El romance de Saramago con México
nte el sorprendente caleidoscopio del libro Saramagia (coordinado por Alma Delia Miranda, Grano de Sal-UNAM, 2022) viene la pregunta: ¿Tiene México en su memoria cultural un romance literario tan intenso e incondicional como el que desarrolló con José Saramago a lo largo de los últimos 15 años, los mejores de su vida? Claro que justo entonces se fue volviendo una celebridad mundial que adonde llegaba, sobre todo después del Premio Nobel en 1998, sus actividades y dichos constituían un acontecimiento.
Como un rockstar, quedó rodeado por un creciente fandom que hasta guapo lo encontraba. Ciertamente carismático, completado por el esplendor de Pilar del Río, su cómplice en todo y traductora al castellano de buena parte de su obra (y antes de ella, muy bien, Basilio Losada). Era un lujo verlos juntos. Él sumaba diversas virtudes inesperadas: seguía comunista después de la caída del muro de Berlín, pero de una manera moderna y libre.
Un libertario con disciplina y un fuerte sentido de su responsabilidad pública. Un sutil seductor. La gente no lo percibía ingenuo, pero sí un hombre bueno. Irradiaba la confianza que dan los valientes, los perseverantes, los consecuentes.
En el corazón de todo, y eso es lo más hermoso, están sus novelas. El encantamiento que producía a sus nuevos lectores, quienes esperaban la siguiente, y la siguiente, sin decepcionarse. En el lapso final de su existencia, Saramago sacó historias como los roqueros hacían álbumes en los años 60, obras maestras una tras otra que seguimos escuchando. Por cierto, reconocía que Pilar lo inició en Pink Floyd.
A pesar de su tardía aparición, Saramago era de lo más nuevo hacia 1990. Como si todo lo que había aprendido, perdido y ganado hasta la sexta década de su vida se concentrara, con rigor de alquimia, en sus libros, cada uno único, y diferentes entre sí, como le gustaba a Julio Cortázar.
Alguna vez, hablando de Pessoa y El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), su segunda gran novela, siendo la primera Memorial del convento (1982), saltó a la conversación Antonio Tabucchi, el conocido novelista e ilustre lusófilo italiano. Le pregunté qué pensaría Tabucchi, especialista en Pessoa, de su novela. Saramago dijo, malvadamente: Me odia. Por pura envidia de que no se le ocurrió a él la idea
. Hay que reconocer que su novela pessoana es muy ingeniosa, una excelente ocurrencia poética bien fundamentada y en clave lisboeta.
Volviendo a su romance con los mexicanos, Saramago era consciente de la peculiar entrega de los lectores a su saramagia, como la nombró y retrató Mónica Mateos. Vino muchas veces, sobre todo después del año del Nobel. Lo invitaban y aceptaba. Estableció contacto con medio mundo en los medios cultural, académico y activista. Sus malquerientes políticos se lo tenían que tragar. Compartía cartel con Manu Chao, el subcomandante Marcos, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Galeano.
De manera especial le importaban los indígenas, los jóvenes, las mujeres, la curiosidad de la gente curiosa. Y más que lectores, los mexicanos somos noveleros y mitoteros.
Estrella recurrente en las ferias internacionales del libro y los encuentros literarios en la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, llenaba teatros, su paso provocaba embotellamientos. Zedillo le puso cola, y Fox guaruras que él rechazaba. Relatan aquí ese clima con candor delicioso sus editoras, en particular Laura Lara. Las universidades, la Nacional Autónoma de México en primer lugar, le abren grandes puertas con cátedras, coloquios, doctorados. Ningún autor extranjero, y menos portugués, ha tenido comparable impacto entre nosotros para la valoración de su lengua y su literatura, tan cercanas y tan lejanas.
Hernán Lara Zavala, Carlos Martínez Assad, Elena Poniatowska y David Barkin lo recuerdan y reconocen efusivamente. Tomás Granados Salinas revela una pionera cofradía local de lectores incondicionales de sus bellas historias. Pablo Espinosa lo acompaña a Suecia para recibir el Nobel y celebra cada minuto de la experiencia. Organizadoras culturales como Marisol Schultz y Dulce María Zúñiga, o la editora del libro, Alma Delia Miranda, no evitan la emoción desde la formalidad institucional.
Encontramos por último la legítima satisfacción de directivos universitarios por haber establecido relaciones constructivas con don José. En la otra orilla, Ana Rita Sousa ilustra la sorpresa lusitana ante un portugués tan mexicano.
Se convierte en interlocutor de gente interesante, como se desgrana de diversos pasajes de Saramagia: Adolfo Sánchez Vázquez, Carlos Monsiváis, Horacio Costa, Carlos Payán, Juan Bañuelos, Ofelia Medina, Carmen Lira, Pablo González Casanova, Samuel Ruiz García, el comandante David. También, de los desplazados zapatistas de Polhó, en Chenalhó y de lectores que se le acercan.
Nunca sale Chiapas de su corazón. Mónica Mateos retrata su paso por la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería en 2001: El escritor provocaba aplausos, besos lanzados al aire y vítores al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pues las personas lo identificaban no sólo como un Nobel de Literatura, sino como un zapatista de corazón y palabra
.
El corto verano de Saramago fue un regalo para México. Él lo supo, lo agradeció, y nunca falló de palabra, arte y acción.
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