Algunos criterios y muchas interrogantes al iniciar la Administración Biden
La masiva desigualdad ha hecho de la lucha por la supervivencia un componente central en la vida de millones de personas.
El nuevo presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, al asumir el gobierno deberá enfrentar numerosos desafíos, y en lo inmediato está obligado a prestar atención a severos problemas como la pandemia, la recesión, el cambio climático y serias tensiones fiscales para la solución de urgentes necesidades sociales y de la coyuntura. Asimismo estará necesitado de obtener algunos resultados tangibles en sus primeros meses, sobre todo en la economía y en la lucha contra el coronavirus y mostrar que nuevamente la acción bipartidista es posible.
Está llamado a gobernar un país cuya credibilidad internacional ha sido dañada por los vaivenes de su política y la inestable gestión del presidente saliente. Asimismo Estados Unidos adolece de serios problemas estructurales, y está en un momento de graves crisis política, económica y de salud, con una sociedad muy polarizada, el descrédito y disfuncionalidad de muchas de sus instituciones y con la perspectiva de obstrucciones en el Congreso, donde cuenta con una ínfima mayoría. Además, dada la pérdida de reputación del sistema electoral y la sostenida campaña de Trump sobre un supuesto fraude, una parte de la ciudadanía considera ilegal la presidencia de Biden.
A ello se agrega que los poderes del presidente Biden podrían estar algo mermados, pues por el estrecho margen de su triunfo electoral se podría considerar que no cuenta con un sólido “mandato”. Durante este próximo cuatrienio enfrentará una férrea acción republicana para obstruir su gestión, pese a que él y su gobierno no se alejarán de la orientación política neoliberal compartida por ambos partidos del sistema, el demócrata y el republicano.
Una lista abreviada de los desafíos que enfrenta la sociedad estadounidense, junto a la urgencia y gravedad del impacto de la pandemia y de tendencias preocupantes que afloran, incluye las guerras sin fin que empantanan al país, la crisis económica, los enormes déficits fiscal y comercial, un grave deterioro de las infraestructuras, los persistentes odios y tensiones raciales, el viciado enfoque de la política inmigratoria, los peligros de la creciente desigualdad, el deterioro ambiental, la pérdida de privacidad ciudadana y de legitimidad de las instituciones del sistema.
Pero también el alto grado de financiarización de esa sociedad, que no trabaja para la economía real y productiva, las grandes burbujas financieras vinculadas a una enorme deuda pública a la espera de desatar un desastre mayúsculo con nefastas derivaciones sobre la sociedad toda; un sistema político electoral viciado y pasado de moda y un bipartidismo cuajado de divisiones, alejado de los problemas reales de la gente y sobrepasado ante las fracturas de la sociedad; la creciente inoperancia y estancamiento del rejuego político y legislativo en Washington.
La situación equivale a una crisis de representación política
La masiva desigualdad ha hecho de la lucha por la supervivencia un componente central y cotidiano en la vida de millones de personas. La conciencia pública de muchos de ellos ha devenido retorcida por su propia situación, por sus miedos y fanatismos, porque se han sentido repetidamente engañados y abandonados por ambos partidos del sistema, y por la acción manipuladora de los medios de difusión de derecha y sus redes sociales.
Asimismo hay un extendido deseo de cambios y el renacer, expansión y ramificación de fuerzas y tendencias que alimentan las divisiones en el país, a la vez que se propagan la violencia racial y de todo tipo, los grupos de odio supremacistas blancos y de milicias y grupos paramilitares fuertemente armados y con conexiones en las entidades policiacas y otros órganos de seguridad. Según cifras imprecisas tales agrupaciones cuentan con unos 50,000 integrantes.
Es una realidad de la que el nuevo Presidente deberá hacerse cargo. No tiene por delante una tarea fácil y en algunos ámbitos tendría que enfrentarse a la élite oligárquica y a los arraigados intereses en ambos partidos, algo sumamente improbable teniendo en cuenta su trayectoria política.
