caja B
n el decenio de 1920 surgió en América Latina una generación de militares nacionalistas que, emulando a las grandes potencias de la época, concluyeron que la defensa de la soberanía nacional exigía, ineludiblemente, el desarrollo de la industria nacional.
El general argentino Enrique Mosconi, por ejemplo, recorrió varios países del continente planteando que sin
el monopolio del petróleo es difícil, diré más, es imposible para un
organismo del Estado vencer en la lucha comercial a las organizaciones
del capital privado
.
Años después, en México, el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo (1938). Y en Brasil, la prédica industrialista del presidente Getulio Vargas cautivó, entre otros, a jóvenes empresarios como Norberto Odebrecht, fundador en 1944 de la constructora que con el tiempo será conocida como Grupo Odebrecht (GO).
Con altibajos, los gobiernos de Brasil habían favorecido desde 1930 la intervención del Estado en la economía. En 1952, Vargas creó el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (Banedes), mientras en Bahía el GO erigía el primer edificio de Petrobras (1953), a más de conseguir importantes contratos para el desarrollo del nordeste brasileño
Como era de esperar, Norberto aplaudió el golpe militar del 1º de abril de 1964. Pero su suerte pegó un salto extraordinario cuando en el decenio siguiente llegó al poder el general Ernesto Geisel (1974-79), viejo amigo de la familia y cuarto de los cinco jefes de la dictadura, que llegaría a su fin en marzo de 1985.
Con el espíritu de Henry Ford, el GO tenía la peculiaridad de formar a 90 por ciento de los ingenieros donde se hacían las obras, con un sistema en que todos ganaban: empresa, políticos, trabajadores. Naturalmente, el único que perdía era el tesoro público. Así, en los decenios de 1970 y 1980, expandió sus negocios por América Latina, África, Asia y Estados Unidos.
En consonancia, Norberto escribió varios libros en los que sistematiza sus conocimientos desde los 15 años, cuando empezó a trabajar de soldador, armador, herrero y jefe de transporte en la empresa de Emilio Jr Odebrecht, su padre.
Según el economista de la Cepal Regis Bonelli, casi 90 por ciento de los 300 mayores grupos nacionales privados brasileños estaban bajo control familiar en la década de 1980. Casi todos mostraron interés en las concesiones de servicios públicos y en las privatizaciones. Sin ellas, resultaba imposible hacer obras públicas.
En ese contexto, contadas empresas ganaban las licitaciones públicas
(OAS, Camargo Correa, Andrade Gutierres, Odebrecht…). Dato no menor:
durante el gobierno militar, se dictó una ley para salvaguardar a las
constructoras nacionales. Tales fueron las hadas madrinas
del llamado milagro brasileño
(1968-77), que en el decenio de 1980 protagonizaron un vertiginoso proceso de internacionalización.
Las empresas controlaban, en efecto, la infraestructura del país, y a finales del siglo, el GO podía ufanarse de trabajar en 60 países del orbe, con 168 mil empleados en nómina. Construcciones civiles y de ingeniería, puertos y aeropuertos; termoeléctricas, petroquímicas, refinerías, transporte de Metro, acueductos, soterramiento de ferrocarriles, industria aeroespacial, autopistas…
En 2002 Norberto cumplió 82 años, pasando a presidir el consejo de administración del GO. Su hijo, Emilio Alves, quedó en la dirección general, y Marcelo (su nieto de 34 años), fue nombrado chief executive officer (CEO). Varias publicaciones especializadas de ingeniería, construcciones, inversiones y finanzas, destacaban al GO como la mayor constructora de América Latina, con ingresos brutos de 15 mil millones de dólares.
¿Agilidad empresarial
frente al Estado ineficiente y burocrático?
Quien sabe. Pero cuando Luiz Inacio Lula da Silva ganó las elecciones en 2003, las grandes empresas brasileñas ya aplicaban el método Odebrecht
: incluir, en sus organigramas, la caja B
, cosa que en lenguaje meritocrático, se llama sección de intereses estratégicos
, concebida para corromper a políticos y funcionarios del Estado.
Con Chávez, Lula, los Kirchner, Evo, Zelaya, Correa, Mujica, Dilma, los ideales de integración subregional y cooperación, empezaron a recorrer un camino auspicioso en América del Sur. Pero como nada es perfecto ni previsible, el ex contratista de la CIA Edward Snowden reveló en 2013 que la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés), interceptaba de modo permanente la red informática privada de Petrobras.
La presidenta Dilma Rousseff denunció la filtración y Washington optó
por matar dos pájaros de un tiro: destruir a Lula y el Partido de los
Trabajadores con el pretexto de la indudable corrupción del Grupo
Odebrecht y lo que más allá de su moralina le interesaba: la estratégica
gravitación económica y política de Brasil, en su patio trasero
.
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