Mercado y política
León Bendesky
M
ientras en Europa se profundiza la crisis económica y social bajo la influencia alemana y en Estados Unidos se votará para relegir a Obama o elegir a Romney, la cuestión que se debate abiertamente es la relación entre el mercado y el Estado.
Esta ha sido la discusión política protagónica de modo relevante para nuestro tiempo desde la gran depresión de los años 1930. En ella confluyen recurrentemente planteamientos teóricos, ideológicos y modos de política pública, en un ir y venir que acompaña la dinámica de las fluctuaciones y las crisis de la economía capitalista.
En los últimos 80 años la polémica ha abarcado las posiciones contrarias de Keynes y Hayek. El primero prevaleció hasta la década de 1970 con una intervención decisiva del Estado para superar la crisis, minimizar los ciclos de crecimiento y recesión y establecer los esquemas de la llamada economía del bienestar y el marco general de la socialdemocracia. El segundo tomó revancha con el predominio de la aceptación de las fuerzas del mercado como forma primordial de la regulación social y promotoras del crecimiento, el empleo y hasta de la equidad.
Desde 2008 la disputa se ha reabierto. La desregulación estatal que constituyó la práctica en el entorno de la creciente globalización se situó en el centro de la crisis. La intervención pública fue contundente, pero sesgada a salvaguardar las pautas de la acumulación centrada en el capital financiero.
Las estructuras bancarias destruidas literalmente por la crisis han sido el centro de la acción gubernamental y a ella se ha supeditado el fuerte aumento de la deuda pública y los severos ajustes presupuestales. Pero el nivel de la actividad económica no se repone.
La restructuración bancaria es desigual y la función de financiamiento productivo no se ha restablecido. Prevalece un entorno especulativo en los mercados de deuda soberana, los bienes raíces y los productos conocidos como derivados.
Las pautas de la regulación que se ha emprendido a escala internacional no augura la conformación de un sistema financiero más solvente, más resistente a las crisis y más competitivo que profundice el acceso al crédito y la creación de más empleo.
Entretanto, aumentan las presiones demográficas y del mercado laboral, y son la clave de la fuente y los usos de los recursos para restablecer alguna manera de crecimiento sostenible, con ingresos suficientes para las familias y formas de retiro funcionales.
La austeridad como norma muestra cada vez más sus límites sociales, aunque financieramente se sostengan sus premisas. La demanda de menos Estado en el marco de la fuerte recesión es inconsistente, a pesar de defenderse a ultranza como forma medular de un ajuste en Europa. En Estados Unidos la posición de los republicanos padece de una especie de amnesia acerca del estado en que dejó la economía George Bush en 2008.
No se trata de hacer una apología de Obama, sino de plantear críticamente los postulados de la regeneración de una política neoliberal, sobre todo en el terreno fiscal como propone Romney. Es curiosa la pretensión querer gobernar con un Estado minimizado y proponer explícitamente volver la página a la era de Thatcher y de Reagan. Sin una fuerte intervención pública el capitalismo no subsiste. Valdría la pena preguntar no sólo a General Motors y a Chrysler, sino, sobre todo, a Citibank, Bank of America, J.P. Morgan o Goldman Sachs, sobrevivientes de la crisis. También a las empresas exportadoras y los bancos alemanes, o las multinacionales japonesas y a los nuevos ricos de China.
Parte de la revancha de los mercados persiste; el capital financiero sigue decidiendo en buena parte las políticas estatales que son aceptables, la acción de los gobiernos está supeditada a las fuerzas del mercado de modo ostensible. La versión más publicitada de la globalización que habría llevado a una mayor generación de riqueza y bienestar se ha puesto al descubierto. ¿Quién habla ya del Consenso de Washington o del fin de la historia?
Las naciones buscan ampliar sus mercados de exportación y, en cambio, el mercado interno no se convierte en el factor dinámico de la acumulación. En esta crisis, el desempeño de los países
emergentesdestaca por encima de los países centrales, pero no constituyen una nueva fuerza de arrastre global.
El dilema del mercado o el Estado es en realidad falso, uno requiere del otro como contraparte indispensable y su relación es como el flujo y reflujo de la marea. Es el meollo de la política contemporánea, pero los políticos van a la zaga.
La actividad de la inversión privada que atañe de modo más directo las cuestiones sociales como puede ser el caso de la salud, la vivienda o la educación depende en buena medida de los presupuestos y el financiamiento públicos y del régimen monetario.
En un extremo de la disputa está hoy el caso reciente del huracán Sandy que pone en la mesa los otros casos similares: ¿cómo se enfrenta una situación así sin un Estado capaz de intervenir y proveer recursos?
Pero visto desde otra perspectiva el dilema entre el mercado y el Estado es real en cuanto a las repercusiones que tiene en las condiciones de vida de las personas y en la redefinición constante de las pautas de la vida colectiva. Ese es punto decisivo de la política.
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