La “fiesta cívica”
Pablo Gómez
Hace no muchos años en México no había elecciones sino refrendos obligados e inevitables del poder. Era cono una autarquía sólo que con alternancia de personas que representaban al mismo sistema político. Entonces, las elecciones no servían para resolver problema alguno y eran una “fiesta cívica”. Sin embargo, hoy se dice lo mismo, pero el asunto es que tales frases han provenido del Instituto Nacional Electoral, instancia que tiene a su cargo la organización de las elecciones pero no el análisis de su significado político.
Ya nos hemos referido a esa expresión de Lorenzo Córdoba de que los comicios no resuelven ningún problema (luego añadió que no resuelven nada per se, lo cual mantuvo igual el significado de la frase), a pesar de que sí resuelven el problema del poder el cual ya no es fijo sino que debe dirimirse en las urnas. Nos vemos ahora en la situación penosa de rebatir la expresión de ese mismo funcionario electoral, pronunciada en nombre de los demás consejeros, en el sentido de que se trata de una “fiesta cívica”. Así era cuando no había elecciones verdaderas, entonces había una “fiesta” porque no podía haber otra cosa, la gente iba a votar o la llevaban (muchas veces sí había fiesta en toda forma) y todo seguía su curso normal. Ahora también pueden llevar a votar a muchos pero ya no es una fiesta porque el poder pende del hilo de los votantes en su conjunto.
Eso de la “fiesta cívica” es algo de la vieja cultura autocrática del PRI. La ideología de esa dictadura perfecta como le llamó Vargas Llosa tenía en la ley su expresión también perfecta: el gobierno decidía quienes tenían derecho a asociarse para tomar legalmente parte de la lucha política y postular candidatos. Los demás no tenían ese derecho. Además, todo el proceso electoral estaba controlado por el gobierno mismo, quien recibía las papeletas y las contaba. No había más que una “fiesta”, la de los poderosos y sus más cercanos seguidores que lograban un relevo de personas como parte del mismo poder que se reproducía incesantemente.
Ahora, la vieja expresión de la “fiesta cívica” suena más a payasada que a algo relacionado con el sistema político de antes. A pesar de su origen, la repetición inercial de esa expresión se hace para llamar la atención, para ponerse por encima de la disputa por el poder en lugar de ubicarse a un lado, es decir, en el lado de la autoridad electoral imparcial y no deliberante en materia de análisis político. Pero como tenemos un INE cuyos titulares aman el protagonismo personal entonces se ven obligados por su propia inclinación a meterse en asuntos que no les competen como autoridades aunque, como personas aisladas, claro que deben tener sus propias opiniones y su propio análisis de conjunto (incluyendo categorías sociológicas), pero que a nadie importan por lo pronto porque lo que de ellos se espera en la presente temporada es su probidad en el desempeño de su encargo. Suponer que las elecciones son una fiesta es tratar, a fin de cuentas, de despojarlas de su significado como parte de la lucha política.
Ya nos hemos referido a esa expresión de Lorenzo Córdoba de que los comicios no resuelven ningún problema (luego añadió que no resuelven nada per se, lo cual mantuvo igual el significado de la frase), a pesar de que sí resuelven el problema del poder el cual ya no es fijo sino que debe dirimirse en las urnas. Nos vemos ahora en la situación penosa de rebatir la expresión de ese mismo funcionario electoral, pronunciada en nombre de los demás consejeros, en el sentido de que se trata de una “fiesta cívica”. Así era cuando no había elecciones verdaderas, entonces había una “fiesta” porque no podía haber otra cosa, la gente iba a votar o la llevaban (muchas veces sí había fiesta en toda forma) y todo seguía su curso normal. Ahora también pueden llevar a votar a muchos pero ya no es una fiesta porque el poder pende del hilo de los votantes en su conjunto.
Eso de la “fiesta cívica” es algo de la vieja cultura autocrática del PRI. La ideología de esa dictadura perfecta como le llamó Vargas Llosa tenía en la ley su expresión también perfecta: el gobierno decidía quienes tenían derecho a asociarse para tomar legalmente parte de la lucha política y postular candidatos. Los demás no tenían ese derecho. Además, todo el proceso electoral estaba controlado por el gobierno mismo, quien recibía las papeletas y las contaba. No había más que una “fiesta”, la de los poderosos y sus más cercanos seguidores que lograban un relevo de personas como parte del mismo poder que se reproducía incesantemente.
Ahora, la vieja expresión de la “fiesta cívica” suena más a payasada que a algo relacionado con el sistema político de antes. A pesar de su origen, la repetición inercial de esa expresión se hace para llamar la atención, para ponerse por encima de la disputa por el poder en lugar de ubicarse a un lado, es decir, en el lado de la autoridad electoral imparcial y no deliberante en materia de análisis político. Pero como tenemos un INE cuyos titulares aman el protagonismo personal entonces se ven obligados por su propia inclinación a meterse en asuntos que no les competen como autoridades aunque, como personas aisladas, claro que deben tener sus propias opiniones y su propio análisis de conjunto (incluyendo categorías sociológicas), pero que a nadie importan por lo pronto porque lo que de ellos se espera en la presente temporada es su probidad en el desempeño de su encargo. Suponer que las elecciones son una fiesta es tratar, a fin de cuentas, de despojarlas de su significado como parte de la lucha política.
Eso de la “fiesta cívica” suena peor aún cuando en varios estados existen movimientos que tratan de boicotear las elecciones. Al respecto, claro que el INE no es autoridad de seguridad pública para ofrecer garantías a los ciudadanos, por lo cual se espera que el gobierno federal trate de disuadir actos de violencia que pudieran afectar a las personas. Ante el boicot anunciado es preciso recordar que la lucha por el ejercicio del derecho a ser votado, que es el de asociación política y participación en los procesos electorales, ha sido una bandera de la izquierda. Desde un punto de vista democrático, nadie debería tener capacidad para impedir que los demás ejerzan su derecho a votar cuando en las elecciones se ejerce el otro derecho de postularse y ser votado. El boicot electoral se ha hecho en sistemas que no son electorales sino rituales o bajo situaciones de conflictos bélicos civiles. En cambio, la anulación del voto es una forma de rechazar el sistema de partidos. La abstención es una manera de manifestar desinterés en la lucha política o hartazgo de los procedimientos de ésta. Pero las organizaciones que están en la línea del boicot se muestran agresivas y pretenden ser autoridades no elegidas que deciden sobre el ejercicio de los derechos de los demás. Las izquierdas no partidistas cometerían un error si justificaran esa arrogante facultad de impedir los comicios.
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