El ecologismo político, entendido como movimiento social antagonista, parece estar implosionando
Crisis ecológica, crisis capitalista, crisis del ecologismo político
El ecologismo político entendido como movimiento social antagonista lejos de haber aumentado su potencia política en este contexto de efervescencia discursiva verde parece estar implosionando
La presentación actual de la crisis ecológica en las sociedades capitalistas occidentales encierra una paradoja que añade desconcierto político a un mundo pospandémico de por sí tendente al desconcierto. A primera vista, la crisis ecológica, con la crisis climática cómo eje central, es más visible que nunca en los canales de comunicación mayoritarios de medio mundo y moldea todo tipo de prácticas de distinción en términos de consumo y estilos de vida. Y algo similar pasa en el terreno de los grandes discursos de los diferentes tipos de jefaturas políticas y económicas en sus diferentes escalas y posiciones jerárquicas relativas.
Todos los organismos internacionales, incluidos los que formaron el Consenso de Washington (FMI, Banco Mundial, OMC) ponen la crisis ecológica cómo primera prioridad en sus agendas. Todos los gobiernos nacionales, regionales y locales del Occidente capitalista hablan el lenguaje de la crisis climática, tal y cómo quedó fijado en la Cumbre de Kyoto. No hay un solo programa de recuperación económica pospandémica que no hable el lenguaje de la crisis climática. En la cima de la pirámide del poder capitalista, las grandes casas de finanzas de Wall Street adornan sus discursos corporativos con una capa de verde bien visible. Hasta archienemigos del movimiento ecologista histórico cómo las empresas energéticas o la industria del automóvil se reclaman cómo agentes del cambio ecológico. Con un competidor inesperado cómo es la Guerra de Ucrania y su utilización atlantista como eje de una poco probable nueva guerra fría, se puede decir que la crisis ecológica y su solución capitalista son el eje sobre el que pivota la reestructuración de un capitalismo occidental que no termina de remontar el vuelo desde hace más de cuarenta años y que está en crisis visible, alternando periodos de estancamiento con momentos recesivos desde hace ya más de una década.
Lo paradójico de la situación es que el ecologismo político entendido como movimiento social antagonista lejos de haber aumentado su potencia política en este contexto de efervescencia discursiva verde parece estar implosionando. Este hecho es desconcertante desde el punto de vista de las dinámicas históricas de las crisis sistémicas, estas tienden a formar sujetos políticos en lucha, ya sean de clase, de género o de raza, que son moldeados y moldean sus perfiles y características concretas en el conflicto, y desde ahí, generan dinámicas propias de sucesión, concentración, cooptación, fragmentación o recomposición.
Sin necesidad de ejemplos más lejanos, el nacimiento del ecologismo político, tal y como lo conocemos, fue el resultado conjunto del encuentro de los restos transformados de la sacudida política global de 1968 con los elementos centrales de la crisis de los años setenta. Una crisis, en cuya estela aún vivimos, que ponía fin a cuarenta años de expansión material fordista-keynesiana con sus dos crisis del petróleo y la reordenación americana del mundo conforme al poder del dólar y de los combustibles fósiles. Este incipiente movimiento ecologista se nutrió y a la vez propulsó, una lectura de la crisis energética cómo primer aviso de un agotamiento progresivo de los recursos naturales, que estaban poniendo en riesgo la supervivencia de los humanos en tanto especie. Desde aquí, el ecologismo naciente no interpelaba a la clase social, el género o a la etnia sino a todos, en tanto “seres humanos” ante la “naturaleza”.
Desde un punto de vista histórico, los sujetos políticos que componían la primera oleada del ecologismo político, se diluyeron entre quienes eligieron la vía de los partidos políticos verdes —el caso de Alemania es el ejemplo de libro de texto— y aquellos que encontraron acomodo o fueron directamente cooptados por los partidos políticos y los sindicatos socialdemócratas entonces aún reforzados por su papel gerencialista dentro de los modelos de Estado de bienestar europeo anteriores a la ola neoliberal de los años ochenta y noventa.
