EL DELFÍN

Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.

martes, 7 de mayo de 2013

Luis Arizmendi en el seminario internacional de la universidad del ecuador


Discurso de Luis Arizmendi en el Seminario Internacional en Ecuador
Sunday 3 February 2013 122013Sun, 03 Feb 2013 12:31:39 -0600pm 12:31
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Aquí se puede ver el discurso de Luis Arizmendi, Profesor de Economía Política de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Director de la revista internacional Mundo Siglo XXI, que se realizó en el Seminario Internacional “Nuestra América y los Estados Unidos: desafíos del siglo XXI”, celebrado el 30 y 31 de enero en la Universidad Central de Ecuador en Quito, capital ecuatoriana.
Discurso de Luis Arizmendi en el Seminario Internacional en Ecuador

Crisis epocal del capitalismo, encrucijadas
y desafíos del transcapitalismo en el siglo XXI

LUIS ARIZMENDI

Nuestra América y EU: Desafíos del siglo XXI constituye el apropiado título de un Seminario Internacional que no puede remitirse a los limitados horizontes de intelección propios del positivismo que, justo por eso, quedan ceñidos y circunscritos al corto plazo bloqueando percibir las complejas encrucijadas que se proyectan ya para este siglo, que al ser identificadas y vislumbradas desde la perspectiva del largo plazo redimensionan la comprensión del corto plazo permitiendo su desciframiento. En este sentido, referir el siglo como coordenada temporal de intelección no constituye para nada una alegoría, más bien, debe ser recibido como una invitación a evaluar la radicalidad de los colapsos múltiples pero unificados que, con su entrecruzamiento, constituyen la crisis epocal del capitalismo del siglo XXI. Sin duda, la crisis de mayores alcances en la historia de la mundialización capitalista.

1.- El sentido heurístico-crítico del concepto crisis epocal del capitalismo
Crisis epocal del capitalismo del siglo XXI es una de las expresiones que –incluyendo pero desbordando a la crisis financiera y también a la crisis económica, más aún vinculándose pero diferenciándose de expresiones como crisis civilizatoria– resulta más adecuada para poner al descubierto la compleja especificidad histórica de la crisis mundial en que estamos insertos y que, lejos de estarse rebasando, más bien, apenas viene comenzando.

La definición de la crisis mundial como un proceso puramente efímero o pasajero –presuntamente constatable en la recuperación del crecimiento económico en varios Estados–, constituye el obstáculo epistemológico más pernicioso para descifrar el auténtico alcance de lo que con ella está en juego. La radicalidad de sus impactos se vuelve reiteradamente indescifrable, aunque inocultable, en la medida en que, pese a la gravedad de las diversas configuraciones de la devastación en curso, se insiste en evaluarla desde la definición insensible e insensibilizadora que conforma la noción convencional de crisis. Una noción que la crisis epocal del capitalismo del siglo XXI, sencillamente, está haciendo pedazos. Si por crisis se entiende un proceso unidimensionalmente reducido a su plano económico y, luego, sobre esa reducción, se introduce otra unidimensionalización que reduce la crisis económica a una mera crisis financiera o una contracción temporal de indicadores como la tasa de crecimiento, se estará muy lejos de la comprensión efectiva de la profundidad de la situación límite con que está iniciando el siglo XXI.

Constituye un débil aferramiento, destinado a venirse abajo, al horizonte que justo la explosión de la crisis mundial contemporánea está derribando: el horizonte del mito del progreso. Esa ilusión que, leyendo de modo invertido la realidad como hace todo mito, sobre el olvido de los fracasos experimentados, insiste en concebir la marcha de la modernidad y del crecimiento con el capitalismo, ahora con su supuesta globalización desde el fin del siglo pasado, como un proceso regido por una tendencia que garantiza conducir la historia directa e indeteniblemente hacia adelante para arribar a la generalización del bienestar económico y del progreso político. Revirtiendo esa ilusión, es preciso replicar que ésta no constituye la peor crisis después de la Gran Depresión de 1929-44, es la crisis más radical en la historia global del capitalismo.

Si, desestructurando su limitada definición convencional, crisis es un concepto que se caracteriza posicionando la contradicción entre la acumulación del capital mundial y el proceso de reproducción vital de la sociedad planetaria –es decir, la figura global de la contradicción valor/valor de uso– como su fundamento crítico, emerge la presencia no de desestabilizaciones puramente pasajeras sino de lo que ineludiblemente debe calificarse como auténticos colapsos. Diversos pero coincidentes en el tiempo, estos colapsos al yuxtaponerse o sobreponerse entrecruzan sus efectos entre sí unificándose para conformar lo que cabe denominar la crisis epocal del capitalismo del siglo XXI.

Epocal es un término proveniente de George Lukács –quien tanto subrayó la centralidad del principio de la totalidad para el discurso crítico–, al que procede recurrir para poner énfasis en que, desbordando su carácter puramente económico aunque a partir de él como su epicentro, en la crisis mundial contemporánea es el capitalismo el que está puesto en cuestión in totto. Sin embargo, la peculiaridad del concepto crisis epocal –justo en eso reside la polémica que de ahí puede derivarse con el concepto de crisis civilizatoria–, consiste en que si bien, coincidiendo con éste, reconoce que la crisis global del capitalismo es tan radical que está poniendo en jaque los cimientos mismos de la historia de la civilización; diferenciándose de él, realiza este reconocimiento negándose a introducir una plataforma giratoria que sustituya al capitalismo por el progreso técnico de la civilización como fundamento de la crisis epocal en curso, a la par que apunta a descifrar la complejidad multidimensional del colapso contemporáneo negándose a definir la crisis mundial como sinónimo inapelable de derrumbe terminal del capitalismo. Como puede verse, aunque convergen en que, efectivamente, la historia de la civilización está en juego, tanto respecto de su fundamento como respecto de la tendencia hacia el futuro los conceptos crisis civilizatoria y crisis epocal del capitalismo no son idénticos.

Si construimos una definición negativa de la crisis mundial contemporánea, o sea, una especificación de lo que no es, lo primero que tendríamos que decir es que la combinación tan intensamente esquizoide que significa constituir la era del mayor progreso tecnológico en la historia de la humanidad y, no obstante, al mismo tiempo, integrar la era de devastaciones más radicales contra el proceso de reproducción vital de la sociedad planetaria y la naturaleza, de ningún modo configura a ésta como una crisis cuyo fundamento es el progreso civilizatorio. Cada vez que se atribuye a la civilización, a la modernidad, al crecimiento económico o al progreso constituir el fundamento de la crisis global contemporánea, se introduce una plataforma giratoria que, desplazando desde un quid pro quo histórico la modernidad específicamente propia del capitalismo, se le sustituye para, en su lugar, colocar al Hombre como una especie de cáncer en la historia del mundo. Desde ese quid pro quo histórico la humanidad y sus necesidades emana como presunto fundamento de la devastación. Para decirlo en otros términos, si devastación y progreso dejan de ser la ambivalencia esquizoide que define propia y exclusivamente el proyecto de civilización y modernidad del capitalismo, para convertirlos en efectos contrapuestos pero inexorablemente unificados de toda civilización, crecimiento o progreso, es porque se reconoce el proyecto de dominación contemporánea de la naturaleza pero a partir de desconocerlo o desespecificarlo en términos históricos, precisamente, porque esa dominación se deforma y exacerba como peculiaridad de todo proyecto civilizatorio o, al menos, de todo proyecto civilizatorio moderno. La devastación se desespecifica volviéndola el irrevocable otro lado complementario del progreso civilizatorio, la modernidad o el crecimiento.

Además de la divergencia en torno a su fundamento, desde el concepto crisis epocal del capitalismo cabe desarrollar otra divergencia esencial con el de crisis civilizatoria. Hacia un lado, frente y contra el discurso del poder moderno, el concepto crisis epocal se niega a admitir la unidimensionalización insensibilizadora de la noción convencional de crisis; hacia otro lado, polemizando con otras visiones críticas pero radicalizando su problematización, el concepto de crisis epocal se niega a admitir la reducción de la historia a destino. La debilidad del concepto crisis civilizatoria reside, justo y ante todo, en que desliza determinismo histórico. Desde él, el derrumbe del capitalismo se ubica en un futuro relativamente próximo. En cambio, en el concepto crisis epocal que aquí se formula el principio de la totalidad constituye un fundamento heurístico que es usado con un sentido crítico abierto. Lleva a la crítica de la crisis en la totalidad del capitalismo, pero desde una concepción de la historia contemporánea que se opone a calificarla como una totalidad cerrada o, lo que es lo mismo, decidida de antemano: ni el derrumbe ni la continuidad del capitalismo constituyen certezas a priori de futuro.

Rebasando incluso al pensamiento complejo del marxismo clásico del siglo pasado, originalmente, en la Crítica de la economía política el concepto de crisis tiene como contenido una ambivalencia sumamente radical y es principio suyo el rechazo irrenunciable a la reducción de la historia como destino. Para Marx, de modo complejo, las crisis en la historia del capitalismo constituyen tiempos de convocatoria en los que la negación destructiva de la vida del sujeto adquiere una radicalidad de tal magnitud que emplaza al desarrollo de múltiples formas de afirmación de la soberanía del sujeto concreto, pero necesidad y capacidad históricas no son sinónimos, en consecuencia, si el sujeto no asume su cita con los retos que la crisis de la modernidad capitalista trae consigo, las crisis, perfectamente, pueden operar –de hecho, hasta ahora en eso ha residido su modo de funcionamiento histórico– como tiempos de regresión e incluso de peligro. Dicho de otro modo, como un dispositivo esquizofrénico con el que la desestabilización en la acumulación del capital funge como una ineludible fuerza de alto impacto que, en lugar de derrumbe, impele hacia un mayor desarrollo de la dominación y del poder opresivo que ejerce el capitalismo.

En este sentido, crisis epocal es un concepto que, buscando superar todo determinismo histórico, permite asumir que atravesamos por tiempos de transición extremadamente complejos, en los que, frente a los colapsos en curso, tendencias no sólo disímiles sino de sentidos históricos contrapuestos se encuentran pugnando entre sí por definir su preponderancia sin ninguna de ellas todavía lograrlo. Atravesamos por tiempos de transición en los que, la combinación más radical de progreso y devastación en la historia del capitalismo moderno, entrelaza inestablemente oportunidad y peligro.

2.- La multidimensionalidad de la crisis epocal del capitalismo del nuevo siglo
Si exploramos primero los peligros, debemos decir que, teniendo diferentes puntos de partida en la historia de la vuelta de siglo, tres son las crisis que al interactuar entrecruzándose entre sí convergen conformando una crisis multidimensional pero única con la que constituyen la crisis epocal del capitalismo del siglo XXI. Esas crisis son: 1) las crisis generada por tres décadas de capitalismo cínico, 2) la 4ª gran crisis en la historia de los ciclos económicos modernos, y 3) la crisis ecológica global fundada por el capitalismo mundializado.

