EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Derecha ilustrada



 
 

Lorenzo Meyer: Derecha ilustrada, ¿utopía o necesidad?

15 de noviembre de 2012  06:14
LORENZO MEYER
LÁMPARA DE DIÓGENES
 
Uno sospecha que en México se necesitaría contar con la famosa lámpara de Diógenes para dar con una derecha ilustrada en los puestos de decisión real: los de los responsables de los grandes grupos económicos, los de gobierno y los de la jerarquía eclesiástica.

Por derecha ilustrada se puede entender a esas personas o grupos poseedores de una visión conservadora del mundo económico, político y social pero que, para evitar o disminuir la posibilidad de coyunturas críticas o crisis de gobernabilidad, tienen la disposición de impulsar o aceptar la modificación de algunos aspectos del sistema de poder existente. Se trata de cambios en la distribución de las cargas y beneficios entre las clases para hacer que la estructura social resulte menos inequitativa, menos polarizante entre los muchos con poco y los pocos con mucho y más resistente a las tensiones que inevitablemente generan las contradicciones entre las clases.

Una actitud de la naturaleza descrita no tiene nada que ver con posibles impulsos altruistas sino con un egoísmo inteligente: uno dispuesto a intercambiar parte de sus privilegios y ventajas económicas actuales por estabilidad presente y futura de un sistema social y económico donde, finalmente, los que conceden lo hacen con el afán de preservar su posición dominante y evitar acciones antisistema de las clases subordinadas.

El razonamiento conservador ilustrado no es frecuente en nuestro medio, pero no es un desperdicio de tiempo conocer y tomar en cuenta su diagnóstico de la época y las soluciones que propone para cambiar el arreglo social antes de que ocurran rupturas y se abra la posibilidad de alterar de manera significativa la estabilidad. Obviamente, desde la óptica de la izquierda, este tipo de concesiones de los menos hacia los más -del 1% hacia el 99%, para usar los términos del movimiento Occupy Wall Street- está lejos de ser el ideal social. Sin embargo, y en particular en el caso mexicano, podría ser un paso para evitar que en los procesos comiciales futuros se vuelva a impedir, por medios legítimos e ilegítimos, que se reconozca el triunfo electoral a nivel presidencial de un partido o de una coalición de izquierda. En estas condiciones, si la luz de la ilustración llegase a penetrar las murallas que el temor le ha hecho levantar a la derecha con poder, quizá disminuyese la proporción de ciudadanos mexicanos que las encuestas dicen que hoy mantienen una actitud de alejamiento, frustración y rechazo del arreglo político imperante. Quizá una derecha abierta a cambios generaría la legitimidad suficiente para que se asentase entre nosotros la normalidad democrática, como es ya el caso en otros países latinoamericanos.
 
EL PUNTO DE PARTIDA
 
Desde la Segunda Guerra Mundial, y en términos generales, la desigualdad en la distribución de la riqueza en el mundo capitalista experimentó una disminución. Sin embargo, desde los 1980 esa tendencia cambió de sentido y hoy la desigualdad social tiende a aumentar lo mismo en Estados Unidos que en China y en países como el nuestro.

Y es que tal y como funciona "la mano visible" del mercado real, su implacable lógica es darle más a quien tiene más y menos a quien tiene menos. Aquella teoría que sostuvo que, una vez concentrada en las alturas de la pirámide social, la riqueza empezaría a trasminar hacia abajo -tesis aún sostenida con determinación por el Partido Republicano en las últimas elecciones presidenciales norteamericanas-, finalmente, no ha resultado cierta. Una ojeada a las cifras históricas norteamericanas -cuyo modelo económico es la guía de nuestros dirigentes desde mediados de los 1980- muestra que ese aumento en la brecha económica que separa al grueso de la población de la minoría afortunada es similar a la de los 1920. En realidad los que han ganado de manera asombrosa -escandalosa- no son los ricos en general sino una minoría de estos, los llamados "súper ricos". Y es que mientras el ingreso del 90% de los norteamericanos apenas si ha crecido en términos reales desde los 1970, el de los súper ricos -0.01%- ha aumentado siete veces (Paul Krugman, The conscience of a liberal [Norton], 2007, pp. 128-131). En México el INEGI no publica cifras tan detalladas como las de los vecinos del norte, pero los datos de la OCDE sobre distribución del ingreso muestran que la de México está peor que la norteamericana, lo que ya es decir.
 
LA PROPUESTA
 
En general, el establishment británico no se caracteriza por su modestia y The Economist, una revista con 169 años de antigüedad, no es la excepción. Así que ese semanario, que nadie puede calificar de anticapitalista, tituló una propuesta para el cambio del paradigma económico prevaleciente como el "verdadero progresismo", implicando que las propuestas formuladas por la izquierda no son verdaderas porque no son realistas.

En el número de The Economist correspondiente al 13 de octubre aparecen bien delineados los puntos de una propuesta que difícilmente puede ser desechada con legitimidad desde la derecha. Para empezar, la idea parte de un supuesto y de un hecho. El supuesto es que "un cierto grado de desigualdad es bueno para la economía" porque alienta a los emprendedores. El hecho, se puede resumir con uno de nuestros dichos: "Es bueno el encaje pero no tan ancho": 2/3 de la humanidad viven en países donde la desigualdad ha crecido, y aquí se echa mano del ejemplo ya citado por Krugman: de ese microscópico pero poderoso 0.01% de las familias norteamericanas -16 mil, con un ingreso promedio anual de 24 millones de dólares- que hoy controlan el 5% del producto nacional de su país. En estas condiciones las desigualdades sociales ya han llegado a ese punto donde han dejado de ser acicate al espíritu de empresa y, en cambio, resultan "ineficientes y dañinas" para el crecimiento económico.