Desde estas posiciones, el proceso de encaje institucional del ecologismo político, se puede leer cómo un filtrado desde los movimientos, que progresivamente se erosionan en tanto tales, hacia posiciones “expertas” del Estado ya sean ministeriales o universitarias desde las que se lanza un progresivo intento de dirigir las políticas públicas hacia un discurso “verde”. Este suele bascular sobre la apuesta por las fuentes de energía renovable. Se puede tomar la Cumbre de Río de 1992 de Naciones Unidas y su promoción del término Desarrollo Sostenible, cómo una buena referencia temporal que marcaría el paso de la fase movimentista emergente del ecologismo hacia la fase de expertise institucional global.
Durante los largos años de la hegemonía neoliberal, el ecologismo político global se fue así perfilando como un contrapoder dentro de los propios aparatos de Estado, nacionales o transnacionales, que se valía de la acción directa no violenta, nacida en los movimientos del 68. Como se puede imaginar, Greenpeace es seguramente el ejemplo más inmediato, a la hora de apuntalar procedimientos de lobby que presiona en el interior del Estado utilizando objetivos cuantificados, normalmente ratificados por alguna agencia transnacional de valoración de las políticas públicas. La presión durante la celebración de las cumbres de las agencias transnacionales para la obtención de compromisos cuantificados y el seguimiento, siempre decepcionante, de su implementación en las escalas territoriales de los Estados nación, y sus subdivisiones regionales y locales, han ido constituyendo el tronco central del ecologismo político en sus aspiraciones de transformación social.
El progresivo posicionamiento del ecologismo en los conflicto en el interior del Estado ha influido al máximo en la construcción del discurso político ecologista actual, no tanto marcando una línea única pero sí como eje vertebrador de casi todas las variantes y subespecies de ecologismo existente. En primer lugar, la relación política con el capital se ha planteado fundamentalmente desde el interior del Estado, en forma de intervención sobre las distintas áreas de regulación promoviendo cambios legislativos en sentidos, por lo general, de una mayor protección territorial y ambiental, y cada vez más, cómo parte de totalidades más o menos coherentes de políticas públicas que pivotan sobre distintos modelos de fiscalidad “verde”. Es en este tipo de registro político en el que la concepción dominante del ecologismo político ha desarrollado una lectura de la dinámica de la acumulación capitalista, en su desarrollo a través del saqueo y destrucción de los ecosistemas, como un fenómeno derivado de la acción o inacción del Estado en su relación con los agentes capitalistas.
El hecho de que uno de los lugares preferenciales para el desarrollo institucional del ecologismo político hayan sido los sindicatos fordistas, lejos de llevar el ecologismo a los conflictos laborales vivos en el mercado de trabajo lo alejó de ellos para convertirlo en una suerte de programa político de futuro para un sindicalismo fordista tan en decadencia en las sociedades capitalistas occidentales cómo el propio trabajo fordista y el ideal socialdemócrata que sustentaba.
A medida que el gigantesco aparato productivo fordista se ha ido desmantelando desigualmente en Europa y en Estados Unidos, y la negociación colectiva ha ido posicionándose como una suerte de ritual compartido por capital y trabajo de desmontaje de la civilización industrial del siglo XX, se ha puesto en su lugar un proyecto de generación virtuosa de empleo mediante la inversión pública, que repetiría los patrones y el modelado del trabajo fordista, pero esta vez aplicado a los grandes y vacíos del naciente capitalismo verde, como “la transición justa” o la “descarbonización” de la economía.
El informe de 2008 de ILO, Green Jobs, primera formulación de lo que hoy conocemos cómo Green New Deal, sería un buen ejemplo de este tipo de vinculación del ecologismo político a las estructuras de Estado expertas. Y también un buen ejemplo de los peligros que encierra la lectura ahistórica de la relación entre conflicto de clase y conflicto ecológico cómo una contradicción entre “empleo” y “naturaleza” sin mayor especificación. Tras ambos términos, se suele esencializar un aparato productivo fordista en decadencia y sus modelos de acción sindical frente a la realidad de un mercado de trabajo completamente atomizado, informalizado y fragmentado que es incapaz por sí mismo de ser el motor de la reproducción social y necesita un parcheado permanente por parte de los Estados, incluyendo sindicatos y patronales, para que el mercado de trabajo capitalista avanzado no se desmorone.
