Conclusión del G-20
Habrá un impacto catastrófico sobre la humanidad si sigue subiendo la temperatura de la Tierra
Me contaba el otro día un amigo porteño, en una típica charla de Café, que ahora muchos turistas hacen excursiones al glaciar Perito Moreno de 250 kilómetros de superficie y 60 metros de altitud (en la Patagonia ártica) para ver “desde palcos artificiales” cómo se agrieta y desploma “ese gigante” en El Lago Argentino, el más austral del país, ubicado en la provincia de Santa Cruz.Luego, para que me hiciera una idea del espectáculo, me enseñó un vídeo en la pantalla de su móvil, donde se escuchaba la orgía de hilaridad que estallaba en las gargantas de la gente cuando una mole de hielo se derrumba y cae estruendosamente, cual epifanía de todos los caballos amarillos del Apocalipsis, como diría Stefan Zweig.
Esas imágenes del glaciar regresaron a mi mente tras la cumbre del G-20 -que reúne a las economías más ricas y emergentes del mundo- celebrada en Buenos Aires (todavía sin máscaras de oxígeno) hace pocas semanas.
Ese sanedrín estudió, con la desidia que le caracteriza, cómo curar “las enfermedades” del Planeta, que no deja de enviarnos señales para que pongamos en marcha “un plan urgente de choque para salvar a la especie humana” (al bípedo implume, diría Platón), y evitar así, que las cucarachas sean los futuros huéspedes de las casas que hoy habitamos.
“Habrá un impacto catastrófico si la temperatura sigue subiendo al ritmo que lo está haciendo hasta ahora. Estamos llegando al límite”, advirtió durante el cónclave el Grupo Intercontinental sobre el Cambio Climático (IPCC).
El principal causante del calentamiento global, fenómeno que niega el hombre más poderoso y ominoso de este siglo, el incombustible y cacofónico Donald Trump, es la emisión de dióxido de carbono (CO2).
China, Estados Unidos, la Unión Europea (UE), India, Rusia y Japón son, por este orden, los mayores contaminantes de la atmósfera. Juntos arrojan “al aire” el 76% del carbono que está destruyendo nuestro ecosistema. (En el gigante asiático, donde hay un comunismo de boquilla, “muchas de las obscenas fortunas que saltan a la fama” proceden de los dueños de miles de minas de carbón, en donde trabajan en condiciones miserables, con accidentes mortales casi a diario y sin apenas protección, los mineros).
La emisión de gases de efecto invernadero, causante de los agujeros en nuestra capa de ozono, repercute gravemente en el aumento de la temperatura, la subida del mar (lo que amenaza seriamente con sumergir amplias zonas costeras), la contaminación (de tierra, mar y aire), y la subsiguiente extinción de especies que ya dejan una larga estela de muerte.
El veneno que respiramos y que siega “vida”, se origina por la quema de combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón, etc.), lo que no sólo sirve para “encender los motores de las naciones”, sino también para llenar los bolsillos de los dueños de los “trusts empresariales” que marcan nuestras “pautas de crecimiento”, los jeques de turno y “los tiburones” con dientes de acero que sólo conocen las leyes de la economía especulativa.
“Ninguna de las propuestas políticas para afrontar los problemas del cambio climático son compatibles con el aumento de la temperatura de menos de 1,5% grados, límite pactado por los países firmantes del Acuerdo de París de 2015”, señala el llamado “Brown to Green Report” (del aire marrón de la contaminación, al verde de la naturaleza) de la Organización Internacional de Transparencia Climática (OITC).
En línea con la OITC se expresó, el pasado mes de octubre, el Panel Internacional del Cambio Climático quien advirtió, tras realizar un riguroso estudio, de que “si la temperatura del planeta aumenta y supera los 1,5% grados de aquí al 2030, sería un cataclismo para la humanidad”.
A pesar de que los científicos más preclaros y las organizaciones más prestigiosas no dejan de advertirnos de los serios y letales peligros del cambio climático, Donald Trump no deja wasapear a sus fans para reiterar que “no se cree nada de lo que dicen”, que la Tierra está más sana que nunca y que los ricos son los únicos que tienen visión de futuro.
