Campo rojo
Ana de Ita*
E
l campo mexicano no es más un lugar apacible para estar en contacto con la naturaleza y conocer la forma de vida de sociedades distintas que dependen de la tierra; se ha convertido en un lugar peligroso, codiciado por los intereses cruzados de las corporaciones extractivas y energéticas, de los narcos, la agroindustria, de inmobiliarias y constructoras de mega proyectos, que utilizan la violencia para despejar a los habitantes y despojarlos de sus territorios y bienes naturales. La violencia se ejerce para someter a los pueblos y forzar la implantación de proyectos que rechazan, para desmovilizar las resistencias, para desaparecer o asesinar a dirigentes y opositores. Las acciones criminales terminan con la vida campesina y el Estado es responsable por acción y omisión de la instauración y amplificación de esta violencia.
Ser campesino es hoy un lujo que sólo pueden darse quienes son parte de comunidades que han logrado mantener el tejido social fuerte y vivo, con sus estructuras de gobierno y mecanismos de protección. Pero desafortunadamente, estas comunidades son cada día menos y están constantemente acechadas por distintos invasores.
Minería y violencia son sinónimos. La minería disputa los territorios de los ejidos y las comunidades, acapara el agua, destruye los cerros y bosques, contamina el ambiente e impide la vida campesina. En ocasiones, las mineras encargan su seguridad y el transporte de los metales preciosos a los narcos, además de que el crimen organizado arrebata a las comunidades parte de las rentas que reciben por la ocupación de sus tierras. Los opositores comunitarios son enfrentados por sicarios vinculados a los cárteles. En distintas regiones, las familias han sido forzadas a desplazarse por las minas.
Los pequeños productores ejidales, de estados con potencial productivo y riego, como Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Tamaulipas, que habían logrado incursionar en la comercialización organizada de sus productos, impulsar uniones de crédito, productoras de semillas, distribuidoras de fertilizantes, centrales de maquinaria y gasolineras, almacenes de depósito, no sólo han sido destruidos por políticas agrícolas diseñadas para favorecer a los grandes productores empresariales y a comercializadoras trasnacionales, sino que también han sufrido el robo de sus cosechas, el asesinato de sus dirigentes, emboscadas en los caminos, a manos del crimen organizado, incluso muchos han dejado de ser agricultores por la inseguridad que implica estar solos en sus parcelas.
Otros campesinos de las sierras deben avisar y pedir permiso a los cárteles que controlan su territorio, para la visita de profesionistas, estudiantes, miembros de iglesias e, incluso, para celebrar sus fiestas comunitarias. Algunos más han tenido que dejar sus comunidades y sus tierras, asolados por la violencia de los narcos y de sus perseguidores.
La reconversión productiva hacia cultivos de exportación, como fresa, zarzamora, frambuesa, mora azul, aguacate, limón y varias hortalizas, en estados como Jalisco, Guanajuato, Michoacán y Baja California, se ha logrado echando mano también de la violencia. En 2009 existían en el país más de 2 millones de jornaleros agrícolas que con sus familias alcanzaban más de 9 millones. Varias empresas dedicadas a estos cultivos intensivos en el uso de agua, insumos químicos, capital y mano de obra, han sido denunciadas por su mal trato a los trabajadores. Los jornaleros indígenas migrantes triquis, mixtecos, rarámuris, wixarikas y nahuas, llevan la peor parte, pues deben vivir hacinados con sus familias en colonias cerca de las plantaciones, en pésimas condiciones de salubridad, expuestos a los agrotóxicos empleados en los cultivos. En un sistema de peonaje moderno, sin contratos, sin regulaciones laborales ni seguridad social; los jornaleros son sujetos a esquemas de explotación que incluyen tiendas de raya, que como producto básico venden drogas para aguantar las extenuantes jornadas a las que son sometidos. Cuando deben más de lo que se les raya, se convierten en esclavos, pues no podrán abandonar la plantación hasta que liquiden su deuda con trabajo. La policía privada de las empresas vigila los caminos y devuelve a quienes intentan escapar.
Cuentan los pobladores cómo los invasores de sus comunidades emplean tácticas de guerra de baja intensidad para quebrar las resistencias, romper el tejido comunitario, debilitar a las familias y penetrar las comunidades. Los jóvenes y los niños son sus blancos. Los cárteles los convierten en halcones y después en parte de su estructura. Las muchachas son obligadas a prostituirse por miedo o por interés y si resultan embarazadas, los invasores del territorio formarán parte de la familia. Los enganchadores de los jornaleros hacen fiestas en los camiones que los transportan y alientan la promiscuidad con alcohol y drogas. Las corporaciones y los cárteles reparten dinero entre los niños para ganar su confianza. Estas nuevas generaciones de hombres y mujeres, responderán cada día menos a su comunidad y confiarán en los nuevos actores sin oponer resistencia, además de ser dependientes de la economía del dinero.
El saldo rojo que ha dejado en el campo más de treinta años de políticas neoliberales, los proyectos y legislaciones extractivas y energéticas, la guerra contra el narcotráfico, la corrupción y la impunidad amenazan la sobrevivencia de los campesinos.
*Directora del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (Ceccam)
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