Derrota de Biden y de otros tres presidentes de EE.UU.
El fracaso de Biden es compartido por el republicano Trump en cuanto a la última etapa diseñada para salir ordenadamente de Afganistán, dejando en pie a un gobierno afín.
- Análisis
Como representante de Donald Trump, Mike Pompeo había negociado con talibanes en febrero de 2020, en Doha, Qatar, que Estados Unidos retiraría sus tropas de Afganistán el 1° de mayo de 2021. Luego el magnate fue derrotado en las elecciones de noviembre del 2020, a las que descalificó como fraudulentas, pero se tuvo que ir a sus mansiones, torres y residencias con campos de golf.
A Joe Biden le tocó lo concreto de esa retirada, que estiró un poco en el tiempo. La vuelta desde Kabul sería por tandas hasta el 31 de agosto de este año, en tanto los últimos 3.000 militares de USA se subirían a un avión el 11 de setiembre. La fecha elegida contenía alto simbolismo, pues iba a coincidir con los 20 años del atentado contra las Torres Gemelas, el argumento de George W. Bush para invadir el país asiático el 7 de octubre de 2001.
Pero las cosas no resultaron del modo planificado por el imperio. El gobierno de su aliado Ashraf Ghani se estaba viniendo abajo desde tiempo atrás y la noticia del retiro a corto plazo de las tropas y asesores de su patrón mayor lo pusieron en extrema debilidad. Los talibanes, rebautizados como Emirato Islámico de Afganistán, empezaron a empujar en las 34 provincias. En sólo diez días, luego de tomar 26 capitales de aquellos distritos, entraron triunfantes en Kabul.
En la víspera Ghani se había marchado con un auto lleno de maletas con dólares, y subido a un helicóptero huido a Tayikistán; de allí habría pasado a Uzbekistán. Según un mensaje que subió a Facebook, se fue para que no hubiera un baño de sangre. En realidad se fugó para salvarse él y su familia, pues no iba a poder rendir cuentas de sus dos presidencias (2014-2019, y 2020 hasta el día que se exilió). En 2009, cuando compitió por vez primera a la presidencia y le fue mal, con el 2,94 por ciento de los votos, tuvo que renunciar a su nacionalidad estadounidense para ser candidato, como requisito legal. Pero siguió siendo más yanqui que afgano.
Ese domingo 15 de agosto los helicópteros sacaban personal de la embajada de Estados Unidos y lo llevaban al aeropuerto de la capital; allí se apiñaban estadounidenses y afganos colaboracionistas. Esas imágenes se emparentaron con otras similares del 30 de abril de 1975, cuando gente de esa calaña se rajaba de Saigón, hoy Ciudad Ho Chi minh.
La comparación es cierta en un sentido: son fugas tras dos fracasos de la potencia ocupante. Pero una diferencia es esencial: la guerra de Vietnam la ganaron los partidarios del Tío Ho y el general Vo Nguyen Giap, el Vietcong y guerrillas dirigidas por el Partido de los Trabajadores, nombre del comunismo en esa región. En Kabul, en cambio, el ganador ha sido el ahora rebautizado Emirato Islámico de Afganistán, que todo el mundo conoce como los talibanes, conservadores y reaccionarios en muchos sentidos.
La otra coincidencia y diferencia se refiere a las invasiones que sufrió el país asiático. Muchos analistas y medios identificaron la llegada de tropas soviéticas en 1979 con la invasión estadounidense de 2001. Se impone una aclaración importante.
Los soviéticos arribaron a Kabul, cuando existía desde 1978 un tratado de amistad y cooperación entre los dos países y luego de un pedido formal del órgano de poder afgano, el Consejo Revolucionario dirigido por el primer ministro Nur Muhammad Taraki, líder del Partido Democrático Popular de Afganistán y de un gobierno progresista y laico.
Los marines entraron a los tiros por decisión unilateral de Bush, el Pentágono y la OTAN, y se quedaron veinte años; los enviados por Leonid Brezhnev estuvieron diez. No fueron dos invasiones idénticas, ni por los invasores ni por los gobiernos invadidos.
No sólo Biden
El fracaso de Biden es compartido por el republicano Trump en cuanto a la última etapa diseñada para salir más o menos ordenadamente de Afganistán, y dejar en pie a un gobierno afín asentado en 300.000 militares que financiaron desde 2001 con 83.000 millones de dólares y adiestraron durante dos décadas.
Pero la invasión no empezó en 2017 cuando aquel magnate llegó al Salón Oval ni cuando el actual presidente lo reemplazó en enero de 2021. La invasión fue en octubre de 2001 con el pretexto de capturar a Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda que se había adjudicado el atentado a las torres neoyorquinas.
