Aunque se pretenda ocultar mediante artimañas legislativas, el cuerpo de la llamada reforma energética está diseñado para despojar a Petróleos Mexicanos y a la Comisión Federal de Electricidad de sus mercados actuales y potenciales. No sólo se fragmentan sus cadenas productivas, sino que se les somete a regímenes fiscales confiscatorios que las dejan sin posibilidades de ser competitivas, porque lo que se busca es que sean desplazadas por las transnacionales privadas.
Pemex y la CFE van a la competencia sin instrumentos jurídicos ni financieros, por lo que llamarlas, como se hace en las iniciativas, “empresas productivas del Estado”, es un mero eufemismo.
El peñanietismo confunde tramposamente al Estado con el gobierno, y al gobierno con un pequeño grupo de funcionarios.
La iniciativa de Ley de Pemex establece textualmente que “Pemex es propiedad exclusiva del gobierno federal”. La relativa al sector eléctrico, lo mismo: “la CFE es propiedad exclusiva del gobierno federal”.
No se trata de ignorancia, sino de una trampa que pretende homologar los términos gobierno y Estado. Si Pemex es una empresa productiva del Estado, ¿por qué va a ser propiedad exclusiva del gobierno federal?, ¿en qué parte del decreto constitucional se encuentra tal aberración?
Para ocultar las verdaderas intenciones de esta contrarreforma del sector energético, sus creadores han utilizado numerosos artilugios verbales y han desfigurado la Constitución. Pero ni siquiera respetan la reforma que votaron en diciembre del año pasado.
Quieren aparentar que no se busca destruir a Pemex y a la CFE y para ese efecto acuñaron la fórmula de “empresas productivas del Estado”, pero el paquete legislativo está lleno de regulaciones y medidas que buscan justamente lo contrario, es decir, que ambas pierdan sus capacidades productivas y sean incapaces de competir.
La expresión de “empresas productivas” sugiere que ahora no lo son. Pues bien, la “improductiva” facturó 135 mil millones de dólares el año pasado y entregó a México un billón 330 mil millones de pesos.
A la Comisión Federal de Electricidad, una empresa con ventas enormes, se le va a partir en pedazos, en subsidiarias, con la finalidad de que no pueda competir con las trasnacionales. Por eso le otorgan facultades a la Comisión Federal de Competencia, para hacer valer la ley antimonopolios sólo en lo que corresponda a la propiedad pública, para ir contra lo que consideran un monopolio de Estado y no tocar ni con un pétalo a los monopolios privados.
La competencia que quieren sólo es una artimaña para acabar con las empresas públicas, porque no han procedido así frente a otros sectores monopolizados.
Con esta reforma, el gobierno quiere presentarse como el gran reformador, aunque en realidad el grupo en el poder es de rancios conservadores que confunden Estado con gobierno porque añoran la “presidencia imperial”, de la que Enrique Peña Nieto es admirador confeso.
De ahí que su principal oferta en campaña –además de esa mentira monumental de que los mexicanos iban a ganar más– fue la de una presidencia fuerte, que metiera orden en el tiradero que estaban dejando los panistas.
La propaganda oficial se empeña en construir la percepción de que estamos frente a un presidencialismo más eficaz que ha logrado, entre otras cosas, poner de acuerdo a las principales fuerzas políticas en torno a un conjunto de reformas.
Y las reformas, ciertamente, van caminando, aunque no se traduzcan, ni de casualidad, en mejoría alguna para los mexicanos.
Los 18 meses de gobierno del PRI, sin embargo, han traído una certeza: panistas y priistas son igualmente incapaces de conducir la economía, de crear empleos o de combatir con eficacia la inseguridad y la violencia. Los dos, además, le tienen aversión a la idea de que México consolide una democracia. Parecen decir, parafraseando al reyezuelo: “El petróleo soy yo”.
Pemex y la CFE van a la competencia sin instrumentos jurídicos ni financieros, por lo que llamarlas, como se hace en las iniciativas, “empresas productivas del Estado”, es un mero eufemismo.
El peñanietismo confunde tramposamente al Estado con el gobierno, y al gobierno con un pequeño grupo de funcionarios.
La iniciativa de Ley de Pemex establece textualmente que “Pemex es propiedad exclusiva del gobierno federal”. La relativa al sector eléctrico, lo mismo: “la CFE es propiedad exclusiva del gobierno federal”.
No se trata de ignorancia, sino de una trampa que pretende homologar los términos gobierno y Estado. Si Pemex es una empresa productiva del Estado, ¿por qué va a ser propiedad exclusiva del gobierno federal?, ¿en qué parte del decreto constitucional se encuentra tal aberración?
Para ocultar las verdaderas intenciones de esta contrarreforma del sector energético, sus creadores han utilizado numerosos artilugios verbales y han desfigurado la Constitución. Pero ni siquiera respetan la reforma que votaron en diciembre del año pasado.
Quieren aparentar que no se busca destruir a Pemex y a la CFE y para ese efecto acuñaron la fórmula de “empresas productivas del Estado”, pero el paquete legislativo está lleno de regulaciones y medidas que buscan justamente lo contrario, es decir, que ambas pierdan sus capacidades productivas y sean incapaces de competir.
La expresión de “empresas productivas” sugiere que ahora no lo son. Pues bien, la “improductiva” facturó 135 mil millones de dólares el año pasado y entregó a México un billón 330 mil millones de pesos.
A la Comisión Federal de Electricidad, una empresa con ventas enormes, se le va a partir en pedazos, en subsidiarias, con la finalidad de que no pueda competir con las trasnacionales. Por eso le otorgan facultades a la Comisión Federal de Competencia, para hacer valer la ley antimonopolios sólo en lo que corresponda a la propiedad pública, para ir contra lo que consideran un monopolio de Estado y no tocar ni con un pétalo a los monopolios privados.
La competencia que quieren sólo es una artimaña para acabar con las empresas públicas, porque no han procedido así frente a otros sectores monopolizados.
Con esta reforma, el gobierno quiere presentarse como el gran reformador, aunque en realidad el grupo en el poder es de rancios conservadores que confunden Estado con gobierno porque añoran la “presidencia imperial”, de la que Enrique Peña Nieto es admirador confeso.
De ahí que su principal oferta en campaña –además de esa mentira monumental de que los mexicanos iban a ganar más– fue la de una presidencia fuerte, que metiera orden en el tiradero que estaban dejando los panistas.
La propaganda oficial se empeña en construir la percepción de que estamos frente a un presidencialismo más eficaz que ha logrado, entre otras cosas, poner de acuerdo a las principales fuerzas políticas en torno a un conjunto de reformas.
Y las reformas, ciertamente, van caminando, aunque no se traduzcan, ni de casualidad, en mejoría alguna para los mexicanos.
Los 18 meses de gobierno del PRI, sin embargo, han traído una certeza: panistas y priistas son igualmente incapaces de conducir la economía, de crear empleos o de combatir con eficacia la inseguridad y la violencia. Los dos, además, le tienen aversión a la idea de que México consolide una democracia. Parecen decir, parafraseando al reyezuelo: “El petróleo soy yo”.
Artilugios verbales“La competencia que quieren sólo es una artimaña para acabar con las empresas públicas, porque no han procedido así frente a otros sectores monopolizados”