Robert Fisk, el periodista fallecido el fin de semana, dejó un legado de grandes historias
El 27 de marzo de 2003, a una semana de comenzar la campaña de bombardeos de “shock y estupor” de la “coalición” encabezada por Estados Unidos y Gran Bretaña, Robert Fisk envió este despacho desde Bagdad, en que describió las secuelas del ataque aéreo.
Era un escándalo; una obscenidad. La mano cercenada sobre la puerta metálica, el pantano de sangre y lodo que atravesaba el camino, el cerebro humano dentro de una cochera, la osamentas calcinadas de una madre iraquí con tres niños pequeños cuyas brasas todavía ardían en un paupérrimo vecindario, habitado mayoritariamente por musulmanes chiítas: el mismo pueblo que los señores Bush y Blair aún esperan con todo su corazón que se rebele contra el presidente Saddam Hussein. Este es un lugar lleno de talleres para autos ennegrecidos de aceite, apartamentos sobre poblados y cafés baratos. Todos escucharon el avión. Un hombre, aún bajo el impacto de los cadáveres decapitados que acababa de ver solo pudo decir dos palabras. “Rugido, destello”, repetía y cerraba los ojos con tanta fuerza que yo podía ver sus músculos contraídos entre ambos.
¿Por qué debe uno documentar un hecho tan terrible? Quizá un reporte médico sería más apropiado. Pero se espera que el saldo sea de unos 30 muertos, y los iraquíes son ahora testigos de estos horrores cada día, por lo tanto no hay razón para que la verdad, toda la verdad de la que son testigos, no sea dicha.
Se me ocurrió otra razón mientras caminaba a través de esta matanza ayer. Si esto es lo que estamos viendo en Bagdad ¿qué pasa en Basora y Nasiriya y en Kerbala? ¿Cuántos civiles mueren ahí también, de manera anónima, sin que nadie los documente, por qué no hay reporteros que atestigüen su sufrimiento?
Abu Hassan y Malek Hammoud preparaban el almuerzo para sus clientes en el restaurante Nasser, del lado norte de la calle Abu Taleb. El misil que los mató impactó junto a una calzada con dirección al este y la explosión lanzó hacia dentro parte delantera del negocio lo que despedazó a ambos hombres, uno de ellos de 48 años y el otro de tan solo 18. Un compañero de ellos me guió a través de los escombros. “Esto es lo que queda de ellos ahora” me dijo mientras me extendía una palangana rebosante de sangre.
Al menos 15 autos estallaron en llamas, y sus ocupantes se calcinaron. Varios hombres desesperadamente trataron de abrir un auto en llamas en el centro de la calle que además quedó volteado por el misil. Tuvieron que ver, impotentes, como una mujer y sus tres hijos se incineraban adentro, vivos.
El segundo misil cayó limpiamente sobre la calzada y sus esquirlas atravesaron a tres hombres que estaban frente a un edificio de departamentos en el que había un muro de mármol en que se leía “Esto es propiedad de Dios”.
El administrador del edificios, Hishem Danoon, corrió hacia la entrada tan pronto escuchó la masiva explosión. “Encontré los pedazos de Ta’ar aquí”, me dijo. Le volaron la cabeza.
“Esa es su mano”, indicó. Un grupo de hombres jóvenes y una mujer me llevaron a una calle; y ahí, como en una escena de película de terror, estaba la mano de Ta’ar, cercenada en la muñeca, sus cuatro dedos y el pulgar aferrados a un tejado de de hierro. Su joven colega Semed murió en el mismo instante. Sus sesos estaban en una pila a unos metros de distancia; un pálido amasijo rojo y verde que yacía atrás de un auto en llamas. Ambos trabajaban para Danoon, lo mismo que el portero del edificio quien también fue asesinado.
A medida que hablaba cada sobreviviente, los muertos recuperaban sus identidades. Estaba el propietario de una tienda de suministros eléctricos quien murió detrás de su mostrador por el mismo misil que mutiló a Ta’ar y a Sermed y al portero, y a una muchacha parada en el camellón que esperaba a cruzar la calle, y un conductor de camión que estaba a pocos metros del punto de impacto, y el indigente que a menudo buscaba al señor Danoon para pedirle pan, y que se marchaba justo cuando los misiles llegaron aullando a través de la tormenta de arena, para destruirlo.
En Qatar, las fuerzas anglo estadunidenses –olvídemonos de la tontería de la “coalición”-- anunciaron una investigación. El gobierno iraquí, que es el único que se benefician del valor propagandístico de semejante baño de sangre, denunció la carnicería que inicialmente se saldó con 14 muertos.
¿Cuál es el objetivo real entonces? Algunos iraquíes dicen que era un campamento militar a menos de dos kilómetros de esta calle, pero nunca lo encontré. Otros hablaron del cuartel de una brigada local de bomberos, pero un equipo de bomberos difícilmente puede considerarse un blanco militar.
Ciertamente hubo un ataque menos de una hora antes en un campamento militar más hacia el norte. Pasé junto a esa base mientras conducía y estallaron dos cohetes, vi a soldados iraquíes correr por sus vidas, salir por las rejas del campamento y hacia la carretera. Luego escuché otras dos explosiones: esos fueron los misiles que cayeron sobre la calle Abu Taleb.
Por supuesto, el piloto que mató a los inocentes de ayer no puede ver a sus víctimas. Los pilotos disparan contra coordenadas determinadas por una computadora y la tormenta de arena pudo haber borrado de su visión la calle.
Pero cuando uno de los amigos de Malek Hammoud me preguntó cómo podían los estadunidenses asesinar tan alegramente a quienes proclaman querer liberar, él no quería aprender sobre la ciencia que aplica la aviación o de sistemas de tecnología de guerra.
¿Y por qué habría de ser así? Esto ocurre casi todos los días en Bagdad. Hace tres dás, una familia entera de nueve miembros fue borrada en su hogar en el centro de la ciudad. Civiles que viajaban a bordo de un camión fueron asesinados en un camino del sur de Bagdad hace dos días. Tan solo ayer, los iraquíes conocían la identidad de cinco de civiles muertos a bordo de un autobus sirio que fue atacado por un avión estadunidense cerca de la frontera el pasado fin de semana.
La realidad es que ningún lugar de Bagdad es seguro, y que estadunidenses y británicos cerrarán el cerco en torno a la ciudad en los próximos días u horas, y ese mensaje sólo se volverá más real y cada vez más sangriento.
Podremos decirnos que murieron por el 11 de septiembre, porque el presidente Saddam tiene “armas de destrucción masiva”, por los abusos a los derechos humanos, por su desesperado deseo que tienen todos ellos de ser “liberados”. No confundamos el tema con el del petróleo.
De cualquier forma, apuesto que nos dirán que el presidente Saddam es responsable último de estas muertes. El piloto no debe ser mencionado, por supuesto.
Tras la muerte de Robert Fisk el 30 de octubre de 2020, The Independent reproduce algunos de sus mejores despachos de sus 30 años como reportero.
© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca
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