Ruanda, el Vaticano y la esencialidad del mal
José Steinsleger
L
a capacidad de los estadios donde se jugarán los partidos de la Copa Mundial de Futbol de Brasil asciende a 670 mil almas. Cifra 16 por ciento inferior al holocausto de Ruanda (800 mil víctimas) y 84 veces superior al de Srebenica (Bosnia-Herzegovina, 8 mil). Ambos genocidios tuvieron lugar en 1994, año del Mundial de Estados Unidos y
de la familia, según la ONU.
Las almas pías aseguran que la vida humana es
sagrada. Que, en principio y por ejemplo, perderla a golpe de machetazos a razón de 8 mil 900 por día (abril/mayo/junio de 1994), sería tan sacrílego como el asesinato del defensa colombiano Andrés Escobar, muerto a tiros hace 20 años en una discoteca de Medellín por haber cometido autogol frente a Estados Unidos.
Con base en las declaraciones de una monja que había estado en Siria, la página web de Radio Vaticano denunció crucifixiones de cristianos en pueblos ocupados por grupos de musulmanes extremistas. Y en su homilía del 2 de mayo pasado, Francisco confesó que lloró al enterarse de que algunos cristianos fueron crucificados
en cierto país no cristiano.
El Papa recordó la persecución de los primeros cristianos, observando que “…existen países del mundo (‘hay muchos’, aclaró) en los que sólo por llevar el Evangelio vas a la cárcel”. Agregó:
al Señor no le preocupa cuántos le siguen, y “…no se le pasa por la mente, por ejemplo, hacer un censo para ver si la Iglesia ha aumentado”.
Sin embargo, en Ruanda murió más gente buscando refugio en templos cristianos que en cualquier otro lugar del mundo. Millares de católicos y protestantes (65 y 15 por ciento de la población) sintiéronse más seguros en mezquitas donde los musulmanes (4 por ciento) se negaron a entregarlos a las milicias de extrema derecha interhawme, y a las huestes criminales del partido católico racista Parmehutu, apoyado por Francia.
El genocidio de Ruanda contó con la entusiasta complicidad de curas, monjas, curas, obispos y arzobispos católicos, junto con autoridades y pastores protestantes de credo anglicano, metodista, adventista, bautista y pentecostal. Martin Kimani, investigador del King’s College de Londres y autor de un libro sobre el catolicismo y el genocidio en Ruanda, asegura que los obispos católicos estuvieron profundamente involucrados en la política ruandesa, con pleno conocimiento del Vaticano.
Kimani analizó el caso del arzobispo Andre Perraudin, el más alto representante de Roma en la Ruanda de la década de 1950, y mentor de la ideología de odio racial conocida como Poder Hutu, que tuvo en sus filas a sacerdotes y seminaristas de buena posición en la Iglesia.
Uno de ellos, Gregorio Kayibanda, fue secretario particular, protegido de Perraudin y primer presidente de Ruanda independiente (1962). O el caso del arzobispo de Kigali, Vincent Nsengiyumva, quien durante casi 15 años, hasta 1990, presidió el comité central del Parmehutu.
En abril de 1994, el padre Athanase Seromba logró atraer más de 2 mil hombres, mujeres y niños tutsis desesperados a su parroquia de Nyange. Posteriormente ordenó que una excavadora derribara los muros de la iglesia, y después apremió a las milicias para rematar a los sobrevivientes.
Otro caso escalofriante fue el de las religiosas Gertrude Mukangano y Maria Kisito Mukabutera, en el convento de Suvu, en el sur del país, donde se habían refugiado 7 mil personas. Las
monjitassuministraron a las milicias bidones con combustible para incendiar un garaje que albergaba 500 personas.
En el clímax de las masacres, monseñor Agustín Misago, obispo de Gikongoro, solicitó al Vaticano que se llevara a los sacerdotes tutsis porque, a su juicio, “…en Ruanda ya no se les quería”. Pero el 4 de mayo Misago se había presentado frente a un grupo de 90 niños tutsis retenidos en una comisaría.
El prelado dijo a los niños que no se preocuparan, que la policía los cuidaría. Tres días después, la policía asesinó a 82 de estos niños. Por su lado, el padre Wenceslas Munyeshyaka, líder de la catedral de Kigali, fue acusado de haber entregado listas de civiles a las milicias, y por la violación de jóvenes refugiadas.
En Arusha (Tanzania), el Tribunal Penal Internacional para Ruanda sentenció a Seromba a 15 años de cárcel. Sor Gertrude y sor Maria fueron condenadas a 15 y 12 años de prisión. Pero en 2000, gracias a las presiones del Vaticano, Misago fue absuelto de todos los cargos. Y Wenceslas, quien había escapado a Francia con ayuda de sacerdotes franceses, retomó en este país sus actividades pastorales hasta que finalmente fue arrestado.
El 20 de marzo de 1996, el santo que sólo era Papa, Juan Pablo II, admitió oficialmente que decenas de sacerdotes, religiosos y monjas participaron en las matanzas de Ruanda. Sin embargo, relativizó el drama con la manida tesis de las
ovejas descarriadas. Dijo que “…la Iglesia como tal no puede ser responsabilizada por las faltas de sus miembros”.