, en su artículo 61, señala que en la realización de contratos, Pemex no concederá derecho alguno sobre las reservas, se mantendrá en todo momento el control y dirección de la industria, las remuneraciones a los contratistas serán siempre en efectivo por lo que en ningún caso podrá pactarse como pago un porcentaje de la producción o del valor de las ventas de los hidrocarburos ni de sus derivados o de las utilidades de la entidad contratante, no se suscribirán contratos que contemplen esquemas de producción compartida ni asociaciones en las áreas exclusivas y estratégicas a cargo de la Nación. Además, los contratos que no observen las disposiciones legales serán nulos de pleno derecho.
Esto es lo que quiere derogar el gobierno pues los actuales contratos incentivados que no son otra cosa que de utilidades compartidas, es decir, el gobierno está violando la Constitución y la ley. En otras palabras se quiere legalizar la ilegalidad prevaleciente a través de una reforma constitucional, ya que las grandes trasnacionales demandan seguridad jurídica, es decir, un marco regulatorio que no ponga en duda los derechos que adquirirían a través de los contratos que firmaran con el gobierno mexicano ya que éstos serían de largo plazo.
Las negociaciones entre el gobierno mexicano y las grandes trasnacionales petroleras han sido en realidad bastante sencillas. Descartado el esquema de las concesiones, aún en su modalidad de permisos, no queda más que los contratos de producción o de utilidades compartidas, los cuales son aceptables para esas empresas. Las contrataciones serían sujetas de otras negociaciones algo más detalladas, pero los esquemas están claros para ambas partes.
El gobierno cubriría la totalidad de los costos de la empresa privada, inclusive, naturalmente, los financieros, es decir, los intereses devengados por los créditos obtenidos por la empresa, cuya tasa de interés sería definida entre ésta y las entidades prestamistas o mediante la colocación de bonos. Además de la cobertura de los costos totales, el gobierno pagaría un porcentaje, que vendría a ser una ganancia industrial neta de la empresa, el cual podría ser variable, es decir, el negociado en el contrato y también el añadido según nuevos elementos surgidos con posterioridad al mismo. Se trata de contratos completos que abarcan desde la exploración hasta la producción diaria y, por tanto, son de largo plazo y se encuentran vinculados a la productividad de los pozos a partir de una tarifa mínima convenida. En los contratos de utilidades compartidas los pagos a la empresa se hacen en efectivo pues el gobierno se encarga de colocar en el mercado el hidrocarburo. En los contratos de producción compartida, cada quien comercializa su parte.
Estos contratos implican de suyo que el gobierno renuncia a desarrollar una ingeniería propia y que los pozos pueden ser explotados a una velocidad inadecuada, ya que el control se ubica en la empresa mientras que el gobierno sólo supervisa para poder exigir el cumplimiento de los términos contractuales. Pero además, el esquema implicaría también que los costos pudieran ser más elevados en tanto la empresa carece de un interés especial en reducirlos ya que el gobierno los cubre totalmente y si hay tardanza por algún motivo tampoco importa porque el costo financiero va incluido. Así, el gobierno se dedica a la auditoría operativa, contable y de desempeño de la empresa y, con frecuencia, a litigar tanto de manera privada como en tribunales con las empresas contratistas. En términos generales, el sistema funciona mal como base de negocios. En otras palabras, hacer contratos de producción o de utilidades compartidas es entrar en conflictos recurrentes, en esquemas de corrupción y en trasladar decisiones a compañías que carecen de otro interés distinto al de realizar la mayor tasa de ganancia posible.
A lo anterior hay que agregar las cuestiones estratégicas. La realización de estos contratos, además del traslado de patrimonio nacional a empresas privadas, contiene una traslación de decisiones a entidades extranacionales. Como se trata de contratos que parten de la exploración y abarcan todo el proceso hasta la producción cotidiana, las decisiones se van tomando por la empresa ya que el gobierno carece de capacidad para sustituirla. Esto se torna muy importante cuando el gobierno sólo tiene interés en producir más para fondear su gasto público, como es el caso de México, y le importa menos tener una política equilibrada de extracción de un recurso no renovable y de seguridad energética nacional.
Ante la imposibilidad política de otorgar concesiones a través del esquema de permisos, el gobierno de Peña Nieto pretende asumir la oferta hecha por las grandes trasnacionales para llevar a cabo los contratos, ahora prohibidos por la Constitución. Pero tanto los permisos como los contratos impiden al país desarrollar tecnología, promover conocimiento y formar una fuerza de trabajo nacional. Además, las decisiones que tienen que ver con dónde explorar se trasladan, al menos en parte, a las empresas, con lo cual se tiene que ceder también en materia de reservas probables y posibles.
La idea central de la propuesta de Peña es que Pemex es incapaz de ir rápido a aguas profundas y de brindar al país un mayor excedente petrolero capaz de fortalecer las finanzas públicas. Es exactamente el mismo argumento de Calderón. La propuesta de Peña es copia de una anterior aunque aterriza en una reforma constitucional sólo porque las grandes trasnacionales lo exigen, es decir, esas empresas no se quieren arriesgar a que los contratos sean declarados nulos de pleno derecho como lo señala la ley.
Como sabemos, las trasnacionales se financian en los mismos mercados que los Estados aunque éstos pueden, cuando no están demasiado comprometidos, obtener mejores tasas. Ahora bien, si no se trata de capacidad financiera sino de capacidad de operación de parte de Pemex, el tema a discusión se circunscribe a dos aspectos de esta gran problemática: la capacidad de México para adquirir y poner en marcha nueva tecnología y el ritmo en el que debe hacerse tanto por motivos propiamente tecnológicos como por lo que toca a una política de extracción de un recurso no renovable.
