El arte de la política pública
León Bendesky
L
a crisis económica sigue en pleno curso. Es, ciertamente, de índole global y tiene un rasgo específico que la define: se centra en los países más ricos y desarrollados, de donde se extiende y ramifica por todas partes. En ese entorno han surgido y persisten hondas disputas políticas e ideológicas para administrarla. De ellas no han surgido medidas claras ni se desprende una dirección de salida técnica ni políticamente validada.
Esas disputas han reivindicado la aguda apreciación de Kindleberger (enManías, pánicos y crisis, publicado en 1978), de que en condiciones de grave crisis y desajustes económicos y sociales “el análisis último del quehacer de la política económica internacional… es un arte”. Expresa además que eso
no dice nada y lo dice todo.
Son crecientes las críticas que se hacen a la gestión de la crisis en la Unión Europea, donde las medidas de austeridad han prevalecido sobre cualquier acción decisiva para detener el desempleo y la caída del producto, reordenar el uso de los recursos y reforzar las estructuras sociales. Se ha enfocado la atención, en cambio, en la salvaguarda de un sistema financiero que requiere un replanteamiento a fondo y en la contabilidad de la deuda pública bajo criterios bastante estrechos.
Esta deuda se ha desatado violentamente en varios casos a causa de la misma crisis y en otros la ha agravado. En las circunstancias que enmarcan el funcionamiento de los mercados financieros globales no hay forma de refinanciar la deuda de modo que sea menos gravosa para la parte más frágil de la sociedad europea. La contienda por el excedente es feroz y profundamente desigual. De ahí se ha derivado una rígida austeridad y la parálisis de los negocios.
El ajuste de las cuentas públicas es, al mismo tiempo, un ajuste de cuentas políticas que está dejando a la gente en condiciones de mucha debilidad, a jóvenes y viejos por igual. No sólo en materia de empleos e ingresos, lo que ya es suficientemente serio, sino en lo relativo a vivienda, educación, salud y pensiones. En ese entorno la distribución de los ingresos y la riqueza se hace aún más inequitativa.
La población ha aguantado cada vez con menor capacidad el rigor de la crisis y la imposición política de sus gobiernos y de las autoridades de la Unión Europea. Pero la resistencia se agota desde Lisboa hasta Grecia, pasando prácticamente por todos los países; así ocurre de modo notorio hasta en la antes modélica Suecia por su mayor igualdad social.
Este no es, por supuesto, el arte al que se refería Kindleberger. Este es, más bien, un desastre. Los costos ya incurridos se pueden medir y son muy grandes; los que aún habrá que afrontar pueden ser todavía mayores. Todo esto a pesar de las declaraciones hueras de los gobernantes en turno y, todavía más, de los funcionarios comunitarios, quienes van de un desacierto a otro.
Concebir la política económica, incluso la política pública en general, como un arte no significa que no requiera de un sustento técnico, como ocurre con cualquier expresión de calidad este tipo. Ni una ni las otras se improvisan.
Tampoco está al margen de los consensos sostenibles entre partidos y gobierno, y entre éste y la sociedad. Y en el cimiento de todo este complejo proceso está la dimensión temporal, que es implacable y que, en última instancia, se remite a la unicidad de la vida humana y su relativa brevedad. Ni modo, en el largo plazo en verdad todos estaremos muertos.
En México padecemos de modo directo las repercusiones de la crisis. Algunas se expresan como freno al crecimiento productivo y sus secuelas en términos de la creación de empleo formal, recaudación de impuestos, pobreza y definición de las prioridades para la asignación de los recursos.
El gobierno ha acometido una serie de reformas, como la laboral, la educativa y la de telecomunicaciones, y ha presentado iniciativas para otras más, como el caso de la reforma financiera y faltan la fiscal y la política. Estas modificaciones tienen que ubicarse necesariamente en el marco global y en las particularidades de las relaciones económicas y políticas del país.
Todo esto se presenta con el sustento técnico correspondiente, según las visiones que se tienen en el gobierno; sobre esto se puede discutir ampliamente. De modo similar se puede discrepar sobre sus características en función de un objetivo primordial, que es el crecimiento sostenido y articulado de la economía y su efecto sobre el bienestar general.
Esa parte, que incluye el arte a la manera de Kindleberg, no es evidente en cuanto a su articulación en las acciones emprendidas y los consensos que se han alcanzado. Eso se trata de proponer en el Plan Nacional de Dasarrollo (2013-2018), pero de manera general y con una serie de estrategias sectoriales que no son sencillas de integrar conceptualmente ni consumar de manera práctica.
En una entrevista reciente, el presidente Mújica, de Uruguay, reflexionaba sobre el carácter de la política tanto en un sentido de los principios que se adoptan para actuar en ella como en su contenido pragmático. Lo comparaba con un juego de billar, en el que no es suficiente pegar a las bolas y meterlas en la buchaca o hacer una carambola. Es igualmente relevante el lugar donde queda colocada la bola con la que se tira para poder hacer la siguiente jugada con alguna ventaja. Esta es otra buena metáfora para analizar y conformar las políticas públicas y las reformas en curso.
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