La receta de The Economist para mitigar esa desigualdad creciente pero "sin dañar el crecimiento" consiste, primero, en atacar los monopolios. Desde luego, la revista incluye a los públicos pero también a los privados, como, por ejemplo, a los grandes bancos de Wall Street. Y es aquí donde aparece el caso de México, el nombre de Carlos Slim y la manera como este empresario llevó a cabo su acumulación originaria de capital. Pero ese ataque a los monopolios se refiere no sólo a empresas, sino a sindicatos como los del magisterio en Estados Unidos y cuyos privilegios han contribuido a disminuir la calidad de la educación. Obviamente, que la misma lógica se puede emplear al examinar el caso del SNTE de México.

Tras el ataque a los monopolios viene el ataque a los sistemas de subsidios y de gasto social -esto es música a los oídos de las derechas-, aunque el semanario británico pone el acento en que una buena parte de esos recursos en realidad no benefician a los más pobres sino a los relativamente pobres y a las clases medias, como es el caso del subsidio a los combustibles o las altas pensiones a quienes de entrada ya estuvieron muy bien pagados (como los altos funcionarios públicos del sector financiero en México).

El sistema fiscal es la otra arena en donde urge al cambio. Desde luego The Economist no recomienda la "receta Obama" de mayores impuestos a los más ricos -aunque acepta eliminar los regímenes fiscales especiales que en la práctica benefician a los ricos y que son tan importantes en México-, sino que pide que mejor se ataque la evasión fiscal tan común en países como el nuestro, se disminuya la brecha entre los impuestos al trabajo y los impuestos al capital y, a cambio, se ponga el acento en impuestos a la propiedad y no a los "creadores de riqueza". Claro que un programa de izquierda iría más lejos pero no desecharía las sugerencias de The Economist y otras similares elaboradas en los organismos económicos mundiales.
 
EN CONCLUSIÓN
 
Si quienes hoy toman las decisiones clave en los campos de la economía y la política en México mostraran auténtica inteligencia, aceptarían que su interés de largo plazo estaría mejor servido si no se obstinaran tanto en cerrarle los caminos a una transición como la que ya se dio en otras partes de América Latina, donde una izquierda no violenta ha podido asumir la responsabilidad de conducir a sus países, y se esforzarán en abrir caminos a la disminución del índice de desigualdad.

Menor desigualdad en México significaría un mejor mercado, menos polarización y un aumento de la legitimidad. Y aunque hoy y aquí este tipo de política aparece más como utopía que como el crudo realismo que es, su discusión podría ser un productivo punto de encuentro entre derecha e izquierda.

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jueves, 15 de noviembre de 2012

Petroleo, trabajo y despojo


Petróleo, trabajo y despojo
John Saxe-Fernández
L
uego de la Segunda Guerra Mundial y ante escenarios de escasez de recursos naturales, Truman creó una comisión bajo W. Paley, para determinar si Estados Unidos contaba con los medios materiales para sostener su civilización. El Informe Paley (1952) ofreció valiosos datos sobre los límites que se enfrentarían entre las necesidades de gas, petróleo, minerales, metales etcétera de Estados Unidos y cómo satisfacerlas ante la recuperación europea, la perspectiva de guerra con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y el interés de naciones menos desarrolladas, pero ricas en recursos a usarlos en su industrialización, en lugar de exportarlos, todo lo cual le disputaría su acceso a dichos recursos. Desde entonces Estados Unidos nunca quitó el dedo del renglón desindustrializador en especial al sur del Bravo. Menos cuando llegó al techo de producción petrolera en los 1970 y Blyth, Eastman & Dillon, asesora de inversionistas de Wall Street, planteó (1979) que, de cara a las convulsiones en Medio Oriente y ausentes las diferencias nacionales entre Canadá, Estados Unidos y México(sic) procedía integrar los vastos recursos energéticos de América del Norte a su aparato económico y político-militar, mediante un sistema eficiente de distribución energética yuna suerte de mercado común.
Sometido México a los Programas de Ajuste Estructural (PAE) de los acreedores (en lo laboral, energético y fiscal) por la torpe negociación de la crisis (1982), se procedió a debilitar la base material y de clase de la estabilidad social y la soberanía. Los PAE acentuaron la explotación/emigración de fuerza de trabajo vía maquilas y alentaron la reprimarización de la economía y de la petroquímica estatal. La desregulación del FMI permitió al Banco Mundial y suscountry managers alentar lo que Moisés Flores Salmerón y hace poco Alberto Barranco describen como la “Destrucción de la Industria Petroquímica Estatal en México“ en La energía en México (Ceiich/UNAM, 2008) y en el devastador Reviven Petroquímica...para brasileños (El Universal, 12/11/12).
Con buen calibre histórico Alejandro Encinas calificó el PAE laboral, recién aprobado por el Senado, como la mayor agresión a los trabajadores desde 1917. Ese es eje de la ofensiva PAE-oligarquía contra sindicatos, campesinos, sectores medios y los encadenamientos productivos nacionales. Recuérdese, con Heberto Castillo y Jacinto Viqueira, que “cuando se tiene petróleo y brazos se deben usar los energéticos en casa para crear empleos y riqueza“. Vender crudo a naciones ricas implica hacer de los trabajadores de las naciones pobres, cuando más, asalariados medio muertos de hambre al servicio de grandes capitales transnacionales. Cada barril que se exporta son miles de oportunidades de trabajo que quitan a los nativos y miles de oportunidades que brindan a las naciones poderosas para mantener su hegemonía económica en el mundo.
Hoy, cuando México es el tercer exportador de crudo a Estados Unidos y Pemex atestigua la enajenación de sus actividades sustantivas, MA Bernal, vocero de EPN en calidad de presidente de la Comisión de Energía de los diputados, se duele de que estemosatados a las enseñanzas del nacionalismo petrolero y nos repite aquello de que no hay recursos, por lo que es necesaria una inyección de capital privado en Pemex. Dice que “(T)enemos reservas de gas shale y de gas asociado al petróleo”, que su jefe intenta entregar a firmas tipo Exxon-Móbil, aunque Israel Rodríguez había mostrado que hay recursos (J-4/11/12, p.21). Según datos de Hacienda (FMI) en 12 años panistas, Pemex pagó 6.4 billones (trillions) de pesos al fisco, más que la deuda pública neta de 5.6 billones. Para privatizarla se cobró a Pemex 53.4 por ciento de sus ventas obligándola aendeudarse para cubrir sus requerimientos fiscales y completar sus planes de inversión productiva(ibid).
Mientras PAE y PRIAN atacan a Pemex, el Financial Times (27/7/12) informa que Rex Tillerson, CEO de Exxon, empresa líder en capitalización de mercado que realiza operativos en Pemex, dijo estar esperanzado con reformas (energéticas) que abran espacio a las asociaciones y colaboraciones y llevar tecnología a los inmensos recursos de México y desde Bloomberg (30/7/12) se sugiere que EPN empiece permitiendo que se pague con crudo a las firmas extranjeras. Aunque este arreglo no otorga la propiedad, técnicamente permitiría a esas firmas colocar ese petróleo como parte de su reserva, un factor crucial para atraer el interés privado extranjero.
¿Beneficiarios del gran pillaje al pueblo mexicano bajo fachada dereforma energética? Entre otros, los tenedores de los principales bloques accionarios de Exxon-Móbil que (generosa que es) da becas aquí a estudiantes de geología e ingeniería¡para el desarrollo nacional!: Citigroup –dueño de Banamex–, FMR Corp, J.P. Morgan Chase, State Street Corp, Mellon Bank, Barcleys, College Retirement Fund, Fidelity, Washington Mutual Investors, Vanguard Fund, Putnam Fund, AXP Fund y magnates locales.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Obama, el austero