Para descifrar el origen de la primera de estas crisis y contrarrestar el mito de que el “libre juego de las fuerzas del mercado” constituye el fundamento imperioso o imprescindible del equilibrio económico, hay que decir que “neoliberalismo” ha sido un término, mucho más que simplemente inapropiado, una concesión esencial al discurso del poder moderno. Cuando se le escudriña de fondo contrastándolo con el siglo pasado puede reconocerse que, lejos de ser una nueva versión del proyecto económico-político liberal, el “neo-liberalismo” ha sido, ante todo, anti-liberalismo. El liberalismo del siglo XX se caracterizó por la combinación de tres principios: 1) el fomento del progreso económico mediante el ascenso del salario real y asimismo del salario indirecto, es decir, de los servicios para la reproducción de la nación que operan subsidiados –pero no para instaurar un Estado cuyo sentido hubiera sido generar bienestar social, sino para dinamizar la acumulación en el capitalismo y asumir necesidades en la reproducción de la fuerza de trabajo resolviendo su satisfacción en lugar de que lo hicieran los capitales privados–; 2) el fomento del progreso político mediante la defensa de una u otra forma de soberanía nacional –pero con el objetivo prioritario de delimitar linderos en el sistema mundial para el reparto entre los distintos capitales sociales de los recursos naturales y la fuerza de trabajo–, y 3) la instauración de un orden democrático formal con procesos electorales y sistema de partidos al interior de los Estados –ante todo para contención político-estratégica de lo que Wallerstein ha denominado las “clases peligrosas”–. Barriendo estos tres principios, la configuración inconsistentemente denominada “neoliberal” impuso en múltiples países caídas inéditas del salario real así como drásticas mutilaciones al salario indirecto, la desestructuración de la soberanía nacional bajo la subordinación global a una especie de proto-Estado planetario (que el Banco Mundial, el FMI, la ONU y el G-8 configuran cada vez de mejor modo) y la refuncionalización de los procesos electorales como simulacro adecuado al encubrimiento de las operaciones de un Estado anti-nacional y al despliegue, como afirma Chomsky con su definición de deterring democracy, más que de una “democracia refrenada”, de una “democracia disuasiva”. Por todo esto, no cabe duda, el “neoliberalismo” es la negación radical del liberalismo.

Superando las limitaciones inmanentes a la expresión demagógica “neoliberalismo”, que hay que identificar como un obstáculo para comprender la especificidad de la fase en curso en los últimos decenios, cínico es un término que –usado en su sentido moderno, proveniente del lenguaje filosófico y no de la moral, aunque no puede dejar de impactar también en su campo– sirve para describir una configuración histórica del capitalismo en la que, cimbrando y venciendo las instituciones fundadas para garantizar la vigencia efectiva de los derechos sociales, la economía lejos de operar como un espacio de ejercicio de “libertades” para posicionar a cada uno en la jerarquía social según sus méritos, exactamente al revés, funciona como un proceso en el que el “libre juego de las fuerzas del mercado” no es otra cosa que el vehículo para establecer una nueva rapport de forces en las posiciones de poder desde la que se erosiona y hasta se suprime derechos históricamente conquistados. Dicho en otros términos, se trata de una configuración histórica en la que se cercena al Estado social no para cancelar la intervención del Estado en la economía o instaurar un Estado mínimo, sino para reconfigurarlo como Estado autoritario. Desde él, a la modernización tecnológica de la acumulación del capital se le imprime una forma que le permite operar como punta de lanza de una ofensiva que despliega su violencia económico-anónima sin contrapesos: cínico es, entonces, aquel capitalismo que, sin reparos en su desprecio práctico del Estado social, desde el mercado define los heridos y los muertos.

Propulsar nuevas formas de subordinación del proceso de reproducción de las naciones al capital privado nacional y mundializado, ha hecho que desde el cinismo histórico el Estado se convirtiera en plataforma detonante de varios colapsos. Colapsos cada vez más agudos que, sin ser casuales o contingentes, no son necesarios o imprescindibles para el funcionamiento efectivo del capitalismo, puesto que él, en la medida en que puede adquirir concreción histórica desde diversas configuraciones o proyectos de sí mismo, es irreductible a su modo de existencia cínico. Aunque, por supuesto, si la correlación de fuerzas clasista da el ancho impone un modo de funcionamiento más agresivo. El problema reside en que el cinismo histórico ha desatado un conjunto de desestabilizaciones que se le están saliendo de las manos al capitalismo.

Además de la crisis financiera global –en la que la voracidad desatada por la desregulación de los controles financieros principalmente mediante los derivados, como nueva forma del capital ficticio, ha llevado al capitalismo cínico a que éstos equivalgan nada más a diez veces el PIB del mundo, lo que significa una deuda de altísimos impactos que, de ningún modo, se encuentran suspendidos–, son dos colapsos los que inocultablemente revelan la radicalidad de las crisis producidas por tres décadas de cinismo histórico: la crisis mundial alimentaria y la pobreza configurada como fenómeno mundializado.


2.1.- Capitalismo cínico y crisis alimentaria
En los años 2007 y 2008, estalló la necesidad de transitar a lo que podría constituir una tercera configuración en la historia de la economía mundial de los alimentos, una transición que ya se proyecta como socialmente imperiosa pero que el capitalismo cínico está bloqueando. Desde 1930 hasta los setenta del siglo pasado, la soberanía alimentaria del grueso de naciones fue la peculiaridad de este periodo. Mientras Europa Occidental era la única región importadora de cereales, las exportaciones de Latinoamérica duplicaban a las de EU e, incluyendo la URSS, las de Europa Oriental. En ese periodo, EU no fue el único exportador de alimentos ni pudo posicionarse como el hegemón del mercado mundial alimentario. Pero, desde los ochenta y consolidándose en los noventa del siglo pasado, una dependencia alimentaria implacable aunque artificial fue ascendentemente impuesta por el capitalismo cínico. A partir de una asimetría con la que, por un lado, con base en los condicionamientos de la deuda externa establecidos por el Banco Mundial y el FMI, se les hace aplicar a los Estados periféricos un desfinanciamiento estratégico sumamente ofensivo sobre el campo que se acompaña, por otro lado, con el financiamiento estratégico paralelo sobre el mismo que se despliega, ante todo, en EU. Su objetivo: desestructurar la soberanía nacional como soporte del circuito de producción/consumo de alimentos básicos en el grueso de Estados para re-estructurarlo como un redituable negocio que, con tal de maximizar las ganancias extraordinarias de las corporaciones que subordinan el mercado mundial alimentario, no se detiene al especular con el potencial desabasto futuro y, por tanto, ante el hambre que esa especulación ineludiblemente trae consigo. Sin dejar de jugar un papel en el corto o en el mediano plazo, no son las cosechas precarias, la creciente demanda de biocombustibles desde los países desarrollados, el aumento del consumo de comida animal en India y China, ni siquiera el alza de los precios internacionales del petróleo con su inevitable impacto dominó, el factor nuclear o decisivo en la explosión de la crisis mundial alimentaria de nuestro tiempo. Todos esos factores no permiten descifrar la especificidad histórica de la crisis mundial alimentaria en curso. Su especificidad indudablemente esquizoide consiste en que, cuando por primera vez la economía mundial cuenta con la capacidad tecnológica para producir alimentos para todos, el capitalismo cínico impone la crisis alimentaria más grave por su extensión en la historia del mundo civilizado. El impacto de que 70% de los países subdesarrollados hayan sido hundidos en una delicada situación de dependencia alimentaria –inocultablemente espuria puesto que no es que tengan cerradas las opciones para producir sus alimentos básicos sino que se les impone un estado histórico que les impide hacerlo–, tiene como desenlace que, según la FAO, 30 mil personas fallecen diariamente por hambre y al año 6 millones de niños menores de 5 años. Cada día una de siete personas duerme con hambre. Justo cuando el progreso de la técnica moderna se ha vuelto planetario, el cinismo histórico impone un efecto devastador sobre la vida de los seres humanos. Precisamente, lo que estamos viendo explotar hacia el cierre de la primera década del siglo XXI es el colapso producido por el dominio del cinismo histórico sobre la producción y el consumo mundial de alimentos. Si un Estado contara con soberanía alimentaria, el ascenso de los precios internacionales de los cereales no le generaría mayor daño, ya que, tendría las condiciones económicas suficientes para establecer otros precios nacionales a sus alimentos. Si el ascenso de los precios internacionales de los cereales tiene tan alto impacto es porque la dependencia alimentaria artificial constituye una de las peculiaridades contemporáneas del sistema económico. Intentando iniciar una transición que mínimo llevaría hasta el año 2020, diversos Estados están avanzando en la re-edición de la soberanía alimentaria, pero el capitalismo cínico insiste en la persistencia del poder ganado y está obstruyendo ese proceso para mantener la dependencia alimentaria que prácticamente ha globalizado.

En nítida asimetría con los Objetivos del Milenio formulados por la ONU, pero siendo imprescindible el contraste con ellos, puesto que sintetizaron la versión finisecular del proyecto del capitalismo liberal por reconfigurar la mundialización para volver administrable y manejable la crisis global que estaba en curso desde antes de la vuelta de siglo, lejos de estarnos acercando a la reducción de la pobreza extrema y el hambre, cruzamos por la más drástica crisis alimentaria en la historia de la modernidad, que se revela inocultablemente ya como uno de los epicentros más profundos de la crisis epocal contemporánea. Mientras en 1992 existían 848 millones de personas con hambre, para 2008 eran 923 millones y, actualmente, sobrepasan los mil millones. Evaluando prospectivamente la tendencia que funda la configuración actual de la economía mundial alimentaria, no es irrelevante que el mismo Director General de la FAO, Jaques Diouf, señalara que, sobre esta situación histórica, el Objetivo del Milenio que se planteó reducir el hambre mundial a la mitad para 2015, más bien, se alcanzará en 2150. La prognosis de múltiples generaciones de hambrientos en pleno siglo XXI está haciendo que la promesa promulgada por la modernidad capitalista para autoproyectarse, después de las hambrunas europeas de mediados del siglo XIX –la promesa de que el progreso de la técnica moderna haría que la crisis agrícola y el hambre quedaran atrás como fenómenos del atraso económico propios del Ancien Régime–, esté ingresado en su colapso históricamente más radical. Atravesamos por la era del mayor avance de la técnica planetaria y, al mismo tiempo, esquizoidemente, la mundialización del capitalismo demagógicamente denominado “neoliberal”, por la magnitud de la población en que impacta, ha hecho explotar la crisis alimentaria más grave en la historia de las civilizaciones.

