La crisis está asentada
León Bendesky
L
as crisis están en la naturaleza misma del capitalismo. Solemos referirnos a cada uno de esos episodios como si fuesen únicos o aislados y que, de una u otra manera, se superan. Pero sólo hasta que llega el próximo evento que se nos presenta como imprevisto, y sobre el se dan explicaciones que alientan el discurso y el análisis aún muy propios de la economía neoclásica. Pero en realidad esto corresponde a un proceso único, a saber: el modo de acumulación del capital.
La crisis desencadenada en 2008 persiste, sin amainar de modo relevante. Apenas hay muestras en ciertos momentos de un alza insignificante del producto o el empleo, cuando se predice ya una recuperación. Una lectora de tarot podría atinar igual o mejor en sus previsiones económicas.
Qué son dos centésimas de aumento en el PIB, que se ha desplomado vertiginosamente durante cinco años seguidos, o un pequeño decremento temporal en el desempleo masivo que se ha provocado, para poder decir que la profunda recesión en Estados Unidos, Europa o Japón, y que tiende a extenderse por todas partes, empieza a ceder.
Los números acerca del producto son muy imperfectos y las condiciones del empleo son tan frágiles que no dan cuenta de los complejos procesos en curso que no van en la dirección de un nuevo modo de creación de riqueza material y menos aún de bienestar ampliado.
En 1971 se acabó el régimen de acumulación de la segunda posguerra. Fue decretado unilateralmente por Nixon, dando fin al patrón oro-dólar creado en Bretton Woods (1944). Desde entonces las crisis financieras se han sucedido constantemente. En ese periodo abarcaron países y regiones como Gran Bretaña, Rusia, Japón, Corea del Sur, Indonesia y América Latina.
Esta fue una crisis sistémica que significó una modificación profunda en el ejercicio de la hegemonía económica de Estados Unidos, aprovechando ahora la gestión de sus déficit gemelos: comercial y fiscal, para financiar su economía.
Entre 1945 y 1971 el dólar fungió no sólo como moneda de reserva, sino que había un régimen de tipos de cambio fijos y Estados Unidos financiaba el crecimiento global con su creciente déficit comercial. Este periodo es atípico en la historia del capitalismo por las condiciones del crecimiento productivo, estabilidad financiera y bienestar generados. El sistema financiero estaba regulado y los negocios bancarios separados entre operaciones comerciales e inversiones.
Eso se acabó definitivamente. Desde hace cuatro décadas los desequilibrios comerciales, fiscales y financieros son cada vez más grandes y con ello la recurrencia de las crisis. La ideología neoliberal creó la ilusión de que los mercados libres regulaban eficazmente las corrientes de producción, comerciales y financieras. Esta creencia se ha derrumbado, pero no se ha admitido en los centros de poder.
Se requería cada vez más bajar los salarios, exportando los trabajos donde fueran más baratos; financiar las importaciones con corrientes de capital (es decir, atrayendo los excedentes externos); ampliar el déficit fiscal para sostener la expansión y, sobre todo, desregular hasta el extremo los mercados de dinero y de capital.
Sólo Estados Unidos podía conseguir financiar con una deuda cada vez mayor, y denominada en dólares, para aguantar sus grandes déficit y sostener la capacidad de consumo de su población. Eso también se ha acabado aunque los movimientos de la política monetaria provocarán aún fuertes distorsiones en el mundo.
En 1987 y 2001 las crisis se centraron en los mercados de valores en Estados Unidos con reverberaciones generales. La creación de burbujas especulativas ha sido la base de la generación de riqueza eminentemente financiera, con grandes bancos globales capaces de crear enormes cantidades de dinero privado, en un entorno de regulación muy laxa e innovaciones financieras que retroalimentan la especulación.
La crisis desencadenada en 2008 es el colofón de este largo proceso que se ha denominado como financiarización en el marco de la economía global. Así se han separado de modo efectivo la acumulación basada en la producción de mercancías, y la generación de empleo por aquella basada en el dinero mismo.
A los grandes bancos no les interesa prestar a las empresas, sino crear instrumentos de deuda muy rentables. La crisis no ha acabado con ese modo de funcionamiento. Esa es la historia que desembocó en 2008 y es el patrón de financiamiento que no se ha roto con la gestión pública de la crisis. La resistencia del capital financiero es brutal, y los gobiernos y los reguladores lo saben pero sólo se acomodan como ocurre con la política monetaria de la Reserva Federal o de la Unión Europea.
La gestión del proceso de acumulación quedó en manos de los poderosos bancos globales, que ahora se conocen como instituciones financieras de importancia sistémica. Son aquellas que ponen en riesgo la estabilidad misma del sistema económico en su conjunto y que han quedado lejos de la capacidad de los reguladores para restablecer corrientes de financiamiento productivo.
Esta es, una vez más, una crisis sistémica para la que no se vislumbran todavía acuerdos políticos para enfrentarla. En este sentido está cerca de lo que ocurrió en 1929-33 y que llevó al estado de bienestar. Pero posibilita una reacción hegemónica por parte de Estados Unidos, similar a lo sucedido en 1971. Ahí está la incertidumbre del proceso en curso. Mientras tanto, se acrecientan las condiciones de inestabilidad general, tal y como ya se resienten en México.