Obama, el austero
Alejandro Nadal
E
n su primer periodo en la Casa Blanca, un presidente estadunidense enfrenta el desafío de la relección cuatro años más tarde. En cambio, se dice que en el segundo periodo sólo tiene que preocuparse por el lugar que ocupará en la historia.
Obama puede jactarse de haberse relegido a pesar de haber decepcionado o traicionado a su base electoral. Es una hazaña que quizás indica su preferencia por ocupar un lugar mediocre en el panteón de la historia de Estados Unidos.
A partir del estallido de la crisis global en 2007, las principales economías capitalistas reaccionaron lanzando programas de estímulo fiscal y monetario. Esos programas subestimaron la magnitud de la crisis y no fueron suficientes para frenar el deterioro. Pero una de sus consecuencias fue el aumento o la generación de abultados déficit fiscales. Hoy la depresión continúa y el reclamo desde la derecha es el regreso a la austeridad fiscal.
En Europa la austeridad fiscal ha llevado al colapso económico a varios país. En Estados Unidos parece que la lección de 1937 está a punto de repetirse. En aquel año el presidente Roosevelt cedió frente al reclamo de los que estaban preocupados por la inflación y la magnitud del déficit fiscal. Esa presión venía del sector financiero, que ve en la inflación a su peor enemigo. En el otoño de 1937 Roosevelt aplicó importantes recortes para encaminarse hacia un esquema de presupuesto balanceado. El resultado no se hizo esperar: a mediados de 1938 la producción industrial había caído 33 por ciento, el ingreso nacional se había desplomado 13 por ciento y el desempleo había aumentado cinco puntos porcentuales (más de 4 millones de personas engrosaron el ejército de desempleados). Roosevelt tuvo que dar marcha atrás y solicitó al Congreso un nuevo estímulo que permitió regresar a la senda de la recuperación. Poco después la economía estadunidense se enfrascaría en un esfuerzo bélico sin precedentes y eso terminaría por eliminar el desempleo.
Pero la idea de que un estímulo fiscal puede desempeñar un papel importante en una economía capitalista había ganado carta de naturalización en el ámbito de la política macroeconómica.
En las últimas cuatro décadas esta idea se ha visto atacada desde muchos ángulos. En el medio académico, la teoría económica dominante, la que se enseña en casi todo el mundo, considera que un déficit fiscal provoca inflación y atraso económico. Pero esa es la misma teoría que nos dijo que los mercados financieros eran estables, eficientes y en cuyos modelos no hay cabida para las crisis. Hoy es evidente para los conocedores que una política macroeconómica basada en la austeridad fiscal está fundada más en creencias religiosas que en una teoría seria sobre el funcionamiento de una economía monetaria.
Alrededor de este tema la referencia más importante es Wynne Godley, uno de los autores más importantes en las últimas décadas (asociado a la Universidad de Cambridge y al Instituto Levy en Estados Unidos). Fallecido en 2010, Godley fue uno de los pocos autores que sí vio venir la crisis. Su teoría se basa en el enfoque de contabilidad de flujos de fondos entre los grandes sectores de una (macro)economía: empresas, familias, gobierno y el resto del mundo. Cuando un sector incrementa su riqueza monetaria otro debe estar experimentando un déficit neto. El costo monetario de las acciones de un sector es igual al ingreso monetario de algún otro sector. Hasta aquí no hay nada espectacular ¿verdad? Pero la conclusión de este enfoque sugiere que un gobierno casi está obligado a mantener déficit para que el sector privado pueda mantener crecimiento económico neto, a menos que la economía mantenga un superávit comercial (y sus socios soporten un déficit comercial). Esta teoría revela que un presupuesto balanceado implica que el crecimiento sólo puede basarse en un saldo positivo en la balanza comercial.
Una economía monetaria en la que todos los actores económicos son ahorradores netos tendrá que padecer una contracción económica. En la fase actual de la crisis, la economía estadunidense mantiene un fuerte déficit comercial y sigue en un proceso deflacionario en el que cada sector busca limpiar sus hojas de balance. Si el gobierno también se encamina por ese sendero, la recesión será la consecuencia.
En su afán por alcanzar un arreglo con los republicanos y los fundamentalistas de la austeridad fiscal, Obama aceptó lo que ahora es la amenaza del precipicio fiscal. Puede ser que haya caído en la trampa, o quizás él mismo es un creyente en las bondades del equilibrio fiscal. Obama se ha movido hacia la derecha al aceptar negociar los derechos derivados de la seguridad social casi desde el comienzo de la campaña. En la galería de los presidentes estadunidenses, Barack portará el sobrenombre de El austero. Pero en la historia pasará como un ingenuo más que se creyó los disparates de la austeridad fiscal y repitió la experiencia de 1937.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La fiscalidad como destino