2.2.- Capitalismo cínico y mundialización de la pobreza
Desde su fundación, con la industrialización del trabajo productivo, la potenciación comercial y financiera del mercado y la institucionalización de las actividades del Estado-nación, la ciudad moderna se constituyó como espacialización del proyecto del bienestar y del progreso. Nunca antes en la historia de las civilizaciones un proyecto de este orden se había promulgado como promesa universal de acceso al bienestar y el confort para todos. La ciudad moderna fue lanzada como la prueba de verdad, irreversible y victoriosa, de un nuevo tiempo prometedor. Como el adiós al Ancien Regime. Sin embargo, desde un inicio, en este proyecto convergieron la esencia positiva de la modernidad y una especie de autosabotage que le introduce a ella el capitalismo. Por un lado, con la concreción de la ciudad aconteció lo que cabe llamar la estructuración civilizatoria de la modernidad, es decir, la automatización del proceso de trabajo y el sistema de fábricas como plataforma convocante de un proyecto de mundo histórico dirigido a vencer por fin la escasez para avanzar hacia la afirmación cualitativa de los seres humanos. Pero, a la par, por otro lado, reprimiendo y distorsionando esa convocatoria, el capitalismo le imprimió una configuración desgarradora a la modernidad haciendo de la estructura civilizatoria la espacialización de su legalidad esquizoide que, bajo diversas formas pero de modo ineludible, despliega la combinación incesante de progreso y devastación. Compuesta como una estructura tecnoeconómica en la que se plasma el dominio capitalista global, la ciudad de la modernidad realmente existente no se detiene en devastar el mundo natural, al mismo tiempo que no se detiene en devastar el mundo de la vida social. Porque su prioridad reside en la acumulación de plus de valor apuntando a derrotar la legalidad de afirmación de la vida propia del valor de uso, hace de cada paso adelante en el progreso de la técnica moderna una fuerza que, pese a sus posibles vaivenes, tendencialmente trae consigo no sólo el crecimiento de la tasa de plusvalor, sino de la masa de pluspoblación. Con cada crecimiento de los poderes productivos generadores de riqueza, sucede el crecimiento de los sobrantes y la miseria, se impone un crudo cercenamiento del sujeto social. No es de ningún modo causal que trasladando un término propio del argot militar, Marx se refiera a la pluspoblación que produce el desarrollo de la explotación de plusvalor con la denominación: ejército de reserva. Su formulación apunta a denunciar que, para decirlo parafraseando e invirtiendo la expresión de Clausewitz –”la guerra es la continuación de la política por otros medios”–, con la modernidad capitalista la economía se vuelve la continuación de la guerra por otros medios. Justo y ante todo porque el progreso de la técnica moderna es refuncionalizado como punta de lanza de la ofensiva del capital contra los dominados modernos, cada paso adelante en ese progreso trae consigo los impactos de la devastación que produce la modernización capitalista. En este sentido, debido a que sintetiza la combinación de progreso y devastación del proceso de reproducción social, la ciudad contemporánea atraviesa la modernidad con una especie de autosabotage precisamente, porque impone la espacialización de la violencia económica anónima propia del capitalismo. La espacialización de un tipo de progreso tecnoecónomico que, bloqueando y saboteando el proyecto que prometía vencer la escasez, en lugar de eso, la reinstala artificialmente sobre el cuerpo social desatando múltiples cercenamientos. La ciudad de la modernidad capitalista se torna, así, espacialización de un progreso tecnológico invariablemente violento.

Marcada por esta ambivalencia ineludible, la ciudad de la modernidad capitalista ha configurado de diversos modos la combinación de progreso y devastación. Podría decirse que en el marco de la 1ª revolución tecnológica (1735-1870), la ciudad de la modernidad capitalista, buscando proyectarse como el triunfo irrevocable de un progreso cada vez más prometedor, levantó la estructura urbana pretendiendo ocultar la devastación que indudablemente también impuso. Es, precisamente, es lo que revelaba Engels en 1845 cuando señalaba que las ciudades modernas constituían estructuras peculiares en las cuales la pobreza se suscitaba pero se buscaba esconder. Con la 2ª y la 3ª revoluciones tecnológicas (1870-1970), en las ciudades de las metrópolis, el ascenso del estándar de vida se acompañó de un desarrollo urbano que sólo simuló dejar atrás los efectos de la combinación de progreso y devastación, puesto que instaló gradual pero ascendentemente los efectos anti-ecológicos de un tipo de progreso tecnoeconómico cada vez más nocivo para todos, mientras en las ciudades de los países de la periferia, que en este periodo iniciaron y propulsaron su modernización, las características de estas dos fases se conjugaron. Pero en el marco de la 4ª revolución tecnológica (1970/80 en adelante), después de tantos daños acumulados por el fosilismo y con la explosión de una concentración poblacional insustentable aunque funcional a la explotación en masa del plus de valor, el proyecto de la ciudad como promesa del progreso y confort universalizables con el capitalismo ha ingresado en su colapso más radical.

Ni megalópolis –término originalmente forjado por el geógrafo francés Jean Gottmann, para describir una amplia urbanización que, más que simplemente exigir un tamaño poblacional (superior a los 10 millones de habitantes), da cuenta de un acelerado crecimiento que desemboca en la unificación de ciudades–, ni ciudad global –terminó forjado por Saskia Sassen para denotar urbes que, desbordando el alcance como ciudad-región que caracteriza la definición clásica de megalópolis, proyecta el complejo juego de intercambios económico-político y culturales que interconecta con la dinámica de la mundialización a ciudades de medidas muy diversas–, son términos propicios para describir los cambios tan radicales que están en juego con el urbanismo contemporáneo. Quizás –como planteó en alguna ocasión Bolívar Echeverría– post-ciudad sería un término más conveniente para aproximarse a indicar que en las ciudades del siglo XXI la modernidad capitalista ha hundido en un doble colapso yuxtapuesto, ambiental y social, la promesa de la abundancia que promulgó al llevar tan lejos ya su combinación esquizoide de progreso y devastación.

Ahora que 2008 ha pasado a la historia como el año en que la población urbana mundial empezó a desbordar definitivamente la medida de la población rural y es predecible que el crecimiento poblacional hasta el 2030 será puramente urbano, planet of slums –planeta de ciudades-miseria– constituye un término ad hoc para describir la depredatoria multiplicación caótica de ciudades que cabe denominar postmodernas, precisamente, porque ponen de relieve el modo en que el capitalismo contemporáneo ha cerrado y vencido otras trayectorias potencialmente posibles de modernización, que podrían haber conducido hacia un mejoramiento cualitativo efectivo y coherente de la vida social, para, en lugar de ellas, imponer y andar esta configuración histórica con que la técnica planetaria ha desembocado en una inestable situación límite que entrecruza una riesgosa crisis ambiental mundializada con una inocultable mundialización de la pobreza.

Slum, término que empezó asociándose a “comercio ilícito” y que proviene del lenguaje del hampa inglesa de la primera mitad del siglo XIX, con el desarrollo de las ciudades capitalistas, pasó a designar no simplemente una actividad sino la zona en la que históricamente se concreta: un espacio urbano –opuesto a la solidaridad que caracterizó las relaciones humanas en el área rural– en que se instala la degradación tanto material como social del sistema de convivencia. Donde la privación del acceso a las condiciones que constituyen la dimensión histórico-moral o histórico-cultural de reproducción social de un país, niega substancialmente el derecho a una vida digna constituyendo una situación extrema. De ahí la certeza de la definición realizada por Mike Davis al traducir slum como área urbana hiperdegradada.

Mientras 2007 fue el año punto de partida de la crisis mundial alimentaria, muchos años antes, el inicio de la última década del siglo pasado constituye el punto de partida de la pobreza configurada como proceso planetarizado. El Informe de Desarrollo Mundial 1990, elaborado por el Banco Mundial, es el reflejo del punto histórico especifico de nacimiento de la mundialización capitalista de la pobreza como nueva era. Desde ese informe puede verse que la línea de pobreza extrema trazada por el Banco Mundial no tiene únicamente por objetivo escatimar el reconocimiento de la autentica magnitud de la pobreza en el orbe, sino que explora la ubicación geohistórica de aquellas zonas en las que, debido a que se ha arribado a una situación límite en la que incluso la subsistencia física más elemental está en riesgo, se están creando focos rojos de potenciales explosiones políticas que requieren de programas de contención estratégica. En este sentido, los programas neoliberales no son programas de combate a la pobreza, más bien, son programas de combate contra los pobres. La línea de pobreza extrema de un dólar, debido a que equivale a la adquisición de alimentos crudos, tiene un sentido estratégico cínico brutal. Esto es, si existen sujetos que no pueden adquirir vestido, calzado, vivienda o agua, para el Banco Mundial, no son extremadamente pobres. Entran en ese rubro si y sólo sí no pueden ni adquirir alimentos crudos, pero eso significa que lo que sigue para ellos ya no es hambre sino la muerte. Porque suscita una situación potencial de inestabilidad en la lucha de clases, es que la multiplicación de estos puntos de situación límite para la reproducción vital de la sociedad en el planeta se vuelve objeto de acciones estratégicas por el capitalismo. El Informe de Desarrollo Mundial 1990 es histórico puesto que fue, precisamente, a partir de él que la pobreza se volvió tema estratégico en la agenda de los organismos internacionales cuando nunca antes lo había sido.

Convirtiéndose en los primeros informes emitidos por un organismo internacional para reconocer la mundialización de la pobreza como peculiaridad de nuestra era, en el año 2003, The Challenge of Slums y, su documento complementario publicado poco antes, Slums Of The World: The Face of Urban Poverty in The New Millenium?, constituyen la primera evaluación panorámica elaborada por un organismo internacional, la ONU, que responsabiliza directamente al “neoliberalismo” por detonar una regresión histórica a un escenario similar al de mediados del siglo XIX, denunciando que para inicio del nuevo milenio ya existían sobre el orbe más de un cuarto de millón de slums. Dicho de otro modo, de espacios urbanos en los que explosivamente el proyecto de la ciudad como fundamento de la modernidad y su progreso ha ingresado en un profundo colapso porque, como desenlace de la historia de su subordinación a la combinación esquizoide de progreso y devastación que pone en acto el capitalismo, lo que existen son ciudades-miseria o microciudades-miseria: áreas urbanas hiperdegradadas. Bidonvilles, shanty towns, ghettos, chawls, truschobi, umjondolou, favelas, cantegril, ciudades perdidas o villas miseria son diversas denominaciones que han surgido para darle nombre a la mundialización de la pobreza en cada Estado o región.

Existiendo no sólo en el Sur sino también en el Norte, es decir, así como en Lagos también en el Bronx, así como en Phnom Penh o El Cairo también en Pantin o Ponticelli, así como en Rocinha o Heliópolis también en la Cañada Real Galiana, así como en Dharavi o Birla también en Nueva Orleans (ante todo luego del desastre provocado por Katrina), para 2003 según ONU-Habitat –una agencia fundada, a inicios del siglo, para dar seguimiento al crecimiento poblacional–, dándole forma y concreción a la mundialización de la pobreza, prácticamente, ya era un tercio de la población urbana global la que se encontraba sobreviviendo en ciudades-miseria.

Reconociendo los alcances del traslado epocal de la pobreza de su forma rural hacia su forma urbana, The Challenge of Slums plantea que en estas áreas hiperdegradadas ya habita un tercio de la población urbana mundial. A principios de este nuevo siglo y milenio, el número total de habitantes en slums en el mundo alcanzó los 924 millones de personas. Lo que significa alrededor del 32% de la población urbana total. Si se avanza concentrando la mirada en las regiones en vías de desarrollo la proporción se acrecienta hasta corresponder al 43%, si se va más lejos y se concentra la mirada en los países menos desarrollados se descubre que los habitantes de slums equivalen al 78.2% de la población urbana. Esto significa que actualmente cuatro quintas partes de la población urbana de los países más pobres vive en áreas urbanas hiperdegradadas. Y la tendencia para las próximas décadas es auténticamente atroz: The Challenge of Slums calcula que, para 2030 o 2040, los habitantes de slums en el orbe aproximadamente serán dos mil millones.

Y la tendencia para las próximas décadas es ominosa: The Challenge of Slums calcula que, de persistir la configuración “neoliberal” de los Estados modernos, hacia el año 2020, la pobreza urbana global podría alcanzar a la mitad de la población total residente en las ciudades. El informe conjunto ONU-Habitat/OMS, Las ciudades ocultas: revelación y superación de las inequidades sanitarias en los contextos urbanos 2010, ha agregado que se deteriora la salud y que es menor la longevidad de los habitantes de los slums. Incluso en Nueva York, en 2001, la esperanza de vida en los barrios más pobres en relación a los más ricos era inferior en ocho años.

No se trata, simplemente, del desocultamiento de la pobreza descrito magistralmente por Baudelaire en Los ojos de los pobres –donde, indagando el impacto en el sistema de convivencia de la re-estructuración que hizo de París capital del siglo XIX, muestra que la construcción de grandes avenidas, dejando atrás la configuración laberíntica premoderna de la ciudad compuesta por múltiples vericuetos, pone a todos los ciudadanos cara a cara espacializando una inédita y drástica dinámica generalizada de socialidad anónima e insensibilización social al volver presuntamente “normal” el anormal dolor y cercenamiento cotidianos que produce la modernidad del capitalismo sobre los excluidos y los pobres–.