Y a pesar que ese líder terrorista fue abatido en 2011 en un operativo ilegal por comandos norteamericanos en Pakistán, cuando era presidente Barack Obama, tampoco en ese momento se ordenó una retirada. Bajo la presidencia del afroamericano, entre militares propios y sus socios de la OTAN, la fuerza multinacional ISAF (Fuerza Internacional de Seguridad en Afganistán) tenía 100.000 efectivos, más mercenarios y contratistas militares.
No será un consuelo de tontos para Biden, pero bien puede alegar que fueron cuatro los presidentes que fracasaron. En su contra pesa que estuvo ocho años como vicepresidente de Obama y antes presidió la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado.
Ese es el costado positivo de la retirada humillante de diplomáticos y tropas norteamericanas y su séquito de colaboracionistas afganos. Para disimular la huida, el secretario de Estado Antony Blinken dijo que se había logrado el objetivo de frustrar nuevos atentados terroristas en suelo norteamericano. Su mano quiso tapar el sol.
Se demostró otra vez que aún en las guerras las armas son un factor importante, pero no determinante. El gobierno afgano tenía 300.000 militares, muy bien armados, con una fuerza aérea de la que carecían los 75.000 talibanes, pero fueron éstos los que se alzaron con la victoria. Como para que reflexionen los posibilistas de Argentina y el resto del mundo, con sus pobres razonamientos de que el único argumento válido es la “correlación de fuerzas”.
El desprestigio del imperialismo yanqui aumenta con los costos de su guerra afgana, pues junto con la librada contra Irak supuso un gasto de 2 billones de dólares (millones de millones). Las vidas segadas fueron 2.400 soldados estadounidenses y de la OTAN, 66.000 policías y militares afganos, 47.245 civiles y 51.191 talibanes. El imperialismo es la guerra, sentenció en su libro de 1916 un tal Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin. Aunque a los posmarxistas les moleste, esa tesis guarda notable actualidad en el moderno siglo XXI con sus tecnologías de última generación.
Los talibanes
Habrá que ver qué hacen los talibanes en su segunda incursión al poder político. Conscientes de que tienen una bien ganada mala fama, basada en hechos represivos y aberrantes durante su gestión 1996-2001, incluyendo sus negocios de la droga y el contrabando de opio, heroína y armas, etc, ahora prometen ser más moderados.
También fueron extremistas en la aplicación de la sharia o ley islámica en forma desmesurada, con castigos enormes, incluso pena de muerte y amputaciones para delitos que no son tan graves no sólo a la vista “occidental” sino en buena parte del mundo. Impusieron enormes e injustas limitaciones contra las mujeres, privadas de estudiar, comerciar y hasta circular si no eran acompañadas de un hijo, hermano o marido. Los talibanes estuvieron a la cabeza de ese dudoso podio, junto a los reaccionarios monarcas saudíes, donde la mujer no podía siquiera conducir un automóvil.
La agenda sobre la mujer será importante para evaluar el gobierno talibán, pero no es lo esencial. Este lugar decisivo lo ocupará saber si las nuevas autoridades encaran un plan económico que saque al país del atraso y la pobreza extrema. Si erradican o no la droga y la corrupción de los gobiernos anteriores, incluyendo el suyo. Si amplían los derechos de los trabajadores y campesinos, hombres y mujeres o si siguen condenándolos a todos y todas, especialmente a ellas, a ocupar un lugar de sótano en la sociedad. Si se acercan políticamente a Irán y no a Arabia Saudita y Qatar, etc.
El problema central no es la imposición de la burka, porque también en Teherán la deben usar las mujeres para cubrir sus cuerpos “pecaminosos”, pero en los pagos del supremo ayatolá Khomeini las féminas gozan de todos sus derechos.
Si es por sus antecedentes de 1996-2001 y otros más recientes, no hay mucho espacio para el optimismo. Sería como para repetir el dicho argentino, no afgano, de que “las segundas partes nunca fueron buenas”. ¿Habrán roto definitivamente sus viejos vínculos con Al Qaeda y con ISIS o Estado Islámico? Es un tema de enorme importancia, y no tanto para Nueva York sino para Siria, países del Cáucaso, Rusia, el Tibet y la minoría uigur de China.
Hay un pequeño espacio para creer que pueden haber vuelto un poquito mejores con su actual líder máximo, Haibatullah Akhundzada. Al menos eso parecerían pensar Irán, China y Rusia, que han tenido reuniones de alto nivel con dirigentes talibanes. Por ejemplo, el canciller chino Wang Yi recibió al referente Mullah Adbul Ghani Barabar, en Tianjin, el 28 de julio pasado, que suena como posible primer ministro.
Si Kabul se aproxima políticamente un poco, no digamos a una sólida alianza con Teherán, Beijing y Moscú, entonces se podría pensar que los talibanes filmados jugando a los autitos chocadores no son ningunos niños de Hollywood, ni adultos tan reaccionarios como consta en su prontuario.
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