La fiscalidad como destino
León Bendesky
U
na vez relecto, Barack Obama se puso en la mesa, ya con cierta premura, el asunto del precipicio fiscal, que domina en el corto plazo las decisiones en torno a los ingresos y los gastos del gobierno y sus consecuencias en el desempeño de la economía.
La política fiscal en Estados Unidos está hoy delimitada por la Ley de Control Presupuestal de 2011, que deberá entrar en vigor el primero de enero de 2013. Cuando ésta fue promulgada, se consiguió elevar el nivel de la deuda federal para evitar una parálisis gubernamental y seguir operando en el marco de las condiciones de intervención pública requerida por las repercusiones de la crisis financiera. El objetivo de la administración Obama en ese entonces era no provocar una mayor caída de la actividad productiva y del empleo.
Pero los compromisos fiscales tienen fecha de caducidad. Ahora es ineludible una negociación en el plano de un segundo término de Obama en la Casa Blanca. Así, el Congreso tendrá que llegar en apenas unas semanas a acuerdos viables y operativos de manera inmediata.
El primer día del año entrante se terminarán los recortes temporales estipulados a las nóminas, lo cual significará un incremento de 2 por ciento a los impuestos a los trabajadores. Lo mismo ocurrirá con algunas deducciones fiscales para las empresas y las tasas mínimas que se pagan; se acabarán los recortes fiscales de 2001 y 2003, y comenzarán a aplicarse las contribuciones relacionados con la ley sanitaria promovida por este gobierno.
Por otro lado, los recortes de los gastos acordados como parte del techo fiscal de 2011 entrarán en vigor con carácter automático. Ello significa que se afectarán más de mil programas públicos, que incluyen rubros del presupuesto de la defensa y del seguro de salud (Medicare).
La combinación de esas dos fuerzas, el aumento de impuestos y el recorte de los gastos públicos, tendrían un severo impacto recesivo en la economía, aunque reducirían el déficit y, con ello, la presión sobre la deuda pública. Esto es precisamente lo que conforma elprecipicio fiscal y lo que la política pública implementada por Obama quiere evitar, pues hay indicios de una recuperación, aunque sea modesta, de los indicadores económicos. Para ello se necesita una negociación política y partidaria muy eficaz. Obama consiguió capital político con la relección.
La medidas fiscales arrastradas desde la presidencia de George Bush, entre ellas la disminución de los impuestos para los grupos de la población con mayores ingresos y el financiamiento de la guerra en Irak y Afganistán, llevaron a los acuerdos de 2011. En los próximos días van a prescribir y ahí se ubica la intención de Obama de elevar los impuestos a quienes más ganan, y todo eso en un marco en el que ha crecido significativamente el grado de desigualdad social en ese país.
En el trasfondo de la ríspida polémica con Romney durante la campaña electoral estaban la sombra del precipicio fiscal y las visiones contrapuestas acerca de cómo enfrentar la condición de muy alto endeudamiento público. La deuda creció de modo vertiginoso con la intervención para salvar a los grandes bancos luego de la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Se trata de una deuda multibillonaria, la cual seguirá creciendo hasta que se recompongan algunas condiciones para empezar a amortizarla. Por ahora no hay más alternativa que más Estado por la vía fiscal, y en eso residió buena parte del choque político e ideológico de la campaña electoral recién terminada.
Así pues, las posturas contrapuestas de los entonces candidatos a la presidencia expresaban concepciones muy distintas sobre el papel del Estado en la economía y, de modo más particular, de la gestión de las finanzas públicas. En este sentido, Obama representa hoy una visión del Estado y eso en plena crisis económica, que se diferencia de modo relevante no sólo con las posiciones más extremas del Partido Republicano, como fueron las del Tea Party, y su fundamentalismo fiscal, sino incluso con las posturas más conservadoras, como las del propio Romney.
Pero incluso están enfrentadas a las propuestas muy rígidas en materia de ajuste fiscal que impone el gobierno alemán en la zona euro y, en especial, en Grecia, España e Italia. Igual ocurre fuera de esa área, como es el caso de Gran Bretaña, donde la coalición que gobierna no puede arrastrar la economía fuera de una severa contracción productiva.
Hay un contraste –y no es menor– en las condiciones de la recesión asociada con la austeridad fiscal en ambos lados del Atlántico. No se trata de un asunto meramente técnico, tiene que ver en esencia con una idea distinta del quehacer político.
Las decisiones fiscales son eminentemente políticas y luego tienen una expresión técnica que se plasma en el presupuesto federal y las leyes correspondientes. Cuando se alteran estos términos y se colocan por delante los criterios técnicos, como puede ser la preservación de la estabilidad macroeconómica, se crea una trampa para los ciudadanos. La fiscalidad es el medio de transmisión más directo de un gobierno con los gobernados, y por ello va más allá de las puras consideraciones económicas, que suelen ser las más cómodas.

