El cuerpo esquizo
e podrían imaginar dos leyendas sobre el destino de Thor, el hijo de Wotán –dios de la guerra– y de Jard, la Tierra. En la primera, Fenrir, un lobo gigante y siniestro, amenaza a los dioses constantemente. Éstos le tienden una trampa sutil que el lobo descubre, pero acepta someterse a ella bajo una sola condición: que el trato entre él y los dioses se selle con el lobo encajando sus fauces sobre la muñeca del dios Tyr. Y así sucedió. Fenrir devoró la mano de Tyr, y éste, al encadenarlo, devino el signatario de la justicia, los debates y las asambleas. En la segunda leyenda, Tyr ve cómo su mano vuelve a crecer y el lobo demanda devorarla de nuevo. La lucha se prolongará sin fin. El deseo de Fenrir se vuelve innumerable –para sostener el contrato– y la disponibilidad de Thyr también –para mantenerse como el signatario del orden–.
Para imaginar los emplazamientos simbólicos que se juegan en una pandemia cabría imaginar la sórdida lealtad que une al lobo con Tyr. Si se trata de una sola ocasión, el responsable de impartir justicia será el signatario –con todas las implicaciones que ello contrae–. Pero si el caso es de una innumerable repetición –si nos referimos a la pandemia, de una enfermedad infinita–, es la enfermedad misma la que se convertirá en la vigilante de la vida, relegando el lugar de los encargados del orden.
¿No es ahí acaso donde nos encontramos en la situación de la pandemia actual que asola en particular a las naciones de Occidente? (léase Europa y América). Si se revisan, aunque sea someramente, las estadísticas al respecto, se trata no de una sino de dos pandemias, o mejor dicho, de su entrecruzamiento: por un lado, la que ha desatado el Covid 19; por el otro, los así llamados factores de morbilidad
, la diabetes y la hipertensión en particular, que la ciencia actual define como pandemias sistémicas
.
La relación entre ambas es asimétrica. La mortandad producida tan sólo por la diabetes en las últimas dos décadas es, en términos proporcionales, decenas de veces mayor que la causada por el virus. Y sin embargo, nunca apareció el cuentacadáveres equivalente a López-Gatell o Fauci, que rindiera informes en los medios sobre sus efectos y las estrategias que se podrían seguir para enfrentarlos. ¿Por qué hay epidemias que paralizan a una sociedad entera, mientras otras cobran sus saldos en la desapercibida inercia de la vida cotidiana?
Todas las estrategias que se han seguido para enfrentar los estragos del Covid-19 tienen un denominador común: depositar en el individuo, y no en la sociedad, la responsabilidad sobre el propio cuerpo. Los gestos barrera (el cubrebocas, la sana distancia, el encierro, etcétera) no producen actos de solidaridad. Menos de duelo compartido. Son las reglas de una radical individuación. Si se suman el desempleo, los colapsos familiares y el hundimiento de expectativas, el panorama es elocuente: cuerpos esquizos, rotos, deambulando en su propio aislamiento. A flote tan sólo por la esperanza de ser salvados por una vacuna que no hará más que afirmar su soledad. No es que las vacunas no surtan su probable efecto (mucho más lento de lo esperado, por lo visto), sino que la retórica que la sostiene eclipsa todas las dimensiones en que la sociedad podría actuar de manera asociada. El virus cayó como anillo al dedo para hundir a las técnicas de gobierno en la peor versión de la biopolítica: un sálvese quien pueda y quien cuente con recursos para lograrlo.
La diabetes, por el contrario, no resulta de un virus, sino de un laberinto mucho más intrincado: las fábricas de una industria alimentaria que han hecho del cuerpo una obsolescencia anticipada. Una vida entregada a consumir medicamentos para reparar lo irreparable: no la dependencia de la comida chatarra, sino de la chatarra que hoy contiene toda la comida contemporánea. Y el argumento es siempre el mismo: en última instancia, tú eres el culpable de tu diabetes y la que espera a tus hijos. Nada más falso. Vivimos en una sociedad entrecruzada por la neurosis de acceder a los espectáculos de la comida y replegarse en dietas interminables; en el caso crítico, entre la bulimia y la anorexia. Una sociedad dedicada, en todos sus niveles, a preservar el deseo insatisfecho por los agentes de un deseo del que todos quieren, en cierto momento, liberarse.
Porque la lógica del capital bulímico –si así se le puede llamar– está dedicada no a abaratar los precios de lo que se consume –el argumento tradicional–, sino a crear dependencias. De eso trata toda la industria alimentaria actual: desde la masacre cotidiana de animales insuflados con hormonas y enzimas para lucir suculentos, ya descuartizados, en el supermercado, hasta los sulfitos con los que se preservan las marcas más lucrativas de vinos.
Tal como se entiende hoy en día, el combate a la diabetes hace del cuerpo una cosa que deviene una causa de sí misma. Sólo para reforzar al capital bulímico. En ello el animalismo tiene un punto fuerte: ¿no ha sido la masacre de animales la que ha producido los virus de las pandemias recientes?
Hasta que llegó la crisis. La pandemia provocada por un virus se conjugó con las pandemias sistémicas
. ¿Cuántas de las muertes actuales no fueron preparadas por esa industria? Este dilema, y no las políticas de individuación, deberían regir el debate. Y no simplemente para colgar amuletos con el Exceso de sodio y calorías
que hacen más coloridos los templos de Oxxo.
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