Se trata de que la combinación de progreso y devastación suscita, mediante la masificación de la pobreza urbana, un impacto tan radical sobre el proceso de reproducción social, que la violencia económico anónima, que comienza siendo una violencia espacializada por el progreso tecnológico capitalista, se torna violencia destructiva tendencial pero crecientemente interiorizada, de una u otra forma, por una co-participación decadente en ella del sujeto social: la post-ciudad se configura, así, como espacialización de una progresiva e inocultable bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos).

Expresando el acabamiento de la mundialización de la modernidad capitalista, que con sus urbes invade el orbe, el inicio de la era de la post-ciudad se inauguró con el capitalismo cínico. Cínico, usado de este modo, es un término cuyo contenido combina su significado peyorativo, que refiere una agresividad irrestricta y reprochable contra la dimensión histórico-moral o histórico cultural del proceso de reproducción vital de la sociedad, con un elemento esencial que proviene del debate filosófico, en el que se alude a una práctica “liberada” de obediencia a las instituciones que debieran asumir un compromiso de protección social. Cuando Bolívar Echeverría hacía alusión a las propuestas antropofágicas de Jonathan Swift –dirigidas a “impedir que los hijos de los pobres de Irlanda fueran una carga para sus padres o para su país y a darles además una utilidad pública”–, abría la mirada para identificar una configuración peculiar que, desmontando toda función de contrapeso del Estado ante la violencia anónima de la economía capitalista, deja al “libre juego de las fuerzas del mercado”, es decir al manejo del sistema económico según los intereses de los capitales privados, el despliegue de una dinámica histórica que define sin restricciones los heridos y los muertos.

Desde esta óptica, cínica es la configuración que el capitalismo le imprime a la ciudad cuando, dejando atrás como un anhelo del pasado la planeación urbana y respondiendo a la maximización de las ganancias corporativas y empresariales, promueve la conjugación del ensamble, incluso provisional, de los más diversos estilos arquitectónicos, con la plasmación como espectáculo en la estructura citadina de la mercantificación universal, ante todo como proyección internacional de la modernidad americana, y la masificación de una presencia inestable pero amenazadora de los excluidos. En consecuencia, cínico es el proyecto de la ciudad que conduce, polar pero complementariamente, hacia la edificación de zonas elitistas protegidas, por un lado, a la vez que al salpicamiento repartido múltiplemente sobre la estructura urbana de una arquitectura popular indeseada y proscrita, por otro, que con su existencia contrastante y enfrentada revelan el despliegue de una creciente bellum omnium contra omnes.

La mundialización de la pobreza está en curso y cuando se indagan sus fundamentos puede identificarse que la derrota histórica de los monopolios defensivos de los Estados periféricos por los capitalismos de la metrópoli y el sentido cínico de la cuarta revolución tecnológica juegan un papel decisivo.

Lo que ha hecho el cinismo histórico ha sido darle forma a la victoria, creciente e implacable aunque aún inconclusa, de un trend secular en la marcha del capitalismo. Desde su fundación, la relación de poder entre los capitales de vanguardia concentrados en los capitalismos de la metrópoli y los capitales de retaguardia concentrados en los capitalismos de la periferia ha girado en torno al rendimiento estructural de un tributo. Una y otra vez, cada ocasión en que se conectan a través del mercado planetario, la renta tecnológica ha servido de vehículo para que los capitales periféricos cedan y transfieran, a través del intercambio desigual, un porcentaje de su plusvalor nacional a los capitales de la metrópoli. Resistiendo, ante la relación de poder que la supremacía que el monopolio del progreso de la técnica moderna detenta, los capitalismos de la periferia, con base en sus Estados, instituyeron y delimitaron su apropiación de un par de monopolios propiamente defensivos: el monopolio sobre yacimientos ricos en recursos naturales estratégicos y el monopolio sobre fuerzas de trabajo extremadamente baratas. Después de décadas de formidables transferencias mediante ese tributo, la crisis de la deuda llegó para ahondar aún más la erosión de la resistencia defensiva de los capitalismos periféricos, de modo que, desde el cierre del siglo pasado, hemos ingresado en una fase de derrota tendencial de los monopolios defensivos que habían detentado los Estados periféricos. En los inicios de la segunda década del nuevo siglo, ya es nítido que son dos las vías de consolidación de su derrota: los tratados de libre comercio y las intervenciones militares como guerras asimétricas. Cimbrados y vencidos, los capitalismos periféricos, cada vez más, ya no solo transfieren enormes masas de valor de su producto nacional a los capitalismos metropolitanos a través de la renta tecnológica y el pago de la deuda externa, más lejos que eso, han sido obligados a retroceder y ceder un ascendente acceso y hasta el control de las plataformas de sus sistemas productivos a los capitales de punta mejor posicionados en el capitalismo planetario. Los yacimientos de recursos naturales estratégicos así como la explotación de la fuerza de trabajo nacional extremadamente barata se han vuelto objeto de un creciente dominio directo del capital transnacional en los Estados periféricos: la derrota de los domini antiguos por los domini modernos constituye una tendencia en curso.

Entre sus impactos más profundos, abriendo campos hasta antes inéditos en la acumulación del capital mundializado, se encuentra lo que cabe denominar la fundación de una tendencia a la mercantificación universal cínica. Demoliendo sin ningún reparo el Estado social que en la periferia está lejos de ser el doble de los Estados sociales europeos, el capitalismo cínico ha avanzado mucho en la tendencia a volver res privata, objeto de dominio privado, lo que históricamente ha sido objeto de la res pública, del ámbito público, y, más aún, en la mercantificación de todo aquello que no lo era para concederle su dominio al capital privado y, ante todo, al capital transnacionalizado. No sólo se ha abierto camino la privatización directa –esto es, aquella en la cual, cercenando los soportes económicos de autoaprovisionamiento de recursos por el Estado, se metamorfosea una empresa pública en una empresa privada (como ha sucedido con las telecomunicaciones y el transporte)–, no sólo ha logrado extenderse la privatización indirecta –esto es, aquella que, mediante el desfinanciamiento estratégico, impone la conversión de un servicio público en servicio privado, a partir de la asfixia del primero que obliga a la recanalización del sujeto hacia la contratación del segundo (como agresivamente sucede con la educación y la salud, o incluso con la “seguridad pública” y el ejército)–. Más aún, venciendo los monopolios históricamente defensivos, se está transnacionalizando la explotación directa de los yacimientos naturales estratégicos de los capitalismos periféricos, de modo que, lo que era fuente de renta nacional, golpeando gravemente el fondo social de consumo, el cinismo histórico vuelve renta privada y ganancia extraordinaria de los capitales privados. Y, peor aún, imprimiéndole una configuración inédita sumamente agresiva a la derrota de los domini antiguos, el capitalismo contemporáneo pugna por avanzar en la mercantificación de fuerzas productivas vitalmente necesarias que a lo largo de la historia de la humanidad habían sido de posesión y uso colectivo genérico. Además de configurar como mercancías servicios que contienen trabajo pero no tenían precio, en tanto operaban bajo la peculiaridad de servicios públicos subsidiados por el Estado –como la educación o la salud–, la tendencia a la mercantificación universal que ha desplegado el capitalismo de la vuelta de siglo ha llegado hasta el punto de dotarse de una cruda configuración artificial cínica: una configuración que absorbe bajo la forma mercancía y les asigna de un modo absolutamente espurio precio a fuerzas materiales vitalmente necesarias que no poseen ningún valor, pero cuya centralidad en la reproducción social le permite crear al capitalismo canales de acumulación que nunca había tenido. La conversión de los códigos genéticos o asimismo del agua en mercancías constituye la expresión más radical de la tendencia a la mercantificación universal artificial cínica, es decir, de una forma adulterada pero efectiva de mercantificación que no se detiene en el uso de la violencia económico-anónima, y a veces también de la violencia político-destructiva, con tal de fundar nuevos negocios. Como puede verse, respecto a la pobreza económica crónica o estructural característica del capitalismo periférico, por su subordinación y constantes tributos al capitalismo metropolitano, la tendencia a la mercantificación universal cínica ha llegado sencillamente para imprimirle una medida de mayor extensión e intensidad.

Hasta antes de la última década del siglo pasado no podría decirse que, strictu sensu, la pobreza moderna constituyera un fenómeno mundializado. La pobreza integra una dolorosa forma social variable en sus medidas pero inmanente a la historia de la mundialización del capitalismo, que, sin embargo, había sido una forma geohistóricamente circunscrita. La cuarta revolución tecnológica, que pudo adquirir muy diversos modos de concreción pero quedó absorbida por la configuración del capitalismo cínico, se desplegó como fundamento de un proceso que hizo estallar las fronteras de esa circunscripción volviendo la pobreza, por primera vez, un proceso mundializado.

Si se lanza una mirada panorámica a la marcha de la interrelación entre pobreza específicamente moderna y capitalismo, podría decirse que se desdobla en tres periodos. Entre 1735 y 1870, puede identificarse el periodo de la pobreza moderna concentrada en el capitalismo de la metrópoli. Constituye un periodo en el que la fundación de la modernidad industrial en Occidente, en lugar de conducir hacia la realización de la “tierra de la gran promesa”, puso pronto al descubierto que el progreso de la técnica moderna con el capitalismo, sin dejar de ser efectivo, trajo inaplazablemente consigo la devastación. La creación del ejército industrial de reserva presionó al ejército en activo desvalorizando su fuerza de trabajo en tal magnitud que empujó hacia la incorporación de las mujeres y los niños al trabajo asalariado o incluso, para estos últimos, propició hasta su esclavización. Desde esta óptica, 1848 constituye una fecha simbólica que proyecta un tiempo de modernidad, con la ciudad y sus luces, pero, a la vez, con el empobrecimiento masivo a nivel del continente europeo, un tiempo de devastación. Pobreza moderna, en este sentido, es un expresión que dota de nombre a la pobreza que funda la modernidad del capitalismo. Entre 1870 y 1970, puede identificarse una segunda fase: el periodo de la pobreza moderna concentrada en el capitalismo de la periferia. Constituye un periodo en el que, cuando el capitalismo europeo y estadounidense se encuentra elevando los niveles de vida de sus poblaciones nacionales para proveerse de mejores mercados, la fundación de la modernidad con la gran industria capitalista en el resto del orbe exporta la pobreza hacia los Estados de los capitalismos periféricos que, debido a las relaciones de poder que la economía mundial, desde la supremacía tecnológica de los domini modernos, hace caer sobre ellos, van a ver cancelados todos sus intentos de convertirse en el doble de los Estados más avanzados. Incapacitados para proporcionar a sus naciones los niveles de vida de Europa y EU, los Estados de la periferia compensan o contrabalancean las sistemáticas transferencias de riqueza y de valor, que realizan mediante el intercambio desigual en el mercado planetario, con la instalación de niveles salariales y tasas de desempleo que vuelven la pobreza un estado crónico o estructural de sus sistemas económicos. En este segundo periodo, de este modo, la pobreza se neutralizó o se contrarrestó en los capitalismos metropolitanos, pero, lejos de superarse, con la mundialización industrial se trasladó geohistóricamente a los capitalismos periféricos. De 1970/1980 en adelante ingresamos en una tercera fase: en el periodo de mundialización de la pobreza moderna en la historia del capitalismo. La cuarta revolución tecnológica, esto es la informatización del proceso de trabajo planetario, quedó absorbida por el capitalismo cínico, propiciando que, pese a mantener desglobalizado al mercado laboral justo cuando globalizó el mercado de productos y de capitales, intensificara de modo inédito la lucha mundializada de la clase trabajadora contra sí misma. Sin necesariamente migrar, los trabajadores de un Estado u otro, de un continente u otro, han agudizado la confrontación por el acceso al empleo que capitales de vanguardia tecnológica extremadamente volátiles les otorgan de modo incierto, puesto que fácilmente emigran en función de la búsqueda interminable de niveles salariales cada vez más bajos. La articulación de las tecnologías de la información con las máquinas-herramientas, que hizo factible la producción global con precisión geométrica de las piezas de las mercancías, dotó a los capitales de una movilidad nunca antes vista. Una movilidad que ha impactado incluso a los trabajadores de los capitalismos metropolitanos llevándolos, bajo la creciente presión de la tendencia decreciente de los salarios internacionales, a admitir la disminución de sus salarios nacionales y a enfrentar desde un escenario adverso la regresión histórica con la que se está explorando desmontar sus Estados sociales también en Europa y EU.