jueves, 8 de noviembre de 2012

El embajador


Lorenzo Meyer: El embajador

08 de noviembre de 2012  06:58  actualizado a las 07:00
LORENZO MEYER
·A FALTA DE WIKILEAKS

Cuando en México se hace referencia a "el embajador", así, sin identificar nombre o país, lo normal es suponer que se trata del norteamericano, el único diplomático extranjero cuyas opiniones y acciones realmente pueden incidir en la vida política de México. Dolia Estévez, periodista mexicana con más de 20 años en Washington, entrevistó a los nueve últimos -el actual no está incluido- y armó un libro de historia reciente que está por publicarse (U.S. ambassadors to Mexico: The relationship through their eyes, Wilson Center, 2012). Y aunque la obra no contiene revelaciones como las proporcionadas por Wikileaks, las opiniones dejan entrever lo complicada y asimétrica que es la naturaleza de nuestra relación con el poderoso vecino del norte.

Desde muy temprano en el siglo XIX, y a querer que no, el trato con Estados Unidos ha sido la relación externa más importante, absorbente, determinante y, sin duda, peligrosa para México. Obviamente, para Estados Unidos, gran potencia desde su victoria sobre España en 1898, el objeto de atención en el exterior ha variado constantemente y México es sólo un tema entre los muchos que conforman su agenda internacional. Sin embargo, y como bien lo advirtiera Carlos Pascual, el penúltimo representante de Washington en México, para Estados Unidos la relación con México es importante porque "ninguna otra relación afecta más directamente las vidas de los ciudadanos estadounidenses que la relación con México". Un indicador de lo anterior es que si se excluye al personal militar, la embajada aquí es la mayor de las representaciones diplomáticas norteamericanas.

La política mexicana de Washington tiene múltiples fuentes: desde la Casa Blanca, aunque sólo en momentos muy precisos, siguiendo con el Departamento de Estado más decenas de otras dependencias del gobierno federal, desde los departamentos del Tesoro hasta los de Justicia, Comercio, Seguridad Interna, Defensa (Comando Norte) o muchas otras. Intervienen también el Congreso, los gobiernos de los estados fronterizos, las grandes empresas con intereses en México, la prensa, los grupos de interés, las ONG, etcétera. En esta complicada trama, uno de los hilos importantes que sirve para anudar a muchos otros, es el embajador.

Es claro que la historia política de la relación México-Estados Unidos en los últimos 35 años va a requerir del esfuerzo de muchos investigadores y de la apertura de archivos que aún no están al alcance de los estudiosos. Sin embargo, las entrevistas de Estévez cumplen con dos objetivos: por un lado, contribuyen a desbrozar el campo y, por otro, a generar un material original que servirá tanto a analistas como a historiadores.

Las entrevistas de Estévez siguen un mismo patrón pero varía la calidad del interlocutor. En general, los diplomáticos de carrera -una minoría- destacan por lo sutil de sus respuestas. Sin embargo, algunas de las revelaciones más francas e interesantes las dio uno de los entrevistados sin experiencia diplomática previa, aunque sí política: James Jones (1993-1997), un abogado y congresista de Oklahoma. Él admitió haber hecho saber a un par de presidentes la posición norteamericana en torno a temas de política interna mexicana y dejó comprobado lo obvio: que la embajada del país más poderoso del orbe sí interviene en asuntos internos nuestros cuando considera que le atañen, incluso si es sólo de manera indirecta.

En la variedad de asuntos abordados en la obra comentada, hay materia para el análisis de fondo. Para empezar está la identificación del interés central de Estados Unidos en México. Más allá de algunas declaraciones muy superficiales y obvias, como la amistad entre países vecinos, o de los temas muy candentes de cada época -petróleo, Centroamérica, libre comercio, préstamos de emergencia, migración o narcotráfico-, el interés primordial y permanente de Washington en México ha sido la estabilidad. Por ello no presiona al punto de afectar las bases de la estabilidad mexicana, pues ésta ya es parte de la seguridad norteamericana, ya es un tema "interméstico", uno donde lo internacional y lo doméstico se mezclan al punto de no poder separarse. Y es por ello que en varias coyunturas difíciles Washington se autolimitó en su presión en temas que le interesaban como, por ejemplo, el petróleo. John Gavin declara que tras la crisis económica que se inició en 1982, la preocupación del presidente Ronald Reagan con relación a nuestro país fue la viabilidad de México "como nación, como gobierno y como sociedad". No obstante la irritación que produjeron en Washington sus diferencias con México respecto de temas como Cuba, Contadora y Centroamérica o el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena, se siguió adelante con los préstamos de emergencia para no afectar lo realmente importante: una estabilidad que ya tenía sus bases económicas muy dañadas. Cuando Estévez, siguiendo esta línea, le preguntó a Gavin si, en el caso del México priista y en la época de la Guerra Fría, Estados Unidos prefirió "la estabilidad sobre la democracia", el embajador respondió: "para Estados Unidos es importante tener naciones y gobiernos estables, preferiblemente democráticos y amistosos, en nuestras fronteras". Al buen entendedor le queda claro que la esencia de la respuesta es afirmativa. John Negroponte de plano admitió que con Salinas "no teníamos discusiones amplias con el gobierno sobre política interna y derechos humanos... la reforma política no era tema que estaba en la agenda"; lo que sí estaba en esa agenda era el interés por el TLCAN. James Jones es, finalmente, el más honesto: "Durante la era del PRI, estábamos dispuestos a pretender que en México había 'democracia' porque preferíamos la estabilidad sobre la democratización".

