El Estado improductivo
León Bendesky
L
as crisis se han convertido en una condición prácticamente normal del funcionamiento de las economías. La estabilidad junto con el crecimiento productivo y el mejoramiento del bienestar social son, en cambio, episodios que tienden a ser más cortos y a acabar en descalabros financieros más grandes. Estos arrastran al empleo, el ingreso y los servicios públicos disponibles para la población. Al mismo tiempo se acrecienta la desigualdad, como un fenómeno distintivo.
Este proceso se extiende desde 1973 y el fin de los acuerdos económicos vigentes desde 1945. Cambiaron las relaciones de poder político y económico a escala mundial (lo que se refrendó en 1989) y se ha ido minando el sistema de bienestar que se había creado luego de la crisis de la década de 1930 y que figuró como un estandarte del capitalismo desde segunda posguerra. El nuevo sistema se vistió de respetabilidad con las políticas de corte neoliberal de los años 1980 pero hoy está en un decisivo proceso de desgaste.
El gobierno holandés anunció apenas hace unas semanas que el sistema de previsión social del Estado no puede mantenerse y que los ciudadanos habrán de aceptar un esquema
participativo. Este es un eufemismo para decir que habrá que rascarse con sus propias manos cuando requieran, por ejemplo, de atención médica de larga duración. Este es un tema común en Europa.
Hay una confrontación creciente entre lo que es privado y lo que es público, entre las nociones de lo que constituye la libertad en un entorno de reacomodo de lo que hacen o dejan de hacer los gobiernos, en una exigencia por replantear el significado del Estado.
Esto entraña una reapreciación del carácter del comportamiento económico, de qué son los mercados, el trabajo, el dinero y el capital, las relaciones sociales de producción, el Estado, el gobierno y el sentido del conjunto de las políticas públicas. La cuestión no sólo tiene que ver con aspectos relativos a la naturaleza de los acuerdos sociales prevalecientes, sino a la reformulación de los límites y las posibilidades del contrato social, así planteado, de modo genérico y, luego, con respecto a sus particularidades nacionales, regionales o incluso globales.
Todo esto debe hacerse con un sentido pragmático que va, claro está, más allá del asunto técnico de las modalidades económico-financieras, que es un espacio cómodo para tecnócratas, políticos y demasiados expertos y comentaristas. Abordar tal cuestión significa abarcar extensiones necesarias del ámbito del entorno político, de la naturaleza y el ejercicio del poder y enfocarse en el constante acomodo de la democracia y sus vicisitudes.
El Estado opera como un instrumento privilegiado de ajuste financiero a partir de las cuentas públicas: el déficit y superávit fiscal, el endeudamiento público y la asignación de los recursos que provienen de la sociedad. Pero su capacidad de provocar el crecimiento económico y el bienestar social está socavado. Usa los recursos conforme a los criterios predeterminados del ajuste y para la reproducción misma de la estructura del gobierno. Para ello necesita recaudar lo más posible. Aumenta los impuestos y otros ingresos, se deshace de sus activos y el patrimonio general; asegura su propia existencia y renuncia de facto a estimular la creación de riqueza mediante la inversión, el empleo y el financiamiento productivos.
La disputa por el excedente es clave, como ya bien se sabía. Pero esto fue convenientemente relegado como forma de pensamiento y del quehacer profesional; sin embargo resurge sin tregua. La parte del excedente con la que se queda el gobierno está cada vez más cuestionada en plena crisis. Para qué quiere los recursos que sólo pueden provenir de la sociedad si no hay crecimiento ni empleo, ni servicios sociales suficientes y de calidad.
No es bastante con la discusión acerca del activismo del Estado frente a las limitaciones del mercado. La cuestión clave es ¿qué Estado? ¿Qué hace, cómo lo hace y qué efectos tiene? Además de cómo se vincula con una mayor rendición de cuentas. Extraer recursos de la población, sean los hogares o las empresas no es sensato en sí mismo. Puede ser justificable en la medida en que se agrande el bienestar general. Si el gobierno y el sector privado son necesarios para establecer un equilibrio siempre inestable para crear riqueza y distribuirla mejor, entonces la política fiscal es un asunto crucial del reordenamiento del proceso económico y social. Satanizar a uno o al otro no contribuye a recrear un modo eficaz de progreso; dar por sentado lo que cada uno hace es igualmente torpe.
La historia de las crisis del capitalismo está abundantemente documentada con hechos, sometida a teorías diversas y plagada de posturas ideológicas contrapuestas. El Estado es un actor decisivo de estos procesos y no está más allá de un renovado y profundo cuestionamiento.
El fin del modo deforme, pero rentable, de reproducción que colapsó en 2008 no ha sido completo. Hay aún una estructura financiera que mantiene ociosos capitales mientras persiste la especulación asociada con las políticas monetarias y fiscales del Estado que no logran todavía provocar una salida productiva.