Y ahora...
León Bendesky
E
n México se forjan ilusiones cada seis años. Pocas se han cumplido en las ultimas tres décadas, sobre todo en lo que concierne a gran parte de la gente.
La población ha ido creciendo rápidamente y este sigue siendo un país de jóvenes, aunque la pirámide de edades se modifica ya hacia una mayor participación de los adultos.
El bono demográfico que significa contar con una población joven, por lo que representa como potencial para generar riqueza y, también, el ahorro para financiar los servicios de salud y las pensiones, no se ha aprovechado. La ventaja no volverá a ocurrir y se perderá por la incapacidad crónica de crear los empleos necesarios para producir más bienes y servicios y con más productividad.
La demografía es un factor clave del proceso de desarrollo y de la estructura social, sobre todo en una etapa en la que aumenta la expectativa de vida y hay compromisos de corto y largo plazos que nos se han satisfecho. No hacerlo ahora sólo será motivo de crecientes fricciones. Los horizontes de la vida de los mexicanos tienen que ampliarse de modo efectivo, lo que representa un viraje relevante en la relación que hoy existe entre los ciudadanos y quienes gobiernan.
Esta es un grave responsabilidad intergeneracional que un nuevo gobierno no podrá seguir eludiendo. De lo contrario estará en entredicho la posibilidad de elevar los niveles generales de bienestar, único escenario en el que se pueden ampliar significativamente y hacer efectivos los derechos sociales, dándole así un contenido más consistente a la ciudadanía.
Es en esta perspectiva en la que hay que poner el crónico estancamiento económico que padece el país. Las tasas de crecimiento promedio del producto y el empleo de los pasados 30 años son muy bajas. Esto ocurre en una estructura muy concentrada del ingreso y la riqueza, con muy altos grados de monopolio en sectores clave, mal aprovechamiento de los recursos disponibles de todo tipo y con gran corrupción.
Todo esto se apoya y se reproduce en el marco de una persistente fragilidad institucional que resulta en arreglos que profundizan las distorsiones de los mercados, que al final son, siempre, de naturaleza social y cuyos efectos no son neutrales.
Esta situación no constituye ningún misterio ni se requieren por ello mismo de oráculos para desentrañarlo. Los criterios dominantes de la política económica en todo este largo periodo no han logrado superar estas condiciones y, al contrario, se refugia en ellas para que poco cambie en términos esenciales. De ahí la complacencia entre los que diseñan y aplican esas políticas y entre los mayores beneficiarios del modelo que se recrea un sexenio tras otro. En ello radica buena parte de la fuente de la desigualdad que marca a esta sociedad. Ciertamente no es la única.
Los gobiernos se han acomodado a este modo de ser y de hacer, mientras se mantiene un discurso de librecambio, de fomento de la competencia y creación de oportunidades, pero muy alejado en la realidad de las condiciones que se enfrentan a diario en las actividades económicas.
Se ha privilegiado la apertura al exterior sin una correspondiente apertura interna. Tal contradicción debe superarse de modo decisivo, pues es ese entorno rígido y muy concentrado no habrá reforma que valga la pena.
El bienestar no es una quimera, sino una aspiración legítima asociada simplemente con la forma de vida. Una vida que, hasta donde sabemos, es única. Es claro que tal bienestar no se da por generación espontánea, es un proceso que debe guiarse con claridad, perseverancia y tino. Este habría de ser un objetivo ineludible de un nuevo gobierno. Tiene que ver con aspectos materiales, por cierto, pero igualmente comprende los espacios de realización de los individuos, sean jóvenes o no, pues es también una aspiración valida poder mantenerse en la vejez. Ese es el cimiento de una mayor cohesión social, pero que se debilita consistentemente incluso desde el mismo Estado y, también, desde otros frentes.
No se puede vivir bien en un entorno de inseguridad como el que se ha creado en el país desde hace tiempo y se ha exacerbado en este sexenio. Estamos en una especie de guerra y esta situación hay que admitirla abiertamente y sin acomodos convenientes para ciertos intereses. La violencia no es sólo física, en las calles y expuesta ante todos; es igualmente una violencia social, expresada en la falta de inclusión y muchas formas de marginación.
Queremos vivir seguros, salir a la calle sin temor, volver sin contratiempos y saber que los otros pueden hacer lo mismo. Salir no sólo para sobrevivir físicamente sino para satisfacer necesidades y cumplir aspiraciones. La noción y la práctica de la civilidad están maltrechas y hay que restituirlas en un marco de confianza personal y en quienes gobiernan, legislan o procuran la justicia. ¿Es esto pedir mucho? Pues así lo parece desde hace ya demasiado tiempo.