Según Negroponte, su país decidió no intervenir en los asuntos internos porque los mexicanos son muy "susceptibles" en esa área. Sin embargo, lo que en realidad estaba entonces en el centro de la agenda del embajador era el TLCAN, un acuerdo económico con una espina dorsal política pues, entre otras cosas, su efecto inmediato sería fortalecer al gobierno de Salinas, debilitado de origen por el fraude de 1988. No condicionar el TLCAN a un sistema interno de reglas democráticas, como sí lo haría poco después el tratado con Europa, fue intervenir por omisión de manera efectiva en apoyo de un status quo no democrático. Y aquí resalta el efecto de la asimetría en la relación entre los dos países que comparten al Río Bravo como frontera: Estados Unidos puede incidir a profundidad en nuestros arreglos internos, sea por acción o por omisión.

Es justamente James Jones, el sucesor de Negroponte, quien desmiente a este último con relación a la no intervención en asuntos internos mexicanos. Y es que Jones asegura que él personalmente le hizo saber en 1994 a un Salinas que le escabullía el bulto "que si manejaba la insurrección zapatista al viejo estilo iba a destruir todos los avances económicos y de otra índole que había hecho". Sea por esa razón o por otra, el hecho es que Salinas detuvo la ofensiva militar e inició la negociación con el EZLN.

Jones es igualmente claro al referirse al tema de la corrupción. En una conversación con Zedillo, y a una pregunta expresa de éste sobre qué hacer para combatirla, el embajador respondió: "Pondría una bomba atómica encima de todas tus agencias de procuración de justicia y las haría volar. Así empezaría de cero y no permitiría el regreso en el futuro de alguien que tuvo que ver con procuración de justicia en el pasado". Como tal recomendación era mera fantasía, más tarde el embajador le entregó a Zedillo una lista de personajes investigados por la inteligencia norteamericana, considerados corruptos y que "no deberían quedar en puestos gubernamentales de alto nivel". Según Jones, ninguno de los enlistados quedó en un puesto de alta responsabilidad; ahí se tiene un ejemplo del poder de veto de Washington en temas internos.

Conviene notar que esas presiones se ejercieron pese a que los personajes y sus gobiernos eran muy del gusto norteamericano y que, en ambos casos, la acción de la embajada no fue dañina y quizá por ello Jones se animó a revelarla, pero ¿fue así en todos los casos?

·EN SUMA

La obra de Estévez lleva a una conclusión: desde siempre el embajador norteamericano ha sido un actor político inevitable, aunque no siempre ha sido el procónsul del que habló José Vasconcelos. Lo realmente crucial no ha sido ese embajador sino la posición de su interlocutor natural: el presidente mexicano y la debilidad o fuerza desde la que éste ha negociado con el imperio.

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El embajador


Lorenzo Meyer: El embajador

08 de noviembre de 2012  06:58  actualizado a las 07:00
LORENZO MEYER
·A FALTA DE WIKILEAKS

Cuando en México se hace referencia a "el embajador", así, sin identificar nombre o país, lo normal es suponer que se trata del norteamericano, el único diplomático extranjero cuyas opiniones y acciones realmente pueden incidir en la vida política de México. Dolia Estévez, periodista mexicana con más de 20 años en Washington, entrevistó a los nueve últimos -el actual no está incluido- y armó un libro de historia reciente que está por publicarse (U.S. ambassadors to Mexico: The relationship through their eyes, Wilson Center, 2012). Y aunque la obra no contiene revelaciones como las proporcionadas por Wikileaks, las opiniones dejan entrever lo complicada y asimétrica que es la naturaleza de nuestra relación con el poderoso vecino del norte.

Desde muy temprano en el siglo XIX, y a querer que no, el trato con Estados Unidos ha sido la relación externa más importante, absorbente, determinante y, sin duda, peligrosa para México. Obviamente, para Estados Unidos, gran potencia desde su victoria sobre España en 1898, el objeto de atención en el exterior ha variado constantemente y México es sólo un tema entre los muchos que conforman su agenda internacional. Sin embargo, y como bien lo advirtiera Carlos Pascual, el penúltimo representante de Washington en México, para Estados Unidos la relación con México es importante porque "ninguna otra relación afecta más directamente las vidas de los ciudadanos estadounidenses que la relación con México". Un indicador de lo anterior es que si se excluye al personal militar, la embajada aquí es la mayor de las representaciones diplomáticas norteamericanas.

La política mexicana de Washington tiene múltiples fuentes: desde la Casa Blanca, aunque sólo en momentos muy precisos, siguiendo con el Departamento de Estado más decenas de otras dependencias del gobierno federal, desde los departamentos del Tesoro hasta los de Justicia, Comercio, Seguridad Interna, Defensa (Comando Norte) o muchas otras. Intervienen también el Congreso, los gobiernos de los estados fronterizos, las grandes empresas con intereses en México, la prensa, los grupos de interés, las ONG, etcétera. En esta complicada trama, uno de los hilos importantes que sirve para anudar a muchos otros, es el embajador.