El otro gran frente de intervención del ecologismo político ha sido el consumo, también entendido como un compartimento estanco que, en gran medida, mantiene acríticamente la separación que establece el orden capitalista entre los momentos de producción y consumo. Trabajo asalariado fordista y consumo de masas son dos caras de la misma moneda, que solo aparecen como figuras separadas en el orden ideológico: el consumidor soberano capaz de asumir decisiones acerca de cómo gastar su salario, generoso y estable, es un trasunto del estatus del trabajador fordista. Y desde que comenzó, ya hace más de cinco décadas la era de la publicidad de masas, sabemos que el consumo, en este sentido, es fundamentalmente consumo de “estilos de vida”.
En otro síntoma de los riesgos de las lecturas ahistóricas del capitalismo y sus efectos, el mucho tiempo dedicado por el ecologismo político a “concienciar” al consumidor para que “elija” modelos de consumo menos nocivos para los ecosistemas, ha terminado añadiendo y legitimando nuevos nichos de consumo que un capital en crisis permanente de demanda efectiva ha utilizado cómo pequeños nichos de beneficios extraordinarios, a partir de nuevas líneas de producto encajadas en estilos de vida “sostenibles” o “verdes”. Si los sindicatos han sido el vehículo institucional que ha desactivado la posibilidad de un conflicto de clase ecológico, la individuación y la construcción de nichos jerarquizados en el ámbito del consumo se ha realizado a través de un sinfín de ONG y entidades del tercer sector.
Si se retoman desde aquí los debates actuales en el interior del movimiento ecologista entre capitalismo verde o decrecimiento, o Green New Deal frente a colapsismo, aparecen como dos posiciones perfectamente integradas en ambos polos de este modelo de interpretación: el punto de vista de la producción, obviamente, prefiere el capitalismo verde con su promesa de crecimiento y empleo a la manera fordista pero descarbonizado. Y correlativamente el punto de vista del consumidor prefiere el “decrecimiento”, entendido en principio cómo un ejercicio moral individual de autocontención virtuosa y ya, cada vez más, cómo un estilo de vida integrado plenamente entre las opciones disponibles en el mercado.
Parte del éxito de estos términos del debate entre capitalismo verde y decrecentismo es que de fondo no plantean grandes desafíos al orden político del capitalismo. De hecho, el muy frecuente encuadre del debate en los términos clásicos de las luchas de clases del XX y el XIX: reformismo frente a radicalismo, gradualismo frente a maximalismo, posibilismo frente a catastrofismo son en sí mismos una fuente de retroalimentación de los términos que, a falta de una acción política que los sustituya por otros más ajustados a la realidad actual, amenaza con instalarse en la esterilidad absoluta y con no satisfacer más necesidad que la de rellenar periódicos e informativos, alimentar el debate narcisista en las redes sociales y producir todo tipo de papers y congresos especializados. En todos los casos, no hay más acción posible que la del Estado que regula y la del individuo/consumidor que decide, en ningún caso se plantea forma política colectiva autónoma alguna, ni comunitaria, ni asociativa, ni de ningún otro tipo. No hay más nosotros que el “nosotros, el Estado” frente a “nosotros los consumidores conscientes”.
La fase actual de la crisis capitalista, que se podría llamar de derrumbe del neoliberalismo atlántico que dominó la globalización capitalista de los años ochenta, noventa y dos mil, ha supuesto un paso más en la desactivación del discurso del ecologismo político, ya muy tocado en su capacidad de encarnarse en movimientos políticos dinámicos capaces de abrir nuevos escenarios políticos de superación de un capitalismo que ha estrangulado las condiciones de la reproducción, tanto las sociales como las ecosistémicas, hasta hacerlo prácticamente inviable. Y que se mantiene con respiración gracias a la intervención permanente del Estado a la hora de mantener el orden capitalista con sus posiciones de poder intactas.
El capitalismo pospandémico ha vuelto a traer a primer plano la inmensa cantidad de contradicciones demográficas, ecológicas y sociales que provoca la crisis de sobreproducción, caída de la rentabilidad y desaparición de la figura de la productividad creciente del trabajo. El desplazamiento, ya consumado, del centro de gravedad de la producción capitalista a Asia y más concretamente a China, ha dejado a las sociedades capitalistas que fueron el mando del sistema-mundo en una posición de relegación que contrasta con unos discursos oficiales en los que el mundo desarrollado sigue situándose en EEUU, Canadá, Europa y Australia frente a una masa de países emergentes que aún estarían en el proceso de catching up.