Mientras tanto el planeta azul destila gotas de sangre y plomo y sigue girando en un universo absurdo, sin fin, donde todo, desde el dedo que apretó el botón que hizo estallar la bomba atómica hasta la mente que compuso el Himno a la Alegría, procede de una partícula infinitamente pequeña y infinitamente cargada de energía que se expandió a una velocidad mayor que la de la luz hace 13.800 millones de años.
Blog del autor: http://www.nilo-homerico.es/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Esas imágenes del glaciar regresaron a mi mente tras la cumbre del G-20 -que reúne a las economías más ricas y emergentes del mundo- celebrada en Buenos Aires (todavía sin máscaras de oxígeno) hace pocas semanas.
Ese sanedrín estudió, con la desidia que le caracteriza, cómo curar “las enfermedades” del Planeta, que no deja de enviarnos señales para que pongamos en marcha “un plan urgente de choque para salvar a la especie humana” (al bípedo implume, diría Platón), y evitar así, que las cucarachas sean los futuros huéspedes de las casas que hoy habitamos.
“Habrá un impacto catastrófico si la temperatura sigue subiendo al ritmo que lo está haciendo hasta ahora. Estamos llegando al límite”, advirtió durante el cónclave el Grupo Intercontinental sobre el Cambio Climático (IPCC).
El principal causante del calentamiento global, fenómeno que niega el hombre más poderoso y ominoso de este siglo, el incombustible y cacofónico Donald Trump, es la emisión de dióxido de carbono (CO2).
China, Estados Unidos, la Unión Europea (UE), India, Rusia y Japón son, por este orden, los mayores contaminantes de la atmósfera. Juntos arrojan “al aire” el 76% del carbono que está destruyendo nuestro ecosistema. (En el gigante asiático, donde hay un comunismo de boquilla, “muchas de las obscenas fortunas que saltan a la fama” proceden de los dueños de miles de minas de carbón, en donde trabajan en condiciones miserables, con accidentes mortales casi a diario y sin apenas protección, los mineros).
La emisión de gases de efecto invernadero, causante de los agujeros en nuestra capa de ozono, repercute gravemente en el aumento de la temperatura, la subida del mar (lo que amenaza seriamente con sumergir amplias zonas costeras), la contaminación (de tierra, mar y aire), y la subsiguiente extinción de especies que ya dejan una larga estela de muerte.
El veneno que respiramos y que siega “vida”, se origina por la quema de combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón, etc.), lo que no sólo sirve para “encender los motores de las naciones”, sino también para llenar los bolsillos de los dueños de los “trusts empresariales” que marcan nuestras “pautas de crecimiento”, los jeques de turno y “los tiburones” con dientes de acero que sólo conocen las leyes de la economía especulativa.
“Ninguna de las propuestas políticas para afrontar los problemas del cambio climático son compatibles con el aumento de la temperatura de menos de 1,5% grados, límite pactado por los países firmantes del Acuerdo de París de 2015”, señala el llamado “Brown to Green Report” (del aire marrón de la contaminación, al verde de la naturaleza) de la Organización Internacional de Transparencia Climática (OITC).
En línea con la OITC se expresó, el pasado mes de octubre, el Panel Internacional del Cambio Climático quien advirtió, tras realizar un riguroso estudio, de que “si la temperatura del planeta aumenta y supera los 1,5% grados de aquí al 2030, sería un cataclismo para la humanidad”.
A pesar de que los científicos más preclaros y las organizaciones más prestigiosas no dejan de advertirnos de los serios y letales peligros del cambio climático, Donald Trump no deja wasapear a sus fans para reiterar que “no se cree nada de lo que dicen”, que la Tierra está más sana que nunca y que los ricos son los únicos que tienen visión de futuro.
Mientras tanto el planeta azul destila gotas de sangre y plomo y sigue girando en un universo absurdo, sin fin, donde todo, desde el dedo que apretó el botón que hizo estallar la bomba atómica hasta la mente que compuso el Himno a la Alegría, procede de una partícula infinitamente pequeña y infinitamente cargada de energía que se expandió a una velocidad mayor que la de la luz hace 13.800 millones de años.
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