Es claro que la historia política de la relación México-Estados Unidos en los últimos 35 años va a requerir del esfuerzo de muchos investigadores y de la apertura de archivos que aún no están al alcance de los estudiosos. Sin embargo, las entrevistas de Estévez cumplen con dos objetivos: por un lado, contribuyen a desbrozar el campo y, por otro, a generar un material original que servirá tanto a analistas como a historiadores.

Las entrevistas de Estévez siguen un mismo patrón pero varía la calidad del interlocutor. En general, los diplomáticos de carrera -una minoría- destacan por lo sutil de sus respuestas. Sin embargo, algunas de las revelaciones más francas e interesantes las dio uno de los entrevistados sin experiencia diplomática previa, aunque sí política: James Jones (1993-1997), un abogado y congresista de Oklahoma. Él admitió haber hecho saber a un par de presidentes la posición norteamericana en torno a temas de política interna mexicana y dejó comprobado lo obvio: que la embajada del país más poderoso del orbe sí interviene en asuntos internos nuestros cuando considera que le atañen, incluso si es sólo de manera indirecta.

En la variedad de asuntos abordados en la obra comentada, hay materia para el análisis de fondo. Para empezar está la identificación del interés central de Estados Unidos en México. Más allá de algunas declaraciones muy superficiales y obvias, como la amistad entre países vecinos, o de los temas muy candentes de cada época -petróleo, Centroamérica, libre comercio, préstamos de emergencia, migración o narcotráfico-, el interés primordial y permanente de Washington en México ha sido la estabilidad. Por ello no presiona al punto de afectar las bases de la estabilidad mexicana, pues ésta ya es parte de la seguridad norteamericana, ya es un tema "interméstico", uno donde lo internacional y lo doméstico se mezclan al punto de no poder separarse. Y es por ello que en varias coyunturas difíciles Washington se autolimitó en su presión en temas que le interesaban como, por ejemplo, el petróleo. John Gavin declara que tras la crisis económica que se inició en 1982, la preocupación del presidente Ronald Reagan con relación a nuestro país fue la viabilidad de México "como nación, como gobierno y como sociedad". No obstante la irritación que produjeron en Washington sus diferencias con México respecto de temas como Cuba, Contadora y Centroamérica o el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena, se siguió adelante con los préstamos de emergencia para no afectar lo realmente importante: una estabilidad que ya tenía sus bases económicas muy dañadas. Cuando Estévez, siguiendo esta línea, le preguntó a Gavin si, en el caso del México priista y en la época de la Guerra Fría, Estados Unidos prefirió "la estabilidad sobre la democracia", el embajador respondió: "para Estados Unidos es importante tener naciones y gobiernos estables, preferiblemente democráticos y amistosos, en nuestras fronteras". Al buen entendedor le queda claro que la esencia de la respuesta es afirmativa. John Negroponte de plano admitió que con Salinas "no teníamos discusiones amplias con el gobierno sobre política interna y derechos humanos... la reforma política no era tema que estaba en la agenda"; lo que sí estaba en esa agenda era el interés por el TLCAN. James Jones es, finalmente, el más honesto: "Durante la era del PRI, estábamos dispuestos a pretender que en México había 'democracia' porque preferíamos la estabilidad sobre la democratización".

Según Negroponte, su país decidió no intervenir en los asuntos internos porque los mexicanos son muy "susceptibles" en esa área. Sin embargo, lo que en realidad estaba entonces en el centro de la agenda del embajador era el TLCAN, un acuerdo económico con una espina dorsal política pues, entre otras cosas, su efecto inmediato sería fortalecer al gobierno de Salinas, debilitado de origen por el fraude de 1988. No condicionar el TLCAN a un sistema interno de reglas democráticas, como sí lo haría poco después el tratado con Europa, fue intervenir por omisión de manera efectiva en apoyo de un status quo no democrático. Y aquí resalta el efecto de la asimetría en la relación entre los dos países que comparten al Río Bravo como frontera: Estados Unidos puede incidir a profundidad en nuestros arreglos internos, sea por acción o por omisión.

Es justamente James Jones, el sucesor de Negroponte, quien desmiente a este último con relación a la no intervención en asuntos internos mexicanos. Y es que Jones asegura que él personalmente le hizo saber en 1994 a un Salinas que le escabullía el bulto "que si manejaba la insurrección zapatista al viejo estilo iba a destruir todos los avances económicos y de otra índole que había hecho". Sea por esa razón o por otra, el hecho es que Salinas detuvo la ofensiva militar e inició la negociación con el EZLN.

Jones es igualmente claro al referirse al tema de la corrupción. En una conversación con Zedillo, y a una pregunta expresa de éste sobre qué hacer para combatirla, el embajador respondió: "Pondría una bomba atómica encima de todas tus agencias de procuración de justicia y las haría volar. Así empezaría de cero y no permitiría el regreso en el futuro de alguien que tuvo que ver con procuración de justicia en el pasado". Como tal recomendación era mera fantasía, más tarde el embajador le entregó a Zedillo una lista de personajes investigados por la inteligencia norteamericana, considerados corruptos y que "no deberían quedar en puestos gubernamentales de alto nivel". Según Jones, ninguno de los enlistados quedó en un puesto de alta responsabilidad; ahí se tiene un ejemplo del poder de veto de Washington en temas internos.