A contracorriente de la ilusión de que la industrialización del Sur traería el mejoramiento generalizado de los estándares de vida y la superación de la brecha Norte/Sur, hemos entrado en la fase en que la técnica moderna definitivamente se ha vuelto técnica planetaria pero, en tanto subsumida al capitalismo, lo que ha traído es la génesis de la mundialización de la pobreza y la victoria tendencial de los domini modernos. A diferencia de 1848 en que la modernidad capitalista continentalizó, en Europa Occidental, su combinación esquizoide de progreso y devastación, el capitalismo del siglo XXI ha conducido esa combinación a una nueva escala geo-histórica con su mundialización. In fine, 1848 constituye una fecha paradigmática para descifrar el nuevo siglo.

Las ciudades modernas de la América Latina del siglo XXI, en el marco de la tendencia que propulsa la re-edición de 1848 pero a nivel mundial, enfrentan el desafío del colapso de la promesa del progreso universal que ha vuelto inocultable el capitalismo cínico.

2.3.- La 4ª gran crisis de la modernidad capitalista
Sobreponiéndose a la crisis mundial alimentaria y la mundialización de la pobreza, que constituyen colapsos producidos por una forma del capitalismo, el segundo quinquenio del siglo XXI constituye un tiempo en el que también comenzó una crisis de otro orden, esto es, una gran crisis cíclica que de ningún modo se ha superado: la 4ª gran crisis en la historia del capitalismo.

Examinando la desestabilización económica en curso desde las lecciones arrojadas tanto por la Larga Depresión que estalló tras el Pánico de 1873 como por la Gran Depresión que siguió a la crisis financiera de 1929-31, porque ambas constataron que la inexistencia de un declive ininterrumpido no canceló la gran crisis justo debido a que los periodos intermitentes de crecimiento nunca lograron absorber los daños causados por la explosión que inicialmente había surgido, el Premio Nobel Paul Krugman define la crisis económica de nuestro tiempo, sin escatimar sus alcances, no como una recesión sino como la Tercera Depresión. Su perspectiva neokeynesiana, que le permite rebasar el conveniente desconocimiento “neoliberal” de ésta como una depresión, revela su límite en que, cercenando la periodización histórica de las grandes crisis, introduce otro desconocimiento: el de la crisis que pese a décadas de keynesianismo finalmente sobrevino. Si el fundamento de las grandes crisis no se reduce unívocamente a la política económica de los Estados y, sin dejar de contar ella, se escudriña en la legalidad esquizoide de la modernidad del capitalismo y sus ciclos económicos de sobreproducción y sobrefinanciamiento, al lanzar una mirada panorámica puede verse que la actual no constituye la 3ª sino la 4ª gran crisis de la historia del mundo moderno. Como resultado de los límites productivistas de la 1ª revolución tecnológica, entre 1870 y 1890, explotó la 1ª gran crisis impactando tan sólo al continente europeo. Como resultado de la 2ª revolución tecnológica, entre 1929 y 1944, estalló la 2ª gran crisis involucrando a Europa, Japón y EU. Como resultado de la 3ª revolución tecnológica, entre los setenta y los noventa del siglo pasado, variando su cierre de un país a otro según se recuperó la tasa de crecimiento, aconteció la 3ª gran crisis. En términos de sus alcances geohistóricos, cabe resaltar que mientras la 1ª gran crisis fue continental y la 2ª gran crisis intercontinental, la 3ª gran crisis bosquejó una crisis mundial pero, por la presencia de África como apartheid tecnológico, no llegó a serlo. Diferenciándose de la crisis de 1970/90, sin ser de ningún modo su nuevo episodio, la que ha empezado en el segundo quinquenio del siglo XXI, como producto de la informatización del proceso de trabajo planetario, es decir, de la 4ª revolución tecnológica, constituye la 4ª gran crisis cíclica y la primera crisis específicamente mundializada. Como expresión de la interminable dialéctica crisis/revoluciones tecnológicas que caracteriza la marcha del capitalismo, es el resultado de la revolución tecnológica que sirvió justo como mecanismo central de contratendencia ante la gran crisis anterior.

La 4ª gran crisis comenzó como una crisis de sobrefinanciamiento pero, casi de inmediato, reveló que el sobrefinanciamiento estaba postergando, aunque a la vez preparando, el estallido de una crisis de sobreproducción. La restructuración de la economía mundial, generada con base en la informatización del proceso de trabajo, ha comenzado a proyectar sus límites cuando su capacidad tecnológica para acrecentar la producción de la riqueza se estrella con una amplia masificación del ejército mundial de desempleados y una tendencia internacional decreciente de los salarios, que bloquean la realización de esa riqueza que se produce en escala cada vez mayor. No se trata sólo de una crisis de subconsumo, por asfixia de los canales de realización y los mercados. Se trata de que, en la dimensión del valor, el capital se torna excesivo respecto de sí mismo como expresión de que, en la dimensión del valor de uso, el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado, luego de haberle servido para acrecentar la tasa internacional de ganancia, se vuelve excesivo para el capitalismo: eso es una crisis de sobreproducción. Una crisis que pone al descubierto que cada revolución tecnológica se termina convirtiendo en una contrariedad antifuncional para el capitalismo porque genera más capital del que es capaz de absorber en términos productivos. La crisis inmobiliaria, agudizada con hipotecas de tipo subprime –cuya voracidad apuesta por la obtención de un tipo de interés superior a la media a partir de conceder préstamos con un nivel de riesgo de impago superior a la media–, pronto volvió inocultable su irreductibilidad al campo financiero. Develó una crisis clásica de sobreproducción: la producción de mayor vivienda de la que los mercados pueden absorber. Paralelamente, la crisis financiera se conectó con la crisis de sobreproducción en la industria pionera en la informatización del proceso productivo globalizado, la industria automotriz. La crisis en la industria manufacturera, la industria minera, los servicios de seguros, en fin, en un gran abanico de departamentos, dieron forma a un amplio e innegable efecto dominó que ha puesto de manifiesto una crisis de sobreproducción mundializada. Crisis que, por cierto, ya había proyectado su primer atisbo con la crisis en la industria electrónica informática de 2001-2002. El sobrefinanciamiento ahora con los paquetes de rescate, en la medida en que posibilita la continuidad del ciclo económico neutralizando los impactos por asfixia de los mercados y, más aún, en la medida en que permite que el crecimiento de la composición orgánica del capital siga su marcha, contradictoriamente, suspende la expresión de la sobreproducción capitalista sin contrarrestarla. Estamos lejos de una recesión que ya quedó atrás. La crisis de sobreproducción mundial del siglo XXI, con epicentro en las potencias capitalistas, apenas está comenzando.

Percibiéndolo, en su informe Perspectivas Económicas Globales, verano 2010, el Banco Mundial reconoce que los países desarrollados tienen un excedente de producción que no pueden colocar en sus mercados, por eso, subraya que, en los años venideros, “el crecimiento global dependerá del comportamiento de los países en desarrollo”, puesto que hacia ellos se canalizará mayor exportación. El problema reside en que el capitalismo cínico ha generado un círculo que se le está saliendo de las manos: la derrota de los domini antiguos por los domini modernos, en efecto, ha abierto nuevos canales históricos de acumulación para éstos en perjuicio de aquellos, pero, el cercenamiento del nivel de vida de los “países en desarrollo” cierra el paso para que sus mercados – a excepción de casos como el de China e India– puedan servir adecuada y suficientemente para revertir la crisis mundializada que ya ha explotado. Precisamente, es lo que confirma el informe Situación y Perspectivas de la Economía Mundial 2011 de la ONU cuando señala que la recuperación de la economía mundial ha empezado a perder impulso desde mediados de 2010, enfatizando que las deficiencias de las principales economías desarrolladas “siguen constituyendo un lastre para la recuperación global y plantean riesgos para la estabilidad económica mundial en los próximos años”. No cabe duda, estos son los años de surgimiento de la 4ª gran crisis cíclica del capitalismo.

Su estallido ha llegado para complejizar el escenario. Yuxtapuesta sobre los colapsos que constituyen la crisis mundial alimentaria y la mundialización de la pobreza, la 4ª gran crisis cíclica entrecruza con aquellas sus efectos. Al incrementar la presión por imponer el ascenso de las tasas internacionales de ganancia y crecimiento, tiende a limitar, mutilar y cancelar opciones para encarar las crisis sociales por pobreza y hambre. Como si esto fuera poco, sobre estas crisis y entreverándose con ellas, porque agudiza la devastación contemporánea del proceso de reproducción social, se instala otra más. Una crisis cuyo comienzo no cabe ubicar ni en el segundo quinquenio del este siglo ni en los noventa sino, más atrás, en el inicio de los setenta del siglo pasado y a la que le es característico el largo plazo: la crisis ambiental mundializada redondea la estructura de la crisis epocal del capitalismo en el siglo XXI.

2.4.- La crisis ambiental mundializada del siglo XXI y sus disyuntivas
Lejos de que las políticas del sistema internacional estén integrando principios que garanticen de modo efectivo la sustentabilidad, pese a la gravedad de los desequilibrios antiecológicos en curso, el sobrecalentamiento planetario sigue implacablemente su paso abriendo riesgos auténticamente inéditos dentro de un escenario inestable y regresivo porque, después de un titubeante interés por reducir la emisión de gases invernadero, el capitalismo mundial ha iniciado la segunda década del nuevo siglo dando marcha atrás al propiciar lo que cabe asumir como la muerte del Protocolo de Kyoto: 2008-2012 se recordará como el periodo en que, contraviniendo el compromiso pactado en los noventa del siglo pasado, 32 países desarrollados no cumplirán con la de por sí sumamente insuficiente reducción programada de 5% de emisiones de gases invernadero en referencia a las de 1990. Peor aún, se registrará como un periodo en que ante este “pacto vinculante” –esto es, sin normatividad jurídica y, por tanto, no coercitivo, lo que significa que se encontraba basado en la adhesión por motu propio–, la posición de EU, Rusia Canadá y Japón fue desvincularse formalmente. Su abandono, que se dio en Durban en 2011 a través del rechazo a un nuevo periodo de compromiso del Protocolo de Kyoto, equivale a más del 50% del acuerdo por reducir emisiones invernadero a escala global, lo que, de modo cínico, configura la mundialización sin proyecto global para limitar el patrón tecnoenergético fosilista y contener el peligroso colapso ambiental del nuevo siglo.