Como hemos señalado, las concesiones o permisos no son políticamente viables pero los contratos son un callejón sin salida. Estas dos no son opciones válidas para un país que tiene una industria petrolera nacionalizada, con muchos años de operación y con una experiencia que, al parecer, se subestima. La tercera opción es la de una acometida contra los vicios políticos, operacionales, financieros, fiscales y administrativos que sufre lo único que realmente tenemos, que es Pemex. Las empresas nacionales son las que progresan más en mundo. Las trasnacionales no están mejor que las nacionales en términos prospectivos. En aguas profundas, a México le puede suceder lo que, al parecer, es inevitable con el sistema de contratos: un costo de 15 a 25 dólares por barril se puede convertir en otro de 40 o más porque las trasnacionales no se preocupan por el costo sino por la ganancia definida como un porcentaje fijo del costo mismo y otro sobre el precio final del producto. En otras palabras, si el costo es mayor, mayor será la ganancia, y si el precio por barril es mayor también será mayor la ganancia. ¿Debe México, a estas alturas, cuando han transcurrido más de 70 años de la expropiación de los bienes de las compañías petroleras –las cuales siempre han querido regresar—meterse en líos petroleros?
Si alguna empresa privada –de esas que son monopólicas y casi no pagan impuestos en México—tuviera el dominio sobre el subsuelo, su última ocurrencia sería hacer contratos de utilidades compartidas. Haría contratos de servicios bajo el lema: te pago lo que me vendas o me hagas. Pero nunca aceptaría hacer los malos negocios que nos propone Peña Nieto. Podría ser que en menos tiempo el Estado recibiera más petrodólares pero las pérdidas serían muy altas. México no es un país a punto de quebrar como cuando una empresa tiene que buscar nuevos socios o financieros aunque le impongan condiciones leoninas para poder sobrevivir.
Otra idea expuesta en el proyecto de Peña Nieto es que Pemex no se encargue de los contratos sino alguna otra agencia gubernamental ajena a la industria petrolera antes nacionalizada. Un argumento es la corrupción, pero no se toma en cuenta que ésta no es exclusiva de Pemex sino que abarca a todo el Estado. La cuestión se torna más complicada en la medida en que este organismo público sería un participante más de la industria petrolera al cual deberían dársele las autorizaciones para operar en tierra y mar de tal manera que el gobierno tendría varias opciones según el criterio de los funcionarios encargados de tomar decisiones sobre el patrimonio nacional del subsuelo. Se abriría así un mercado como el que tienen algunos países para conceder permisos. Es decir, el esquema de contratos se parecería más al de concesiones y permisos. En realidad, es mucho más complicado administrar un esquema de contratos que otro de permisos aunque en ambos pierde la nación. Aquí lo que tenemos, sin embargo, es la idea de que Pemex debe ser relegado paulatinamente, que no es reformable, que su corrupción es incurable y –lo más grave—que su ingeniería no puede progresar.
El daño tecnológico que se le puede hacer al país con la política de contratos es aún mayor que el daño económico directo. Un país progresa en la medida en que resuelve problemas, mejora su ciencia y su tecnología y, por ende, su productividad. Pero un país que renuncia a emprender tareas científicas y técnicas, que le encarga el trabajo a las grandes trasnacionales aunque se trate de su propio patrimonio natural, está condenado a ser siempre un proveedor de materias primas y manufacturas. Así observa el gobierno de Peña al país desde su propuesta de reforma de las industrias de energía.
No se trata sólo del pésimo esquema de negocios que nos amenaza sino de algo menos tangible pero mucho más importante y trascendente para la nación: su acceso a la tecnología, su capacidad de concurrencia internacional, su educación técnica, sus capacidades creativas.
Mas existe algo aún más intangible relacionado con su historia y sus conquistas como nación. El proyecto de Peña es privatizador aunque se niegue pues una parte del valor de los hidrocarburos sería apropiado por compañías privadas, principalmente extranjeras, pero más de 70 años después de una nacionalización, es decir, de un rescate de riqueza, de independencia y de soberanía nacional. Regresar de alguna manera –la que sea– al punto en el cual la nación mexicana puso una raya frente a las demás sin romper con el mundo sería un retroceso pero, sobre todo, un fracaso que el país no se merece. Justo cuando las naciones en muchas partes del mundo reivindican sus riquezas de la manera en que lo hicieron los mexicanos hace más de siete décadas, México desnacionalizaría sus yacimientos en aras de desahogar el gasto público en el corto plazo sólo porque, con tal premura, se podrían verter más petrodólares en el presupuesto, aunque al final la cuenta sería desfavorable para el país. Se trata, por tanto, de dar un golpe a la conciencia nacional, a la historia de un país expoliado que, en ocasiones, encontró la manera de realizar actos de emancipación pero que ahora ésos son presentados como si hubieran sido esfuerzos vanos. No sería nada admisible, por tanto, una rendición sin motivo ni causa, algo enteramente gratuito que nadie le está exigiendo a México. Con la negativa nacional a entregar una parte del petróleo y el gas mexicanos, la prevaleciente polarización política interna podría alcanzar un punto de entendimiento mediante la conformación de una mayoría con conciencia histórica, que no esté dispuesta a entregar parte de una riqueza que México conquistó en el pasado mediante una gesta histórica de trascendencia mundial. Por ello, demandamos un referéndum antes de entregar lo que el pueblo de México otorgó a la nación y legó a las generaciones posteriores. Que así sea.

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