Justicia, antónimo de pobreza
Tanalís Padilla*
E
n enero de 2012, a mes y medio de ser asesinados Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús, ambos normalistas de Ayotzinapa, sus compañeros seguían movilizados para exigir justicia. Jorge y Gabriel fueron muertos cuando la policía desalojó violentamente la Autopista del Sol que los ayotzis habían tomado exigiendo una audiencia con el entonces gobernador, Ángel Aguirre. Sus compañeros de inmediato se organizaron para demandar justicia. Entre las mantas que hacían para su siguiente protesta dibujaron una con un policía vestido de civil, quien, ametralladora en mano, disparaba para todos lados. Sus víctimas yacían alrededor. Sangrando, cada cuerpo llevaba una de las siguientes leyendas:
Aguas Blancas,
El Charco,
Ayotzi, y otro –el más escalofriante si lo vemos desde los ataques de Iguala ocurridos casi tres años después– un signo de interrogación. Representaba este último un futuro ataque, aunque los normalistas no se imaginarían en ese momento una injuria del tamaño de la del 26 de septiembre.
Que los estudiantes de Ayotzinapa anticiparan otro ataque es muestra de la asediada historia que han vivido sus escuelas. Que ubicaran los asesinatos de sus compañeros como parte de la misma historia de represión que ha marcado a Guerrero señala la profunda identificación que sienten con las luchas campesinas de su tierra. La historia que tan deliberadamente señala su manta es también ejemplo de la íntima relación estructural entre la pobreza y la violencia, ambos productos del sistema capitalista, de una política deliberada que trata de eliminar a quienes la oponen.
La condición de pobreza, la cual es origen de la gran mayoría de los normalistas rurales, los hace extremadamente sensibles a la naturaleza sistémica de la injusticia. En estas escuelas, donde los mismos estudiantes se encargan de concientizar a cada generación, pronto deviene obvio que las conquistas sociales son producto de las luchas populares y que el actual sistema que tanta pobreza genera no es un fenómeno natural, sino producto de una deliberada política que intenta eliminar a quienes protestan contra ella.
No son los rebeldes los que crean los problemas del mundo, rezaba una consigna en la marcha del primer aniversario de los ataques de Iguala,
son los problemas del mundo los que crean los rebeldes. Es una afirmación que haríamos bien contemplar en estos momentos de tanta injusticia, cuando a los padres y madres de los desaparecidos, a los familiares de los heridos y muertos el 26 de septiembre, y a los normalistas rurales que comparten su dolor, el gobierno los sigue tratando sin el más elemental sentido de decencia. Contrasta esta soberbia gubernamental con la solidaridad de quienes en todo el país y en gran parte del mundo se manifiestan por que se haga justicia a este crimen de Estado.
Las víctimas de aquella noche fueron muchas: los normalistas y civiles muertos y heridos, los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, sus padres y familiares que sufrieron la pérdida de sus seres queridos. Todos ellos, así como quienes los acompañan en su lucha, reconocen que, si no se les hace justicia, habrá más crímenes de Estado como este. Era precisamente lo que expresaba la manta que en 2012 hicieron los alumnos de Ayotzinapa. Ellos bien entendían que el asesinato de sus compañeros era parte de la misma e histórica violencia oficial que en otros momentos había sufrido Guerrero.
Sin justicia la impunidad cobra fuerza y sus agresiones se cementan y reproducen de mil maneras. Una, en este caso, es que la histórica agresión a las normales rurales se ha recrudecido. Es cierto que con la inusitada mira de la sociedad sobre la normal rural de Ayotzinapa el Congreso mexicano decidió incrementar el presupuesto a las normales rurales del país. Pero también es cierto que con el crimen de Iguala, y la impunidad que le ha seguido, la lucha contra estas instituciones continúa de otra forma.
Ya no se trata sólo de criminalizar a sus estudiantes con una campaña mediática que desde hace décadas los ha pintado de revoltosos, agresivos y holgazanes. Con la impunidad que hasta ahora vive este crimen, los que siempre han querido desaparecer a las normales rurales –porque crean conciencias críticas, porque su lógica no es la del mercado, porque socializan los recursos y el capital humano– pueden hacer uso de una herramienta muy eficaz: el miedo. El mensaje para quienes consideren enviar a sus hijos a estudiar a las normales rurales es claro: cuidado con mandar a su hijo allí, pudiera pasarle lo que a los 43.
Así, el gobierno puede apostar a la lenta extinción de las normales rurales y ahorrarse la indignación que provocaría cerrarlas. Los jóvenes que ahora estudian en ellas se encuentran entonces con una responsabilidad enorme (como si ser de los primeros en su familia de acceder a una carrera de por sí no lo fuera): seguir defendiendo a sus escuelas, seguir exigiendo que se otorguen puestos para sucesivas generaciones y –quizás la más difícil– convencer a las comunidades en su entorno que estudiar allí es necesario, oportuno y uno de los pocos derechos del proyecto revolucionario que no ha podido derogar el neoliberalismo. Así como tantos han acompañado a los padres y madres de los 43 desaparecidos durante este año, nos toca también acompañar a los normalistas rurales en su lucha por defender sus escuelas.
Bryan Stevenson, abogado afroestadunidense, ha afirmado que en su país –donde los jóvenes negros y latinos son igualmente criminalizados como los normalistas rurales en México– el antónimo de pobreza no es riqueza, sino justicia. Si pensáramos desde esta perspectiva la situación en México –hacer justicia a la corrupción de los políticos; hacer justicia a las impuestas leyes del mercado que canalizan el erario a unas cuantas manos; cumplir con lo que en 1917 se plasmó en la Constitución mexicana; enjuiciar a los responsables de 1968, de 1971, de la guerra sucia, de Acteal, de Aguas Blancas, de El Charco, de los 43–, ¿cuánta menos pobreza habría en México?
* Profesora e Investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Autora de Después de Zapata: el movimiento jaramillista y los orígenes de la guerrilla en México (1940-1962), Akal, 2015
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