Si ya, desde el comienzo de la crisis ambiental mundializada, la dinámica del sobrecalentamiento planetario ha sido integrada a una fase que cabe denominar de depredación antifuncional pero cínica de la naturaleza, justo porque, pese a recibir por primera vez la “venganza de la tierra” (Lovelock), el capitalismo, con tal de seguir en su marcha imperturbable por apropiarse hasta del último beneficio de la ganancia extraordinaria que sustrae del patrón tecnoenergético fosilista, no se detiene ante la devastación ecológica que lo amenaza, la historia de la relación entre capitalismo y depredación ambiental se ha complejizado mucho con la yuxtaposición de otra fase que está emergiendo cuando todavía ni siquiera se cierra la anterior. En el siglo XXI, con la biotecnología moderna, la geoingeniería y la energía nuclear como sus puntales, una nueva fase está naciendo: cruzamos por la génesis de una depredación capitalista crecientemente programada pero necesariamente inestable de la naturaleza. Diseñadas como fuerzas técnicas que, desbordando la destrucción inintencional propia de estructuras técnicas anteriores, depredan ahora resuelta, intencional y programadamente la naturaleza para subordinarla a nuevas formas del dominio y de la acumulación capitalista, estas fuerzas, que se han justificado bajo la ilusión de un progreso protector e ineluctable, ya han revelado una inestabilidad esencial que suscita el desbocamiento de sus efectos antiambientales. Además de las “semillas suicidas”, que, jugando al aprendiz de brujo con los códigos genéticos de la naturaleza y los seres humanos, depredan el autoaprovisionamiento natural de semillas de la producción campesina con tal de imponer la dependencia de ésta respecto del biopoder de las corporaciones transnacionales para fundar un nuevo patrón alimentario basado en organismos genéticamente modificados, y de los diversos proyectos de geoingeniería, que especulan con la fertilización oceánica o la siembra nanotecnológica de nubes para disminuir el sobrecalentamiento planetario sin asumir sus peligrosos contraefectos ante la seguridad humana y la ecología global, el patrón tecnoenergético nuclear, pese a la sabida imposibilidad de contención de sus daños, se ha propulsado bajo la promesa de un control garantizado y estable. Cubiertas bajo la presunción de superar el hambre mundial y el sobrecalentamiento planetario, estás tres tecnologías sintetizan paradigmáticamente un nuevo tipo de señorío ante la naturaleza que, si no es vislumbrado e interrumpido, tiende directamente a fundar las formas que radicalizarán la crisis ambiental mundializada en el siglo XXI.

Aunque es inocultable que existe una relación inversa entre los países de mayor contribución al sobrecalentamiento planetario (que corresponden a los capitalismos metropolitanos y las economías emergentes orientales) y los países de mayor vulnerabilidad ambiental (que corresponden a naciones pobres de los capitalismos periféricos), el problema, que no se resuelve convocando a los países pobres a una estrategia de crecimiento cero o descrecimiento, se yuxtapone y absorbe desde la configuración fosilista de la modernidad capitalista que se proyecta falsamente como imprescindible para impulsar el desarrollo de las naciones pobres. Sea por su requerimiento de crecimiento económico, sea por su disputa por la hegemonía en el mercado planetario, respectivamente, capitalismos periféricos y metropolitanos mantienen una ambiciosa persistencia voraz del patrón tecnoenergético fosilista, pese al auténtico colapso ambiental que su funcionamiento provoca y que se encuentra en curso de desbocamiento global.

La configuración fosilista –que, derrotando la legalidad de afirmación de la vida propia del valor de uso, le ha dado históricamente concreción al proyecto de subordinación e integración del progreso civilizatorio a una forma de modernidad que impone un crecimiento económico de tipo esquizoide–, ha convertido las mayores ciudades modernas en América Latina –con Río de Janeiro, Sâo Paulo, México y Buenos Aires a la cabeza–, justo en epicentros del sobrecalentamiento planetario. Los impactos antiecológicos de la emisión de gases invernadero que generan las mayores urbes latinoamericanas no son de ningún modo menores y menos aún de alcance puramente local o regional, desestabilizan al sistema ambiental de la totalidad del orbe.

El complejo entrecruzamiento de las distintas dimensiones de la crisis ambiental mundializada, tiene su eje en el sobrecalentamiento planetario. La crisis del agua en el siglo XXI, por supuesto, además de provenir de la sobre-explotación, contaminación y dominio cínico privatizado de las fuentes de agua dulce, tiene en el sobrecalentamiento, que desata sequías cada vez más graves, una de sus causales de primer orden. El informe mundial sobre asentamientos humanos 2011 de ONU-Habitat, Las ciudades y el cambio climático: orientaciones para políticas, ha planteado que, en América Latina, de 12 a 81 millones de residentes viven con escasez de agua y que, de seguir esta tendencia, para 2050 serán entre 79 y 178 millones. La crisis del agua, no cabe la menor duda, constituye una de las expresiones más agresivas de la crisis ambiental mundializada. Ya ha sido y es plataforma de conflictos clasistas y políticos, que incitarán ecomigraciones y enfrentamientos militares en este siglo. Desde este contexto, es delicada la contribución de las ciudades modernas latinoamericanas al sobrecalentamiento planetario y su desbocamiento.

Cuando se aproxima la mirada crítica al ensayo de periodización de la historia de la dominación de la modernidad capitalista sobre la naturaleza, pueden identificarse en general cuatro fases. La 1ª, que cabe denominar fase de depredación inintencional pero inevitable, corre desde 1735, con la invención de la gran industria como plataforma de la ciudad moderna en Occidente, hasta 1870, cuando va cerrando la 1ª revolución tecnológica. Con ella el capitalismo, desde su progreso tecnológico antiecológico, depreda la naturaleza pero esa no es su finalidad. La configuración de la naturaleza como fondo fijo acumulado de recursos y espacio contenedor de residuos externalizados emerge de la legalidad del progresismo capitalista para el cual la prioridad es el objeto como riqueza abstracta y no el sujeto o la vida humana. Aunque la depredación del mundo natural no constituye su objetivo intencional, acontece como un residuo inintencional pero inevitable. La 2ª fase, que abarca de 1870 hasta 1970, aproximadamente, cabe denominarla como etapa de depredación inintencional pero a la vez programada. Combina, cada vez con mayor radicalidad, la depredación residual, que emana del progreso de los sistemas tecnológicos productivos subsumidos realmente por el capital, con una forma de depredación de la naturaleza enteramente prefigurada y diseñada, cuyo proyecto se plasma en el progreso de los sistemas tecnológicos militarizados de la modernidad capitalista. Estos sistemas, cuya intencionalidad directa propiamente se dirige hacia la destrucción material de la naturaleza orgánica de los cuerpos de los ejércitos enemigos, asimismo, asumen como objeto estratégico suyo la devastación de las bases naturales –es decir, de la naturaleza inorgánica o exterior– del proceso de reproducción de la vida de múltiples sociedades con el objetivo de imponer una determinada rapport de forces para el ejercicio del poder planetario. En el siglo XX, Hiroshima y Nagasaki sólo significan la mayor atrocidad producida por esa depredación inocultablemente planificada. Depredación cuya peculiaridad reside en ser definida y realizada intencionalmente. Hasta el cierre de esta fase, la modernidad capitalista había desplegado las formas residual y programada de depredación de la naturaleza sin recibir contraefectos globales que desestabilizaran su ciclo económico de acumulación mundial. Pero al ingresar, la técnica moderna capitalista en su alcance como técnica planetaria, comenzó lo que Lovelook certeramente ha calificado como la “venganza de la tierra”. 1971 –cuando el Club de Roma publica su informe Los límites del crecimiento identificando el colapso ambiental global como una tendencia epocal– podría se ubicado como el año en que comienza a reconocerse la emergencia de una 3ª fase aún inconclusa, que cabe calificar como etapa de depredación antifuncional pero cínica de la naturaleza en la historia de la modernidad capitalista. Con ella, desde el eje de la crisis ambiental mundializada, esto es desde el sobrecalentamiento planetario, por primera vez, se desata la tendencia hacia una desestabilización global del sistema ecológico que, devastando la naturaleza, pone en cuestión las bases materiales la acumulación mundializada del capital. Sin embargo, pese a esa tendencia, la configuración fosilista del patrón tecnoenergético, que constituye su fundamento histórico, sigue, ante todo, su marcha. En la era del colapso de la ecología mundial engendrado por el capitalismo fosilista, aunque es innegable la presencia de un complejo choque de diversos proyectos de capitalismo para el siglo XXI, preponderantemente, la mundialización capitalista ni admite ni propulsa consistentemente la transición estratégica hacia un patrón tecnoenergético postfosilista, puesto que asume que impulsar semejante transición acarrearía una disminución de la tasa de acumulación y concesiones en la disputa por el control del mercado planetario que nadie está dispuesto a admitir. De ahí la muerte del Protocolo de Kyoto que deja el siglo XXI en el desbocamiento de la era de la depredación antifuncional pero cínica de la naturaleza.

No obstante, pese a no alcanzar preponderancia o hegemonía, por la radicalidad antifuncional para la acumulación mundial de la crisis ambiental en curso, el proyecto de un capitalismo liberal postfosilista presiona por abrirse paso, en particular, en Europa y desde ciertas fuerzas sociales menores pero relevantes en EU. Ante él, el capitalismo fosilista cínico se niega contundentemente a ceder.

El jaloneo contemporáneo entre los proyectos de capitalismo fosilista cínico y capitalismo liberal postfosilista es incomprensible si la mirada se entrampa en el binomio que ha calificado al capitalismo y al fosilismo prácticamente como sinónimos. Ciertamente, el capitalismo trajo al mundo al fosilismo, pero el fosilismo no constituye la configuración imprescindible para que el patrón tecnoenergético del capitalismo como sistema histórico pueda operar.

Como reveló Elmar Altvater, los combustibles fósiles han cumplido una poderosa funcionalidad “prometeica” para la acumulación mundializada del capital: la dotaron de un tipo de energía apropiada para su dinámica de liberación de las ataduras del tiempo y del espacio. El poder prometeico del fosilismo proviene de que constituye una fuerza productiva sumamente peculiar: es una fuerza que con base en un limitado input de energía hace posible un elevado output energético. Pero no sólo ahí reside la esencia de su funcionalidad. Además, ha acompañado su poder prometeico con una doble efectividad para contrarrestar los límites tanto del espacio como del tiempo. Del espacio debido a que constituye una fuerza productiva dinámicamente transportable, que permite la concentración de elevadas cantidades de energía acumulables en depósitos que pueden trasladarse con velocidad por mar y tierra en acuerdo a las necesidades de la mundialización capitalista. Del tiempo debido a que constituye una fuerza productiva dinámicamente conservable, que permite el almacenamiento de elevadas cantidades de energía acumulables en el presente para ser consumidas en cualquier punto futuro por la acumulación mundial del capital. Esta triple funcionalidad del fosilismo –su poder prometeico, así como su capacidad para contrarrestar los límites del espacio y del tiempo– lo configuró como el patrón tecnoenergético par excellence para propulsar la mundialización del capitalismo moderno, es decir, del capitalismo basado en la automatización del proceso productivo y circulatorio global. Sin embargo, su funcionalidad para la mundialización capitalista está llegando a sus límites definitivos, por la sobreposición de la tendencia al agotamiento de las reservas de combustibles fósiles (cuya durabilidad oscilará ampliamente en acuerdo a la tasa de producción/consumo que de ellos se efectúe a nivel mundial en las próximas décadas), con la tendencia del colapso ambiental global. Que en su convergencia han abierto la encrucijada: asunción de la transición tecnoenergética postfosilista o hundimiento de la modernidad capitalista.