Las finanzas, siempre mucho más rápidas que los movimientos políticos, entendieron durante los dos años de la pandemia que cualquier posibilidad de mantener discursivamente su hegemonía sobre el capitalismo actual depende de su capacidad de situar la transición ecológica y el capitalismo verde en los mercados financieros como valores y activos a negociar. Pero las finanzas no tienen el mismo tipo de control sobre los procesos productivos asiáticos que han tenido durante el largo desmontaje del aparato productivo fordista, saben que van a ser los Estados quienes canalicen el régimen de beneficios de las empresas privadas que cuelgan de los ambiciosos planes de reindustrialización verde de Next Generation en Europa o el Inflation Reduction Act en Estados Unidos. En este marco, si los Estados hablan el lenguaje del capitalismo verde, también lo hablaran las casas de finanzas y las empresas globales que aspiran a controlar tanto la inversión como la deuda estatal, en momentos donde la incapacidad de competir privadamente frente a China, que también ha abrazado el capitalismo verde, provocaría un fuerte ajuste global, con cadenas de quiebras transnacionales.
La ESG, Environmental and Social Governance, es el nombre que las finanzas han dado a este nuevo eje “verde” de sus actividades de adquisición de fuentes de beneficio. En este caso, los múltiples objetivos cuantificados sirven como referentes de nuevos métodos de auditoría contable y de valoración de activos que, en última instancia, vehiculan la canalización de los flujos de capital ficticio hacia lo que pretende ser un nuevo ciclo de expansión financiera similar a los anteriores ciclos tecnológicos. La carta de Larry Fink, CEO de BlackRock, la mayor gestora de activos del mundo, a los accionistas a principios de 2021, hablaba de crisis climática y de agotamiento de los recursos, pero sobre todo prometía que invertir en capitalismo verde puede generar shareholder value en abundancia. Sin perjuicio de las formas tradicionales de obtención de rentabilidad financiera, fundamentalmente dependientes de la desposesión y el saqueo, la ESG abre una vía complementaria de obtención de beneficios garantizados por los Estados nación y de intento de relegitimación de las finanzas.
Por el camino, el discurso tradicional del ecologismo político ha quedado aplastado por sus usos institucionales y empresariales, es decir, por sus usos capitalistas. Algunos de los más sonados “éxitos” del ecologismo político como los mercados de emisiones de carbono, donde se negocian los derechos de emisión excedentes a partir de los derechos de emisión que adjudican los Estados a sus empresas y que a su vez, se adjudican a los Estados en esas nuevas cumbres de Davos que son las COP anuales, se han convertido en espacios de especulación financiera preferenciales, de la misma manera que los mercados energéticos, centrales en la obtención de beneficios en esta fase del capitalismo, han utilizado en su provecho uno de los ritornelos clásicos de la ecología, ese que dice que unos precios altos de los recursos naturales y de la energía, que incorporan los llamados efectos externos, son fundamentales para desacoplar el crecimiento del uso de recursos.
En este contexto, el ecologismo político ha quedado completamente desdibujado o se ha desintegrado. Que hoy los Estados, las empresas energéticas, las grandes casas de finanzas o los grandes medios de comunicación hablen el lenguaje de la crisis ecológica y se propongan como los agentes de su superación en términos propiamente capitalistas ha dejado sin espacio a un discurso del ecologismo político que está quizás demasiado desvinculado de los movimientos políticos reales, para habitar en los pasillos de los ministerios, las grandes cumbres globales, los departamentos de universidad y las campañas mediáticas de concienciación ciudadana.
Todos los debates políticos del ecologismo actual están atravesados por esta suplantación de los discursos orientados a, y procedentes de, la constitución de nuevos sujetos políticos en lucha capaces de alumbrar alguna alternativa de salida de la crisis de la ecología del capital en la que vivimos que no esté totalmente orientada por las políticas públicas o sea una forma de estilizar y embellecer las decisiones de consumo. Esto incluye a las versiones que se quieren más radicales como el decrecentismo o el colapsismo, que apenas son formas a fortiori de los mismos discursos de “concienciación” y “autocontención” que hoy son dominantes en el mundo capitalista.
Isidro López es miembro de la Fundación de los Comunes.
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