Conviene notar que esas presiones se ejercieron pese a que los personajes y sus gobiernos eran muy del gusto norteamericano y que, en ambos casos, la acción de la embajada no fue dañina y quizá por ello Jones se animó a revelarla, pero ¿fue así en todos los casos?

·EN SUMA

La obra de Estévez lleva a una conclusión: desde siempre el embajador norteamericano ha sido un actor político inevitable, aunque no siempre ha sido el procónsul del que habló José Vasconcelos. Lo realmente crucial no ha sido ese embajador sino la posición de su interlocutor natural: el presidente mexicano y la debilidad o fuerza desde la que éste ha negociado con el imperio.

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lunes, 5 de noviembre de 2012

Mercado y politica


Mercado y política
León Bendesky
M
ientras en Europa se profundiza la crisis económica y social bajo la influencia alemana y en Estados Unidos se votará para relegir a Obama o elegir a Romney, la cuestión que se debate abiertamente es la relación entre el mercado y el Estado.
Esta ha sido la discusión política protagónica de modo relevante para nuestro tiempo desde la gran depresión de los años 1930. En ella confluyen recurrentemente planteamientos teóricos, ideológicos y modos de política pública, en un ir y venir que acompaña la dinámica de las fluctuaciones y las crisis de la economía capitalista.
En los últimos 80 años la polémica ha abarcado las posiciones contrarias de Keynes y Hayek. El primero prevaleció hasta la década de 1970 con una intervención decisiva del Estado para superar la crisis, minimizar los ciclos de crecimiento y recesión y establecer los esquemas de la llamada economía del bienestar y el marco general de la socialdemocracia. El segundo tomó revancha con el predominio de la aceptación de las fuerzas del mercado como forma primordial de la regulación social y promotoras del crecimiento, el empleo y hasta de la equidad.
Desde 2008 la disputa se ha reabierto. La desregulación estatal que constituyó la práctica en el entorno de la creciente globalización se situó en el centro de la crisis. La intervención pública fue contundente, pero sesgada a salvaguardar las pautas de la acumulación centrada en el capital financiero.
Las estructuras bancarias destruidas literalmente por la crisis han sido el centro de la acción gubernamental y a ella se ha supeditado el fuerte aumento de la deuda pública y los severos ajustes presupuestales. Pero el nivel de la actividad económica no se repone.
La restructuración bancaria es desigual y la función de financiamiento productivo no se ha restablecido. Prevalece un entorno especulativo en los mercados de deuda soberana, los bienes raíces y los productos conocidos como derivados.
Las pautas de la regulación que se ha emprendido a escala internacional no augura la conformación de un sistema financiero más solvente, más resistente a las crisis y más competitivo que profundice el acceso al crédito y la creación de más empleo.
Entretanto, aumentan las presiones demográficas y del mercado laboral, y son la clave de la fuente y los usos de los recursos para restablecer alguna manera de crecimiento sostenible, con ingresos suficientes para las familias y formas de retiro funcionales.
La austeridad como norma muestra cada vez más sus límites sociales, aunque financieramente se sostengan sus premisas. La demanda de menos Estado en el marco de la fuerte recesión es inconsistente, a pesar de defenderse a ultranza como forma medular de un ajuste en Europa. En Estados Unidos la posición de los republicanos padece de una especie de amnesia acerca del estado en que dejó la economía George Bush en 2008.
No se trata de hacer una apología de Obama, sino de plantear críticamente los postulados de la regeneración de una política neoliberal, sobre todo en el terreno fiscal como propone Romney. Es curiosa la pretensión querer gobernar con un Estado minimizado y proponer explícitamente volver la página a la era de Thatcher y de Reagan. Sin una fuerte intervención pública el capitalismo no subsiste. Valdría la pena preguntar no sólo a General Motors y a Chrysler, sino, sobre todo, a Citibank, Bank of America, J.P. Morgan o Goldman Sachs, sobrevivientes de la crisis. También a las empresas exportadoras y los bancos alemanes, o las multinacionales japonesas y a los nuevos ricos de China.
Parte de la revancha de los mercados persiste; el capital financiero sigue decidiendo en buena parte las políticas estatales que son aceptables, la acción de los gobiernos está supeditada a las fuerzas del mercado de modo ostensible. La versión más publicitada de la globalización que habría llevado a una mayor generación de riqueza y bienestar se ha puesto al descubierto. ¿Quién habla ya del Consenso de Washington o del fin de la historia?
Las naciones buscan ampliar sus mercados de exportación y, en cambio, el mercado interno no se convierte en el factor dinámico de la acumulación. En esta crisis, el desempeño de los países emergentes destaca por encima de los países centrales, pero no constituyen una nueva fuerza de arrastre global.
El dilema del mercado o el Estado es en realidad falso, uno requiere del otro como contraparte indispensable y su relación es como el flujo y reflujo de la marea. Es el meollo de la política contemporánea, pero los políticos van a la zaga.
La actividad de la inversión privada que atañe de modo más directo las cuestiones sociales como puede ser el caso de la salud, la vivienda o la educación depende en buena medida de los presupuestos y el financiamiento públicos y del régimen monetario.
En un extremo de la disputa está hoy el caso reciente del huracán Sandy que pone en la mesa los otros casos similares: ¿cómo se enfrenta una situación así sin un Estado capaz de intervenir y proveer recursos?
Pero visto desde otra perspectiva el dilema entre el mercado y el Estado es real en cuanto a las repercusiones que tiene en las condiciones de vida de las personas y en la redefinición constante de las pautas de la vida colectiva. Ese es punto decisivo de la política.