Silencio por Francisco
Gustavo Esteva
P
areciera que en estos días se dijo todo lo que había que decir por Francisco Toledo. Pero él prefería el silencio. Ha estado haciendo falta en nuestras reacciones.
Estará, seguramente, escandalizado y hasta molesto. Ha pasado en estos días lo contrario de lo que quería. Sentía aversión profunda a todas las formas de la exhibición y rehuía con rigor los reflectores. Los padecía ansiosamente cuando no quedaba otro remedio y tenía que exponerse a ellos como parte de una función que debía cumplir. Ahora no hay forma de que se los pueda quitar de encima.
Jamás perteneció a la sociedad del espectáculo que hoy define el estado de cosas. Le cayó encima la fama, literalmente. Nunca la buscó. A menudo le pesaba como una cruz y trataba ansiosamente de escapar de las consecuencias que su obra traía.
Su obra y su vida. Como se ha dicho hasta el cansancio, su obra está ya inscrita en el registro mundial de la creatividad humana. Seguirá hablándose de ella, porque habrá siempre nuevos ángulos que celebrar y sobrarán pretextos para darle el lugar que merece. Sobre su vida, empero, queda aún mucho por explorar. A menudo pienso que resulta aún más importante lo que calló que lo que dijo. Sabía que el silencio es ingobernable.
Hace unos 30 años cayó sobre Oaxaca una plaga de bárbaros. Tanto los gobernadores como los presidentes municipales de Oaxaca, todos ellos, uno tras otro, se caracterizaron por la corrupción, la incompetencia y la irresponsabilidad. Todos se distinguían especialmente por un mal gusto atroz. Uno tras otro procedieron al destrozo de una de las ciudades más bellas de México y del mundo. En algunos casos la destrucción es ya irreversible, pero no han logrado acabar con ella. Aunque hubo unos peores que otros, ninguno se salva. Y siguen en la tarea, como si quisieran realmente que nada quedara de este prodigioso lugar, que ha resistido heroicamente esa agresión tan persistente. Como si no hallaran cómo afearla más…
A lo largo de estas décadas, Francisco estuvo siempre en la primera fila de la lucha para salvar la ciudad. Luchó en la calle, en su casa, en el alarido, en el aire y en el fuego. Y se callaba. Sus silencios fueron muchas veces demoledores.
Con el silencio, venía también su prodigioso sentido del humor, que unas veces brotaba en una suave ironía y otras veces estallaba en sólida carcajada. Reía hasta con sus bellos ojos tristes. Y aventaba la risa sobre burócratas y funcionarios y contra todos los hombres de poder. Recorre su obra una inmensa hilaridad, la que le provocaban las barbaridades de arriba, las que destrozaba con un golpe de pincel, y la que provocaba en cuantos veían lo que decía… sin decirlo.
Se resiente ya su ausencia en la campaña que pronto empezará en Oaxaca para salvar lo que queda de la ciudad. Esperaba ya que le trajeran las letras y las fotografías que le darían forma y sentido a lo que se quería hacer, mostrando con rigor lo que ya habían cometido los bárbaros y lo que amenazaban ahora con destrozar. Anticipaba ya alguna forma de tomar parte… aunque sabía que no tenía ya las fuerzas ni el tiempo…
Amaba mucho su tierra y las cosas que su tierra tenía. Amaba tiernamente el maíz. Salió incesantemente a defenderlo de la agresión continua que sufría. Es interminable la colección de historias que pueden contarse de lo que hizo para defenderlo. Como es interminable la colección de sus gestos llenos de coraje-rabia y de coraje-valor ante las injusticias cotidianas y ante muchos otros horrores.
Nunca dejó de usar las manos. Hasta el mero final. Con ellas empezaba el día y con ellas lo terminaba. Manos que cambiaban de oficio, según el humor y la pasión del momento, pero que siempre eran una peculiar expresión de la forma en que sentipensaba. Algunas de sus obras supremas envuelven puntillosamente el dolor en una pasmosa carcajada.
Vivió escondido. Era fascinante verlo caminar por las calles del centro de Oaxaca, a la vista de todos y de ninguno, como sin darse cuenta, profundamente escondido. Se sentía invisible y le inquietaba que le echaran encima la luz y lo interpelaran, cuarteada la coraza en que se protegía.
Callemos, como él hacía. Silencio por Francisco Toledo. El nuestro no se escuchará tanto como el suyo, pero al menos se verá que seguimos en su escuela y que a nuestro modo lo hacemos perdurar.
Desde hace años se preparó para irse. Sabía bien que el arte de vivir sólo puede serlo cuando se domina el arte de morir. Y lo dominaba. Lo podíamos ver en pinturas y cerámicas y esculturas, porque sabía jugar con la muerte, hacerla suya, incorporarla en sus obras, convertirla en protagonista. Sin faltarle al respeto, reía con ella y de ella. La trataba con familiaridad, como vieja conocida. Y de verdad la conocía. Porque la cara triste que tenía, que nunca pudo abandonar, reflejaba con claridad las muchas muertes que había vivido.
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