Sin acabar aún de definir su configuración final para este siglo, el proyecto del capitalismo postfosilista ha sido preponderantemente absorbido por el proyecto del capitalismo cínico tecnonuclear, de modo que, el proyecto de un capitalismo liberal de patrón tecnoenergético plural (no nuclear), sin dejar de estar presente, está siendo secundarizado.

Esto significa que todavía ni cierra la fase de la depredación antifuncional pero cínica y ya está emergiendo, desde dentro de ella, una 4ª etapa: la fase de depredación crecientemente programada pero necesariamente inestable de la naturaleza por la modernidad capitalista. Junto a la ingeniería genética, la energía nuclear representa la vanguardia de ese proyecto de capitalismo. Su peculiaridad consiste, justo y ante todo, en que la depredación programada de la naturaleza, que hasta la fase anterior había sido propia de los sistemas tecnológicos militarizados, se extiende para ir rigiendo a los sistemas tecnológicos productivos. Desde ambos, el señorío moderno sobre la naturaleza se ejerce con base en una devastación enteramente prefigurada que busca hacer de ella una situación funcional para las nuevas formas de acumulación y hegemonía capitalistas. La justificación de la propagación de esta nueva forma de depredación ha recurrido sistemáticamente a la presunta garantía de su estabilidad y seguridad en la relación sociedad-naturaleza.

Todavía ni consigue emerger para sustituir la fase anterior y se ha puesto a descubierto que la estabilidad de esta 4ª fase es un simulacro.

La catástrofe de Fukushima –impactante porque, después de Hiroshima y Nagasaki, es terrible que, por insistir en ser el doble asiático del american dream, Japón por sí mismo re-edite graves daños nucleares–, ha vuelto indeleble la inviabilidad de una producción estratégica de energía nuclear estable. El aferramiento a realizar una transición a un patrón tecnoenergético postfosilista sólo si se edifica centrado en la energía nuclear, con el objetivo de salvaguardar los monopolios estratégicos en la producción de energía y las concomitantes ganancias extraordinarias que ese funcionamiento provee, acaba de poner al descubierto la magnitud de la catástrofe potencial que le es inmanente. Aunque ahora ha sucedido a partir de un desastre natural que ha desestabilizado directamente el funcionamiento de los reactores, de ningún modo, ésta crisis ecológica es resultado de un factor “externo” e impronosticable. El lobby nuclear perfectamente sabe que, después de enfriarlos en un quinquenio aproximadamente, las toneladas de desechos nucleares, debido al elevado peligro de sus radiaciones, requieren ser conservadas en contenedores secos, seguros, libres de filtraciones de agua y de sismos severos para que no exista ningún tipo de fuga, nada más, ¡durante 10 mil años! Ahora es inocultable: en la producción estratégica de energía nuclear sucede una grave externalización ineluctable. Con ella, el capitalismo se apropia de ganancias extraordinarias ingentes a costa de transferir a la naturaleza y la sociedad una devastación inevitable.

En Fukushima, en todo caso, se les salió de las manos la transferencia de la crisis hacia el porvenir y sucedió la actualización de una externalización impostergable. La difusión de la contaminación radioactiva ya es doble: la nube radioactiva le ha dado la vuelta al orbe y la contaminación con yodo radioactivo, 7.5 millones de veces por encima de la norma, está distribuyéndose a través de todos los océanos, generando un impacto indetenible en las cadenas alimenticias, hacia todos los continentes. De ningún modo, como demagógicamente se pretende, pese y justo por la clasificación de Fukushima en el más alto nivel de accidente nuclear al lado de Chernóbil, existe exposición “insignificante” a la contaminación radioactiva. Como demuestra el Comité Europeo de Riesgos de la Radiación (ECRR, por sus siglas en inglés), las autoridades niponas están minimizando el riesgo al comparar el consumo de leche radioactiva con la exposición a una tomografía computarizada si se le consume a lo largo de un año. Con base en el modelo de Riesgos de Radiación del ECRR, publicado en 2003 y actualizado en 2010, cuyas evaluaciones han probado su exactitud en los casos de la población del norte de Suecia expuesta a la contaminación de Chernóbil y en el de la lluvia radioactiva después de las pruebas atómicas de los sesenta, este Comité calcula que, hacia 2020, habrá cientos de miles de enfermos de cáncer generados por Fukushima.

Como de costumbre en la modernidad capitalista, que impone una trayectoria tecnológica sobre la base de cerrar otras trayectorias efectivamente posibles pero obstaculizadas, el triunfo del proyecto energético nuclear sólo se ha logrado sobre el bloqueo del proyecto basado en la energía eólica costera que garantizarían los vientos fuertes y constantes sobre el norte de Japón que vienen de Siberia. El lobby nuclear ha conseguido su triunfo a partir de sabotear las energías alternativas en articulación con la clase política. La configuración de Japón como Estado tendencialmente tecnonuclear, como un sistema cuya estructura tecnológica depende en cerca de un 30% de la energía atómica, no es resultado de una rapport de forces puramente nacional. Junto con Europa, que tampoco posee reservas estratégicas de combustibles fósiles (petróleo y gas), Japón ha intentado avanzar hacia una transición tecnoenergétca postfosilista que con esta crisis ya ha revelado el futuro de la crisis ambiental si el capitalismo consigue imponer este camino.

La absorción de la transición postfosilista por el proyecto de un capitalismo tecnonuclear no va más que a complejizar la depredación moderna de la naturaleza, sumando la mundialización de contaminación nuclear al sobrecalentamiento planetario –cuyos efectos todavía persistirán más de un siglo incluso aunque se detuviera ahora la producción estratégica mundial de combustibles fósiles–. Es sumamente delicado que, pese a Fukushima, empujen por la emergencia de esta configuración del capitalismo, Rusia y Ucrania (que lo propulsaron inmediatamente después de la catástrofe de Fukushima), China e India (que no tienen reservas de combustibles fósiles), EU (que juega a la doble baraja de la hegemonía fosilista y la hegemonía nuclear como formas del capitalismo cínico), Inglaterra y Francia (que ya acordaron desarrollar unidos la producción estratégica civil y militar de energía nuclear), Irán, ambas Coreas, Pakistán, y Taiwán (en medio de la delicada geopolítica militar en Oriente). Y en América Latina, de modo conjunto, Argentina y Brasil. Esta trayectoria que pugna por reconfigurar la correlación de fuerzas en el sistema de naciones y la disputa por la hegemonía mundial tiende a impactar decisivamente en la configuración de la crisis de la ciudad moderna en el siglo XXI.

Frente y contra la absorción de la transición postfosilista por el proyecto de un capitalismo tecnonuclear, el proyecto de un patrón tecnoenergético plural con energía solar para aprovisionamiento de las ciudades modernas podría abrir el camino de una modernidad no nuclear.

Ya no sólo existen puntos sumamente localizados en la economía mundial que han explorado el tránsito hacia el aprovisionamiento de energía solar como opción histórica, como es el caso de la eco-aldea Lebensgarten en Dinamarca –que reconfiguró lo que fuera un poblado militar edificado por el régimen nazi y luego utilizado como campamento militar por Gran Bretaña en una comunidad ecológica–, o, asimismo, como el pueblo San Josesito en plena selva colombiana –que, ante la presión de la guerra civil y el narcotráfico, ha buscado dotarse de una forma de suministro energético descentralizado–, sino que están en curso proyectos de abastecimiento con energía solar de ciudades completas. Como la construcción en la llanura de Sanlúcar la Mayor, en España, de la primera central solar termo-eléctrica de torre central y campo de helióstatos comercial instalada en el mundo, el mayor complejo solar de Europa: el PS10 Solar Power Tower. Que, como laboratorio de confluencia de todas las tecnologías solares posibles, ha empezado ahorrar 600 mil tns de CO2 emitidas al ambiente, buscando cubrir las necesidades energéticas de una ciudad que cuenta con 180 mil hogares como Sevilla. Y, más aún, como el proyecto de la miniciudad Masdar en los Emiratos Árabes Unidos que, aunque la impulsan como recubrimiento de su enorme contribución al sobrecalentamiento planetario, está programada para ser, partir de 2016, la primera ciudad enteramente ecológica del orbe. Muy superior a Curitibia –la ciudad sostenible brasileña que recicla hasta 70% de sus deshechos–, ya que, no realizará emisiones de CO2 y funcionará completamente abastecida con energía solar. Sus 50 mil habitantes no utilizarán automóvil, se desplazarán en vagones sobre carriles magnéticos, mientras que las calles, todas peatonales, tendrán sombras –imprescindibles para una ciudad levantada en medio del desierto– generadas mediante paneles fotoválticos. El agua potable será obtenida de agua marina desde una planta desalinizadora que operará puramente con energía solar.

Es sumamente importante que la viabilidad de proyectos de modernidad energética solar sea asumida estratégicamente en América Latina. Pero en medio del jaloneo histórico del siglo XXI por definir la transición postfosilista sobresale la carencia de proyectos de modernidad alternativa para las ciudades latinoamericanas. La crisis del fosilismo histórico está abriendo la necesidad histórica de una transición que es decisivo impulsar contrarrestando el sin sentido de las formas del señorío capitalista propias de la depredación antifuncional pero cínica y de la depredación crecientemente programada pero inestable de la naturaleza. El desafío que encara el proyecto de la ciudad moderna en América Latina, ahora que varias de sus ciudades se han convertido en epicentros del sobrecalentamiento planetario y hasta empiezan a surgir proyectos de capitalismo tecnonuclear en la región, es el de aprovechar sus reservas de combustibles fósiles pero para revertir y superar el patrón tecnoenergético fosilista. Las rentas del fosilismo podrían ser estratégicamente canalizadas para impulsar el postfosilismo.

Pero el desafío histórico redondo para las ciudades latinoamericanas no es solo el que se juega en la asunción del postfosilismo alternativo, exige asumir la propulsión de modernidades alternativas. En este sentido, absorber la transición hacia un patrón tecnoenergético plural no nuclear desde la lucha por edificar modernidades alternativas anti y transcapitalistas, exigiría asumir y propulsar proyectos energéticos estratégicos sustentados en principios de seguridad humana, es decir, desde la vida de las naciones y la promoción de un desarrollo tecnoecológico como fundamento.

2.5.- Economía narco, pax americana y capitalismo necropolítico
Si ya la combinación de estos los desafíos social y ambiental describe una crisis radical, no es suficiente para dar cuenta de la complejidad de lo que está pasando con las ciudades latinoamericanas en la vuelta del siglo, puesto que hay que reconocer, además, la presencia de un tercer desafío: el que justo tiene que ver con la conformación de la economía criminal como dimensión estructural del capitalismo del siglo XXI y su función estratégica como expresión de la reconfiguración del ejercicio de la pax americana.

Mientras la pax americana operó en el siglo XX con su forma clásica –una forma en la cual se hizo del alto a la guerra en el sistema internacional, más bien, un simulacro–, en la vuelta de siglo, una nueva forma de su ejercicio se ha venido expandiendo para apuntalarla mediante una modalidad que pareciera no responder a la violencia político-destructiva funcional a la disputa por la hegemonía mundial y regional. En la segunda mitad del siglo pasado el alto a la guerra en el sistema de naciones, que hizo de la paz un auténtico estado de pax, constituyo un recubrimiento aparente del despliegue efectivo de múltiples guerras, diversas pero sucesivas, que conformaron una serie ininterrumpida de conflictos militares funcionales al apuntalamiento del poder geoeconómico y geopolítico de la hegemonía americana. Junto con los conflictos militares interestatales de la primera mitad del siglo, la presencia de esas guerras es lo que permite decir que si un siglo fue el “tiempo de los asesinos”, la “edad de la violencia” o el “siglo del miedo”, ese fue justo el siglo XX. Para la imposición de su hegemonía, EU hizo que se desplazaran sobre el orbe, selectivamente pero sin detenerse jamás, en su disputa por el dominio geoeconómico de los recursos naturales estratégicos, los canales de acumulación y la explotación de la fuerza laboral internacional. Instalando una dominación geopolítica potencial y prácticamente cada vez más ofensiva mediante los reacomodos logístico de sus comandos. En la vuelta de siglo, sin dejar de recurrir a su configuración clásica, la pax americana comenzó a metamorfosearse desplegando una nueva forma de su ejercicio que se ha venido expandiendo para apuntalarla bajo un simulacro interestatal de paz, presuntamente opuesto a la violencia histórica decadente que se multiplica propulsada por la economía narco y la economía criminal.

