El arte de edificar fuerzas antisistémicas
Raúl Zibechi
L
a amplitud y extensión que van adquiriendo las revueltas populares, que se van afianzando en países de varios continentes, permite distinguir diversas corrientes, distintos modos y maneras en que los afectados por el sistema organizan sus respuestas. El movimiento de los indignados en las ciudades del Estado español y el de los estudiantes chilenos muestran características distintas a los motines que sacudieron semanas atrás las principales ciudades británicas.
Algunos movimientos han conseguido abrir espacios más o menos estables en los que sus miembros pueden intercomunicarse, debatir y tomar decisiones, ya sea en las plazas, en los centros de estudio, o alternando espacios a cielo abierto y cerrados como sucede en la mayor parte de los casos. Cuando se trata de estallidos como los sucedidos en las periferias pobres de Londres o, anteriormente, en los suburbios de París, en 2005, es más difícil encontrar espacios permanentes como anclaje de la protesta, que suele expandirse tan rápidamente como se difumina.
La creación de espacios más o menos permanentes, controlados por los sujetos en movimiento, es un dato mayor ya que es lo que permite darle continuidad a las revueltas, y uno de los elementos que puede convertir las acciones espontáneas en movimientos. Es parte del trabajo que James C. Scott ha realizado en Los dominados y el arte de la resistencia y en su más reciente El arte de no ser gobernados (sin traducción al español por el momento). Las clases dominantes se han empeñado, a lo largo de más de un siglo, en dinamitar esos espacios donde los de abajo se relacionan porque suelen ser los espacios donde, en silencio, se ensayan las rebeliones.
Sin embargo, los diferentes sectores y clases sociales tienen también distintas posibilidades para construir o abrir espacios. En las revueltas en marcha, las clases medias afectadas por la crisis, una amplia gama de trabajadores y profesionales más o menos precarizados, han tenido éxito en crear espacios y los han podido defender pese a la presión social y estatal que a menudo deriva en violencia represiva.
Para los de más abajo, los llamados excluidos, las cosas son más difíciles. Miembros del colectivo Baladre, que participan en las asambleas de los indignados, reconocen que, salvo excepciones, los más pobres no integran el movimiento, y que cuando lo hacen,
pasan cosas. Manolo Sáez lleva años trabajando junto a sectores marginalizados, y asegura que en las asambleas se produce
un choque de culturas porque las formas de funcionar y de hablar son distintas, toman alcohol, son menos higiénicos y son políticamente incorrectos. La palabra
lumpensale a relucir como adjetivo.
La unidad de acción entre todos los que han sido agredidos por el sistema, los diversos abajos y los diversos sótanos, es insustituible si aspiramos algún día a derrotar a la clase que detenta el poder y los medios de producción y de cambio. Pero esa unidad sólo puede ser construida. O sea, será el fruto de un largo proceso de trabajo en común, de edificación permanente y, por lo tanto, de educación y autoeducación colectivas. Este proceso no puede ser espontáneo, ni puede quedar librado al azar sino ser consecuencia de la voluntad y el deseo de cambiar el mundo, cosa que sólo puede hacerse con todos los oprimidos y oprimidas.
En gran medida es una cuestión de clase que no se resuelve bajo la forma alianza, o sea vínculo entre representantes, sino a través de la creación de lenguajes y códigos comunes en espacios autocontrolados donde convivan las diferencias. Inspirado en Marx, Immanuel Wallerstein sostiene que esta
es la cuestión clave en torno a la que se centra la lucha de clases, en un texto donde analiza la pugna de la burguesía por establecer un modo de dominación con base en una estructura tripartita como forma de estabilizar la dominación (La formación de las clases en la economía-mundo capitalista).
Este es quizá el núcleo de los problemas actuales.
La lucha de clases se centra políticamente en el intento de las clases dominantes de crear y preservar un tercer nivel o capa intermedia, frente al intento de las clases oprimidas de polarizar tanto la realidad como su percepción, dice Wallerstein. Esa ha sido la razón de fondo de la introducción de categorías en las fábricas, y de la creación de una capa de controladores y capataces. Y es el objetivo de las
políticas sociales: una ingeniería para separar y levantar muros entre los de abajo y los del sótano.
El capitalismo domina expandiéndose territorialmente, como nos recuerda David Harvey, sometiendo nuevos territorios a la lógica de la acumulación. Pero hacia
adentro, consolida su dominación separando, dividiendo, creando pequeños privilegios para desgarrar la cohesión social y fabricar, de ese modo, desigualdades en las cuales se apoya para solidificar sus poderes. Mujeres, indios, negros, migrantes, excluidos… las categorías de esa división son infinitas.
La estrategia de quienes buscamos superar el capitalismo debe tener como objetivo derribar estos muros entre los oprimidos. En América Latina, y probablemente en todo el mundo, se han experimentado dos modos exitosos de hacerlo: abrir espacios donde una larga convivencia permita superar estas divisiones y trabajar para que los del más abajo, los excluidos o marginados, se conviertan en sujetos. No son, por cierto, dos procesos contradictorios.
Hasta ahora ha sido el sector intermedio el que mayor éxito ha tenido para organizarse y hacer valer sus razones. La novedad que los latinoamericanos podemos aportarle a las rebeliones del mundo es justamente ese esfuerzo en trabajar durante largo tiempo con los más diversos sótanos: los sin techo, sin tierra, sin trabajo, sin derechos. Debemos saber, empero, que cuando los sótanos se hacen sujetos, tiemblan incluso las izquierdas establecidas. Algo de eso sucede en Chiapas, en Bolivia y en Ecuador. Los sectores medios suelen sentir que los del sótano rompen la armonía y la paz social. Para eso son sujetos.
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