EL DELFÍN
Este es un espacio para la difusión de conocimientos sobre Ciencia Política que derivan de la Carrera de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Nacional Autónoma de México.
miércoles, 20 de septiembre de 2017
Los oficiantes
Los oficiantes
Luis Linares Zapata /II
A
la cúspide financiera del país, en su mero sanctórum (SHCP) han llegado algunos advenedizos. José López Portillo fue uno de ellos. Ha sido, hasta ahora, el único personaje que de ahí salió para ser ungido candidato del PRI a la Presidencia de la República y, sin molestia alguna, mudarse a Los Pinos después. Su amigo, compañero desde la infancia, lo condujo con gran celo y conveniencia en una trayectoria burocrática fulgurante y eficaz. Eran los tiempos en que las finanzas públicas se manejaban desde Los Pinos, según el dicho terminante de quien quiso decidir, no sólo eso, sino todo lo demás: Luis Echeverría A. Una historia convulsa que, todavía para muchos observadores se paga con creces. La brutal devaluación del peso que sobrevino truncó la ruta del crecimiento acelerado de toda una fructífera época llamada desarrollo estabilizador. A continuación, un subsecretario de Hacienda, Miguel de la Madrid, hombre temeroso y de poca estatura, acompañado por un escuálido y ambicioso director (Carlos Salinas de Gortari) dieron, de la mano, el salto a la inaugurada Secretaría de Programación y Presupuesto. De esa estratégica trinchera forjaron sus triunfales (fraude incluido) candidaturas a la Presidencia.
La cauda de consecuencias a tan sui generis recambio cupular se resienten hasta hoy. El centro del nuevo arreglo, implicó una íntima conexión entre los oficiantes de la élite financiera con los propietarios del gran capital: la compacta plutocracia actual. Una gran vía de comunicación, órdenes y negocios solidificados con complicidades e impunidad asegurada han fluido entre estos dos polos. A partir de ese alocado tiempo, que pretendió pedir perdón a los pobres de México, el enfoque dominante para conducir los asuntos nacionales ha sido férreo, avasallador y desigual. Y, desde ese inmutable mundo de estabilidades y normas consagradas –todo un complejo inaugurado sin correr riesgo alguno para sus oficiantes– se dio paso a la consolidación acelerada del modelo concentrador dominante en la nación.
El interés mayoritario dejó sitio a los de esas señeras cúpulas decisorias. Los trabajadores ya no serían la fuerza transformadora de la historia patria. La empresa privada, en especial la de gran tamaño, dominaría el enfoque para orientar el crecimiento económico. El estado ya no sería propietario ni intervendría en la producción o en la distribución. La globalidad y los tratados de libre comercio pasaron a erigirse como fenómeno determinante: lo que fuera mejor y más barato habría que importarlo. Se debían concentrar energías y recursos en las áreas con ventajas comparativas, aunque fueran muy pocas. Los precios no deberían controlarse. De estos sólo se exceptúan los salarios que, sin titubeos, habrían de llegar, por acuerdos varios, a ser los más reducidos, al menos, de Latinoamérica. Salarios, aun los de la moderna industria, de pobreza y hambre.
En los asuntos políticos se dio por terminada, forzadamente, la época del partido dominante aunque sus ecos siguen arraigados en la mente y conducta, no sólo de los mandones de arriba, sino de buena parte de las capas intermedias y muchos de los de mero abajo. La democracia se entendió como un proceso en transición errática, inacabada. Las elecciones para llegar al poder se decidirían en cenáculos del oficialismo en turno y empalmada con los mercados.Para lograr tan grosero cerrojo, el miedo a lo distinto se impuso como divisa dictada desde la cúspide. En ese propósito se debían de identificar los señuelos adecuados a cada momento. Los de hoy pueden ser Venezuela o Corea del Norte, como antes fue el comunismo, Cuba y sus santones revolucionarios. Todo un horizonte lleno de fantasmas y formulas retóricas para salvaguardar lo establecido. Y de ese mundo de controles y medianías no se han movido los conductores de los asuntos colectivos. Mantener la continuidad ahora equivale, ni más ni menos, a preservar las desigualdades, la inseguridad y las angustias para las mayorías. El mundo mejor queda suspendido para tiempos propicios que siempre pueden posponerse.
Toda esta parafernalia se condensa en una narrativa llena de subterfugios, agujeros lógicos y contradicciones flagrantes. Pero, aun así, ha formado un entramado que aplasta innumerables conciencias. El individualismo es y tiene que ser, el sentimiento primordial alrededor del cual se ordenan los demás valores. En resumidas cuentas, una ideología carente de solidaridad y compasión donde la abundancia para algunos escogidos deviene, como en el medioevo, desde lo alto.
Muy a pesar de las urgencias de renovar esperanzas y asegurar la permanencia del grupo encaramado en el poder, vastas zonas de la gobernabilidad escapan a control. La justicia y la seguridad han entrado en una zona de alta inestabilidad y no se visualiza mejora alguna. Aún así, el oficialismo intentará amarrar su continuidad empleando cuantos recursos y maniobras tienen a su alcance. El pavor que les causa Morena y su candidato es mayúsculo, pues lo sienten emparejado con un movimiento popular de oposición creciente y rijosa.
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