El Papa en Marsella
i la visita a Francia del rey de Gran Bretaña Charles III movilizó multitud de espectadores, el viaje del papa Francisco levantó un gentío aún más considerable. Cabe precisar que, según la voluntad proclamada del pontífice, su viaje no tuvo como destino Francia, sino Marsella, ciudad y puerto importante situado al borde del Mediterráneo. La decisión de Francisco de declarar, en voz alta y fuerte, que no venía a Francia, sino a Marsella, estuvo cargada de un sentido político preciso que dio una orientación particular a este viaje. El soberano pontífice indicaba con claridad que venía para hablar de un tema que le importa de manera particular: el problema de la acogida de los refugiados provenientes de África, quienes cruzan el mar entre dos continentes, a pesar del peligro de perder la vida, para llegar a Francia u otro país europeo donde les sea posible encontrar condiciones de vida menos duras que las sufridas en sus países de origen.
Esta travesía provoca numerosas tragedias, incluida la muerte por ahogamiento de muchos de estos migrantes. El Mediterráneo se ha vuelto así un triste cementerio y el Papa no podía menos que reaccionar con su fe católica haciendo un llamado, de solidaridad y de la virtud de la caridad, a los habitantes de Marsella y a todos los otros europeos replegados en su egoísmo de gente privilegiada que se niega a dar acogida a desdichados más pobres que ellos.
La cuestión es tan grave que rebasa incluso el simple terreno político. Para muchos observadores de su actitud, la figura del papa Francisco se transformaba en la de un humanista comprometido con la izquierda, y las consecuencias de este compromiso se multiplicaban al extremo de alterar los campos tradicionales de los partidos políticos. Fue así como pudo escucharse al líder del movimiento de la Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, situado radicalmente a la izquierda, proclamar su admiración y todo su apoyo a las posiciones expresadas por el Papa. Fue inesperado y sorpresivo de la parte de un hombre que no se identifica con los valores católicos, pero las declaraciones de Mélenchon podían satisfacer al soberano pontífice, quien no teme asombrar y prefiere incluso tomar por sorpresa a los auditores que provoca con su actitud.
La gran victoria de este viaje del Papa se desarrolló en el estadio más célebre de Marsella, ése donde el equipo de futbol de la ciudad realiza sus proezas, durante una ceremonia religiosa: una misa católica que se decidió organizar en este lugar y fue dada en presencia de una inmensa multitud proveniente de la ciudad, de sus alrededores y de la totalidad de Francia. Tiempo de festejo de una comunión excepcional donde podían ser olvidados, en esos momentos, las divisiones y las enemistades. Sin embargo, de todos modos las contradicciones subsistieron. Por ejemplo, el papa Francisco desaprueba la posición del presidente francés, Emmanuel Macron, y de su gobierno en favor de las medidas tomadas para el fin de vida, es decir, la eutanasia, medidas en total oposición con los principios de la Iglesia católica que las rechaza obedeciendo a los dogmas de su doctrina, la cual prohíbe poner fin de manera voluntaria a la existencia humana cuyo destino pertenece sólo a la voluntad divina.
Otros intercambios se llevaron a cabo entre el Papa y el presidente francés, pero los periodistas no fueron convidados más que para tomar la fotografía, según el código bien conocido de la estrategia de la comunicación seguida desde el inicio de su presidencia por los servicios del Eliseo avezados en este género de ejercicio. El Vaticano es también capaz de manejar su imagen desde hace siglos. Sigue siendo un Estado independiente y una monarquía de tipo absoluto. Así va el mundo que no pierde nunca la esperanza de ver triunfar el ideal democrático y de avanzar de progreso en progreso hacia el horizonte de una tierra más dichosa. Ante la desesperante realidad, nos queda admitir que la esperanza ayuda a vivir.
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