Con una nítida combinación con la forma clásica de ejercicio de la pax americana, al lado del proyecto geopolítico en curso de configuración de Colombia como un doble de Israel en América Latina, por la instalación en su territorio de bases militares estadounidenses, o, peor aún, al lado de la flagrante violación al tratado de Tlatelolco –el tratado firmado en México en 1968 para prohibir la circulación y el uso de armas nucleares en nuestro continente–, cometida por EU desde que puso a circular en aguas internacionales latinoamericanas su IV Flota Naval, se ha estrenado en diferentes países de nuestra región una nueva forma de desestabilización de los Estados nacionales. Una nueva forma de la pax americana, ante todo, dirigida contra aquellos Estados-nación que despliegan una abierta y franca resistencia a la hegemonía americana. Se trata de una forma de desestabilización de los Estados que, jugando con una situación extremadamente inestable y de desenlaces fácilmente inmanejables, hace uso y abuso de la conversión de la economía narco y la economía criminal en nueva vía de ejercicio y despliegue de la pax americana.

De ninguna manera es casual que fuera, precisamente, en el contexto del cinismo histórico que la economía criminal, que siempre ha acompañado la marcha del capitalismo, se expandiera hasta convertirse en uno de los canales más redituables de la acumulación mundial del capital. Con el derrumbe del Estado social, la creación de amplias masas juveniles colocadas en una situación de desempleo crónico o estructural, junto con la amenaza de la pobreza como futuro ineludible incluso para las masas con empleo pero bajo nivel salarial, ha desembocado en la conformación de crecientes cantidades de jóvenes dispuestos a integrarse a las filas de la economía criminal, ante todo en su rama nuclear: la economía narco. Emergiendo desde el capitalismo cínico como forma estructural de la economía mundial, la economía criminal no se reduce a la forma cínica del capitalismo. Se inserta como una mediación vacilante pero amenazadora dentro de una de las tendencias que disputan la reconfiguración de la mundialización capitalista para el siglo XXI: dentro de la tendencia que propulsa la reconfiguración neo-nazi del capitalismo. Si bien economía criminal y neo-nazismo, por supuesto, no son sinónimos, no debe tomarse para nada a la ligera la compleja interconexión que se está entablando entre éstas formas históricas. La función mediadora que cumple la primera de ellas para propulsar el desarrollo de la segunda. La existencia de sicarios, incluso de cada vez menor edad que, sin el menor reparo ante la transgresión de las más elementales reglas de convivencia civilizatoria, actúan ejerciendo una violencia sórdida y decadente no puede menos que, efectivamente, re-editar el modo de actuar de los comandos de la Alemania nazi y su furor homicida en el marco de la shoah. La asunción de que unos tienen que ser necesaria e imprescindiblemente destruidos para que otros puedan así abrirse acceso al confort, sin duda, constituye una asunción en la que justo lo que se expresa es la introyección de la bellum omnium contra omnes que propulsa la modernidad capitalista, pero como introyección decadente. Como guerra destructiva que se despliega al interior de los dominados modernos que, en lugar de desarrollar sus poderes liberadores, bloqueando y revirtiendo esa potencialidad, radicalizan de forma sumamente degradada su complicidad con el dominio moderno.

La complejidad de la economía criminal en el siglo XXI consiste en que su poderío no sólo sirve de espejo para reflejar la crisis del Estado como organismo eficaz para contener su crecimiento, sea por sus propios límites institucionales o por una complicidad efectiva ante ella que se ha convertido en uno de los más vigorosos ramos de la acumulación mundializada del capital, más aún, expresa su funcionalidad histórico-política como nueva forma de ejercicio de la pax americana. Cuando la economía de las drogas detonó su expansión dentro del american dream fue nítido que estuvo propulsada desde los aparatos de inteligencia del Estado para cumplir una función estratégica de contrarrevolución preventiva, dirigida directamente a despolitizar y desmembrar al movimiento juvenil y al movimiento negro que empezaban a adquirir mayor fuerza en EU. Convertida en una opción económica ante la crisis del mercado laboral formal y como expresión del triunfo de la modernidad americana en tanto proyecto de capitalismo, es decir, como expansión de los patrones de consumo decadentes del american dream, que hacen de la búsqueda social del éxtasis vehículo de una marcha histórica autodestructiva funcional a la contrarrevolución preventiva, la economía narco absorbe ante todo crecientes cantidades de jóvenes para insertarlos en una dinámica dirigida a bloquear y destruir su potencial politización social y reducirlos a sujeto-masa, a un sujeto incapaz de ejercer su propia soberanía remitido a ser objeto de la acción con la que este sistema histórico lo moldea y debilita.

En este sentido, lo que estamos teniendo en las ciudades modernas de América Latina con la expansión de la economía narco es espacialización de una forma decadente de la bellum omnium contra omnes funcional a la desestabilización estratégica de los Estados que representan resistencia a la hegemonía de EU y, asimismo, funcional a la contrarrevolución preventiva en aquellos Estados que incluso admiten e impulsan el triunfo de la modernidad americana.

3.- La doble encrucijada yuxtapuesta del siglo XXI
En síntesis, la crisis epocal en el siglo XXI es multidimensional pero unitaria y el entrecruce de las diversas crisis que la componen complejiza y agudiza la tendencia de los riesgos, sin embargo, constituye un proceso en situación, es decir, un proceso abierto, no un destino, en el que están chocando entre sí no sólo distintos proyectos por determinar la configuración del capitalismo para este siglo, sino distintos proyectos de modernidad y de futuro. El desenlace aún no está decidido. Lo que se haga y, asimismo, lo que se deje de hacer contribuirá directamente a su definición.

En este contexto el siglo XXI está naciendo conduciendo la historia de la sociedad planetaria ante lo que podría calificarse como la compleja yuxtaposición de una doble encrucijada epocal. Una encrucijada que, por principio, hace oscilar la historia del siglo XXI entre la posibilidad de cargarse hacia una reconfiguración de la mundializacón capitalista altamente depredatoria, que no nada más no se detenga ante los profundos y riesgosos desequilibrios ambientales y sociales que desata, sino que, además, apuesta cada vez en mayor medida a que incluso su recrudecimiento y articulación con los conflictos bélicos podría beneficiarle, lo que no es otra cosa que especular insensatamente con el futuro del planeta y la civilización: esta es la dinámica que propulsa la tendencia que empuja por una reconfiguración neoautoritaria e incluso neonazi de la mundialización capitalista. O cargarse hacia otra configuración de la mundialización capitalista que, presionada por la depredación ya alcanzada, impulse la redefinición de su destrucción productivista del orbe y de la sociedad, no por filantropía sino, simple y llanamente, para garantizar la persistencia del dominio capitalista que, en caso de persistir en su afán altamente depredatorio, podría poner en cuestión los soportes esenciales de su mismo ciclo de acumulación: esta es la dinámica que propulsa la tendencia que empuja porque el proyecto del liberalismo para el siglo XXI reordene la mundialización capitalista.

Distinguiéndose de los proyectos cínicos y neonazi al oponerse efectivamente a ellos, dentro de la mundialización existe otra tendencia que, a partir de admitir e insistir en que ya se llegó muy lejos en la ofensiva lanzada, formula que es imprescindible detenerse y diseñar urgentemente contrapesos ante la violencia económico-anónima del capitalismo, no por filantropía, sino para contener la desestabilización potencialmente inmanejable de la lucha de clases que se viene radicalizando: es la tendencia que, emergiendo desde el neokeynesianismo pero desbordándolo, propulsa lo que, en rigor, constituye el liberalismo del siglo XXI.

Junto y, más bien, sobre esta tiende a levantarse una segunda encrucijada que enfrenta la historia del siglo XXI no ya ante la definición de dos formas posibles del capitalismo planetario, sino ante la elevada posibilidad de que la primera de esas dos configuraciones se convierta en el incierto derrotero que se le impone al siglo, con todo el riesgo que esto significa, o la asunción de todas las mediaciones necesarias para construir un movimiento antisistémico mundializado capaz de contrarrestar la crisis de la civilización y abrirle un futuro mejor a la historia del mundo transitando hacia otro sistema civilizatorio.

Hasta ahora las grandes crisis han operado históricamente como dispositivos esquizoides: con ellas el capitalismo se desestabiliza pero siempre las usa como medios para apuntalar su poder. Sin embargo, desde su marcha actual, están integradas condiciones epocales que permitirían invertir su desenlace. El siglo XXI cuenta con una estructura material con la que nunca contaron las sociedades atrapadas en el vértigo de las grandes crisis en el pasado: el alcance de la técnica moderna como técnica planetaria proporciona a la sociedad mundializada una potencialidad inédita que podría realiza para seguridad y, más aún, para autoliberación de sí misma. En lugar de que, devastando el proceso de reproducción vital, se le sustraigan más recursos a la sociedad para activar la re-estabilización de la acumulación global del capital, sería posible vislumbrar, si se hace estallar el ethos realista, esa cultura histórica que asume esta configuración de la modernidad con el capitalismo como la única viable y posible, que es factible voltear la situación. Inventar y garantizar un proceso inédito de reproducción social que, frente y contra la crisis epocal del siglo XXI, arrebate condiciones de seguridad humana y, con el objetivo de contrarrestar y protegerse de sus impactos, hasta avanzar para ir más lejos.

El siglo XXI ha comenzado con una combinación sumamente peculiar que delinea los trazos generales de la plataforma desde la cual podría volverse efectiva esa inversión histórica. En la medida en que vivimos en la era del mayor progreso tecnológico en la historia de las civilizaciones, la mundialización de la técnica moderna dota de presencia a una capacidad tecnológica que, arrebatándosela a las trayectorias hegemónicas de la acumulación capitalista, de un modo enteramente asequible, podría canalizarse hacia otra dirección fundando estrategias de anticrisis sustentadas en principios de seguridad humana para garantizar la reproducción vital de las naciones. El hambre contemporánea viene de una escasez espuria que impone el cinismo histórico, no proviene de una escasez tecnológica inevitable; la mundialización de la pobreza constituye un estado de escasez artificial, no una fatalidad ineluctable. Presionados por la crisis mundial alimentaria, la mundialización de la pobreza, la 4ª gran crisis y la crisis ambiental mundializada, los dominados modernos tienen ante sí el reto y la necesidad histórica que los impele a asumir el ejercicio de su soberanía para alterar la rapport de forces en las luchas nacionales y mundializada de clases, inventando alternativas inéditas pero viables y realizables que les permitan subvertir los costos que la crisis epocal del capitalismo viene lanzándoles encima. En este sentido, en el inicio de este siglo, necesidad histórica y capacidad tecnológica se están combinando y convocan al desarrollo de la capacidad política, la soberanía social y nacional, de la que depende la vuelta mundo de esta potencialidad.

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