EL DELFÍN
Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.
jueves, 5 de mayo de 2016
10 de mayo
10 de mayo
Soledad Loaeza
M
e pregunto cuál es el sentido del 10 de mayo en este primer tercio del siglo XXI. Mucho ha cambiado la imagen de la madre desde que hace casi cien años el periódico Excélsior lanzó una celebración que construyó a partir de una idea reverencial de la madre, y de la maternidad como mística. El Nocturno a Rosario, de Manuel Acuña, que invoca su esperanza frustrada de vivir con su amada y su mamá en medio, como un Dios, hoy sólo es motivo de carcajadas, pero ¿de quién nos reímos? ¿De Acuña, que parece utilizar a su mamá para atraer a su amada, y de lo que sus versos sugieren que él entendía por maternidad? En todo caso, a pocos se les ocurre que la promesa del galán de que su mamá estará en casa sea un factor de seducción.
Lo que se entiende por maternidad ha cambiado en el tiempo, y mucho. En el siglo XIX la noción provocaba sentimientos encontrados y confusos en muchas mujeres, porque la acompañaba el riesgo que suponía el embarazo, y sobre todo el parto. Peter Gay reproduce en uno de sus libros acerca de las pasiones burguesas, desgarradoras cartas de despedida de mujeres embarazadas ante la inminencia del parto. La explosión demográfica de la segunda posguerra relativizó la creencia de que el embarazo era una bendición, y empezamos a entenderla menos como milagro y más como problema social. Ahora, me parece, la actitud de las mujeres frente a la maternidad ya no está dominada –como lo quería la tradición hispánica– por imágenes de sufrimiento, angustia y sacrificio. Tiene que ser distinta, entre otras razones, porque hoy las mujeres pueden controlar un acontecimiento que en el pasado era visto como designio divino sobre el cual la única respuesta aceptable era la sumisión. Según el Evangelio, cuando el ángel anunció a la joven María que iba a ser madre, ella sólo acertó a responder: hágase en mí según su voluntad. Así, durante siglos, nadie preguntaba a las mujeres si querían ser madres. Simplemente, se les comunicaba El feliz acontecimiento, y se esperaba que aceptaran el hecho sin chistar.
No hace mucho, la noción dominante de maternidad se asociaba todavía a la simbología religiosa que hace de la virgen el modelo único y último de maternidad. Sin embargo, me atrevo a pensar que ya no es así, que la maternidad ha perdido la fuerza que derivaba de que fuera vista como sagrada. En primer lugar porque la identidad femenina se ha secularizado. Las mujeres no nos vemos a nosotras mismas –y tampoco somos vistas por los demás– como santas cuya misión es reproducir en la tierra, y entre nuestras familias, las virtudes de la virgen. Tampoco nos entendemos exclusivamente como componente de la familia, o como la extensión de una relación con un hombre. Por ejemplo, en 1947 Manuel Gómez Morín preguntaba a la asamblea de su partido si estaba de acuerdo en someter a sus hermanas, madres, novias, esposas, tías, ahijadas, sobrinas, etcétera a las inmundicias del pantano que era la política. Ahora, en cambio, a nadie medianamente ilustrado se le ocurre que las mujeres se definen principalmente por el papel que desempeñan en el conjunto familiar. Ya no somos la hermana de fulano, la esposa de zutano, la hija de perengano. Somos individuos, personas con identidad propia y distintiva.
Las mexicanas hoy, en adición a las responsabilidades de la vida doméstica, participamos en la actividad económica, en la cultura, en la educación superior, en la lucha política, en la administración pública, y la inmersión en estas actividades ha modificado nuestras relaciones con la familia y, en general, con los hombres y con las demás mujeres. Somos más seguras de nosotras mismas, más exigentes con los demás, más ambiciosas, aunque probablemente sigamos siendo egoistonas y narcisistas, como corresponde al aire de los tiempos.
También ha cambiado la familia. Para los millones de niños que tienen dos mamás o dos papás, si no es que más porque sus padres se divorciaron y se casaron de vuelta, tal vez el 10 de mayo trae dos fiestas y las distintas mamás tienen que compartir su día con la otra.
De manera inevitable todas estas mudanzas han incidido en el significado de la maternidad, en particular para las mujeres mismas; ya no santifica a nadie, pero ¿qué es la maternidad?, ¿un valor?, ¿un rasgo de carácter?, ¿una costumbre?, ¿una condición?, ¿una pose? Considerarla una función me parece empobrecerla, y no creo que sea un estado de gracia, como decía la Iglesia. Cuando yo era niña contaban que, en una audiencia, cuando el papa Pío XII se percató de que una de las visitantes arrodilladas frente a él estaba embarazada, se apresuró a levantarla y le dijo que estaba en estado de gracia y que, en todo caso, el que debía hincarse era él; pero eso pasó hace mucho tiempo, cuando la virgen era el paradigma de la maternidad. Ahora, la pobre, ha sido desplazada por la muy disfuncional y malograda princesa Diana, por actrices de frágil equilibrio como Mia Farrow, o por alguna otra actriz de Hollywood que no ha querido perder la figura, pero como ser mamá está de moda decidió adoptar a tres cuando no a siete niños. Esta sería la prueba de que en el siglo XXI, la maternidad –y las mamás– también puede ser entendida como producto comercial.
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