El vergonzoso episodio de la toma violenta del Capitolio por las hordas de simpatizantes de Trump de corte fascista, ha puesto en evidencia las falsas ilusiones y las grietas del país. Llama la atención la escasa resistencia, que roza con la complicidad, encontrada por los amotinados entre muchos de los guardias de seguridad a su paso hacia el hemiciclo. Aunque inusitadas y lógicamente rechazadas por la amplia mayoría de la ciudadanía, sin embargo, según algunos sondeos, esas acciones fueron vistas con simpatías por casi uno de cada cinco encuestados en la nación. A la par con tales hechos, cientos de personas efectuaron manifestaciones ante los edificios legislativos en varios estados a lo largo del país en contra de la confirmación de Biden.
Ese episodio evidencia la gravedad de la crisis de legitimidad que desde hace decenios viene carcomiendo al sistema político estadounidense. La violencia política ha sido un rasgo entronizado en el quehacer de Estados Unidos desde sus orígenes, sin embargo en los últimos años se registra una renovada receptividad a la misma a la par con una erosión de la confianza en las instituciones y en los cauces supuestamente democráticos.
Tales hechos pueden ser meros precursores de acontecimientos de mayor gravedad; de un período violento y turbulento. Claramente el quiebre institucional que tiene lugar no se resuelve con la salida de Trump. Algunos analistas llegan a decir que el país no ha experimentado una crisis de esta intensidad y magnitud desde los años anteriores a la Guerra Civil de la segunda mitad del siglo XIX.
Al mismo tiempo, según una encuesta Reuters/Ipsos de conjunto con el Centro para la Política de la Universidad de Virginia, un tercio de los estadounidenses considera que “Estados Unidos debe preservar el predominio de su herencia blanca europea”. Siempre ha existido en el país un extendido ámbito de resentimiento el cual cuenta con expresiones políticas que no puede tolerar la creciente diversidad en esa sociedad.
Esos y otros problemas no solo se proyectan a futuro, sino que son una realidad presente, incluyendo las grandes diferencias entre regiones del país, los desbalances económicos, étnicos y culturales y la sensación de abandono y desesperanzas de decenas de millones. Tales problemas son parte de la explicación y de las condiciones que hicieron posible el acceso a la Presidencia de un demagogo como Donald Trump en 2016.
Muchos de esos problemas y tendencias se derivan o relacionan con el proceso de declinación que se manifiesta en la economía y en el grado de predominio de Estados Unidos en el concierto de naciones, en buena medida derivado del impacto negativo acumulado por décadas de gigantescos gastos militares, de las guerras sin fin y la desmesurada sobre expansión imperial en todos los rincones del planeta, así como de los consiguientes desbalances y crecientes desigualdades generadas por la globalización neoliberal en el seno de esa sociedad.
En lo inmediato algunos hechos recientes presumiblemente deben mejorarle a Biden sus posibilidades de gestión y para impulsar en alguna medida su programa legislativo. Entre ellos destaca en primer lugar la pérdida por el Partido Republicano de su mayoría en el Senado y las muchas grietas que existen en su seno, catalizadas durante el catastrófico final del gobierno de Donald Trump.
Pese a ello cabe esperar que el magnate dedicará parte de su tiempo a entorpecer la gestión del nuevo Presidente. Trump ha debido abandonar el gobierno pero el peso latente de los 74 millones de estadounidenses que votaron por él está ahí. Seguirán siendo una base política tremenda, con tendencias de rechazo a las élites de Washington y al status quo, desestabilizadora y potencialmente manipulable para proyectos políticos de derecha. Lo que ahora llamamos trumpismo permanecerá aunque la figura de Trump quede en definitiva dañada, en mayor o menor medida, o desacreditada por su implicación en la inédita revuelta llevada al seno del Capitolio.
Recientemente algunos connotados políticos republicanos han estado abandonando la nave conducida por Trump, pero mayormente lo hacen midiendo consecuencias con miras a heredar eventualmente su manto. No pueden desligarse mucho de su agenda sin enajenarse el eventual apoyo de las decenas de millones que siguen fervorosamente al expresidente.
