¿Goodbye Pemex?
Pablo Gómez
Ningún país pobre pudo crear una sociedad relativamente rica con sólo producir petróleo. México no ha sido la excepción pues hasta ahora se encuentra por encima del índice de pobreza mundial, para vergüenza de muchos mexicanos. Pero un país que tiene petróleo al menos puede tener soberanía en la materia y decidir sobre el uso de los excedentes económicos que en tiempos recientes genera la producción y venta del energético. México dejará de asumir esa responsabilidad durante el tiempo en que dure en vigencia la reforma de Peña Nieto.
Lo que se quiere imponer no es nada sencillo pero tampoco será perdurable. La riqueza mexicana de energéticos es tan potencialmente grande que habrá tiempo para que la reforma privatizadora pueda ser revertida con el simple argumento que brinde el hacer bien las cuentas. Jamás podrá un contrato o concesión dar más dinero a un Estado que la explotación directa del recurso natural. Eso lo sabe cualquier idiota en el mundo entero. Entonces, estamos frente a una cuestión de capacidad como país y de tiempo de un gobierno. Según Peña Nieto, en unos cuantos años tan sólo el Golfo podría brindar un millón de barriles diarios adicionales, sobre los cuales el gobierno podría cobrar derechos en cantidad ahora no determinada pero supuestamente mayor a la que Pemex podría brindar si tuviera que organizarlo todo. Así, el problema es Pemex, organismo que habría que convertir en concurrente menor de la industria petrolera abriendo el camino a las trasnacionales expropiadas en 1938. Por eso se consolidará también el pasivo laboral de Pemex para imponer el sistema de retiros individuales y de administración privada.
De acuerdo con el proyecto de Peña, el gobierno podrá administrar directamente la asignación de campos, es decir, de yacimientos, a favor de cualquier empresa. Ya se sabe que las trasnacionales ofrecerán siempre mayor rapidez en la ejecución de las obras, lo cual es lo que más importa para el gobierno actual, persuadido –según dice—de que el petróleo crudo va a dejar de ser tan caro como ahora en el mercado mundial. Pero también se quiere entrar al callejón del llamado hidrocarburo no convencional cuya tecnología de producción no conoce Pemex: se trata de una industria prohibida en un número creciente de países pero que a Peña le urge inaugurar en el norte de México donde menos agua tenemos.
En lugar de reformar Pemex para combatir su corrupción que tanto daño ha hecho, para incrementar su capacidad industrial y para generar la ingeniería que México requiere, el gobierno ha decidido empezar su eliminación con el imprescindible y entusiasta apoyo de Acción Nacional que nació a raíz de la expropiación de 1938. Esta ya no es una victoria moral de la derecha sino una a secas aunque 75 años más tarde.
Pablo Gómez
Ningún país pobre pudo crear una sociedad relativamente rica con sólo producir petróleo. México no ha sido la excepción pues hasta ahora se encuentra por encima del índice de pobreza mundial, para vergüenza de muchos mexicanos. Pero un país que tiene petróleo al menos puede tener soberanía en la materia y decidir sobre el uso de los excedentes económicos que en tiempos recientes genera la producción y venta del energético. México dejará de asumir esa responsabilidad durante el tiempo en que dure en vigencia la reforma de Peña Nieto.
Lo que se quiere imponer no es nada sencillo pero tampoco será perdurable. La riqueza mexicana de energéticos es tan potencialmente grande que habrá tiempo para que la reforma privatizadora pueda ser revertida con el simple argumento que brinde el hacer bien las cuentas. Jamás podrá un contrato o concesión dar más dinero a un Estado que la explotación directa del recurso natural. Eso lo sabe cualquier idiota en el mundo entero. Entonces, estamos frente a una cuestión de capacidad como país y de tiempo de un gobierno. Según Peña Nieto, en unos cuantos años tan sólo el Golfo podría brindar un millón de barriles diarios adicionales, sobre los cuales el gobierno podría cobrar derechos en cantidad ahora no determinada pero supuestamente mayor a la que Pemex podría brindar si tuviera que organizarlo todo. Así, el problema es Pemex, organismo que habría que convertir en concurrente menor de la industria petrolera abriendo el camino a las trasnacionales expropiadas en 1938. Por eso se consolidará también el pasivo laboral de Pemex para imponer el sistema de retiros individuales y de administración privada.
De acuerdo con el proyecto de Peña, el gobierno podrá administrar directamente la asignación de campos, es decir, de yacimientos, a favor de cualquier empresa. Ya se sabe que las trasnacionales ofrecerán siempre mayor rapidez en la ejecución de las obras, lo cual es lo que más importa para el gobierno actual, persuadido –según dice—de que el petróleo crudo va a dejar de ser tan caro como ahora en el mercado mundial. Pero también se quiere entrar al callejón del llamado hidrocarburo no convencional cuya tecnología de producción no conoce Pemex: se trata de una industria prohibida en un número creciente de países pero que a Peña le urge inaugurar en el norte de México donde menos agua tenemos.
En lugar de reformar Pemex para combatir su corrupción que tanto daño ha hecho, para incrementar su capacidad industrial y para generar la ingeniería que México requiere, el gobierno ha decidido empezar su eliminación con el imprescindible y entusiasta apoyo de Acción Nacional que nació a raíz de la expropiación de 1938. Esta ya no es una victoria moral de la derecha sino una a secas aunque 75 años más tarde.
La respuesta de la izquierda es la correcta: buscar que el pueblo vote y decida. El planteamiento es incuestionable en todos sus aspectos por más que los trapecistas del derecho han de tomar la palabra para tratar de hacer bolas a quien se deje. Estas son cosas que deben ser decididas por la ciudadanía tanto como la elección de gobernantes y legisladores. No se trata solamente de una reversa histórica sino del peor negocio que puede hacer un país con sus recursos nacionalizados, la peor entrega de algo que ya se tiene. La cuestión no se reduce a Pemex sino que se renuncia a ejercer soberanía energética, se proclama a los cuatro vientos la incapacidad para resolver grandes problemas y se quiere convencer a los mexicanos de que son un pueblo inepto.
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