Aparte de la no despreciable extensión y arraigo de los grupos violentos de derecha, la agenda xenófoba y de rechazo a las élites políticas y financieras que Trump ha explotado sigue siendo una vertiente extremadamente popular entre sus amplias bases de apoyo. Son muchos quienes le siguen, dentro y fuera de las instituciones. Se augura una inminente batalla sobre el futuro rumbo del Partido Republicano y hasta su eventual división, lo cual podría a mediano plazo generar secuelas y hasta poner en entredicho la continuidad del sistema bipartidista oligárquico.
La victoria electoral y la correlación de fuerzas internas no constituyen un claro mandato
Pese a toda la superchería del proceso electoral estadounidense y del determinante impacto del dinero empleado, es indudable que Joseph Biden fue electo en 2020 en gran medida por el rechazo masivo hacia la figura de Donald Trump, además debilitado por la crisis económica y sanitaria justo previo a las elecciones. En millones de personas se impuso la habitual fórmula de votar por el menos malo.
No se produjo la anunciada y esperada oleada azul (pro-Partido Demócrata). La victoria de Biden fue relativamente estrecha en varios estados, se redujo la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes y aunque se asume un predominio funcional en el Senado, este órgano que por su naturaleza es eminentemente conservador, ha quedado dividido con sus curules repartidos a partes iguales, con 50 senadores de cada partido. Su ventaja es bastante reducida y frágil, máxime cuando tanto demócratas de derecha como republicanos liberales podrían unirse ocasionalmente al partido contrario en la votación de medidas ajenas a sus preferencias. Eso complejiza la proyección del programa legislativo.
Más de la mitad de los estados de la Unión tienen gobernadores y/o legislaturas dominadas por los republicanos. Preocupa el papel que puede desempeñar la Corte Suprema y el cuerpo judicial a distintas instancias, todos de claro tinte conservador.
Dado el papel de Trump como catalizador de muchas de las desgarraduras del país, Biden hizo su compaña enfatizando que, por un lado, iba a revertir las políticas derechistas de Trump mientras que, a la vez, prometía la muy difícil tarea de restablecer la unidad en la nación y gobernar para todos los estadounidenses, independientemente de su color partidista.
Ello le resulta ahora una camisa de fuerza. El Presidente deberá moverse entre dos aguas contrapuestas: entre su pretendido cortejo con sectores republicanos que lo apoyaron, y en sentido contrario deberá evitar enajenarse de la combativa ala progresista del Partido Demócrata, los seguidores de Bernie Sanders y la tradicional base del partido entre los trabajadores, los afroamericanos, ambientalistas y otros.
En las semanas previas a la toma de posesión se hizo evidente que es la élite tradicional la que está a cargo. Favorecidos por la misma son el grueso de los escogidos para integrar el gabinete y los más importantes cargos. Por el momento se observa bastante desconocimiento y menosprecio hacia el sector progresista.
Biden es un consumado político de la elite oligárquica quien accede al cargo con la notable gravitación de una clase de multimillonarios donantes de Silicon Valley y Wall Street. Él era el más conservador entre aspirantes a la nominación presidencial demócrata en las recientes elecciones. Deberá gobernar un país en declive, con muchas desgarraduras, y durante un largo período de recesión económica y tensiones fiscales. Gobernará con un Partido Demócrata dividido y en el que conciliar las diferencias con el ala progresista le plantea un desafío para no enajenar otros sectores de su coalición y evitar un descalabro en las elecciones parlamentarias de 2022.
Mantener la continuidad del capitalismo neoliberal y de la tasa de ganancia empresarial será una preocupación central de la política económica de la Administración Biden, según se debe en parte a la influencia en la misma del sector financiero, los gigantes de la tecnología de avanzada, las transnacionales y del establishment demócrata.
En el plano interno, pese a los enormes niveles de endeudamiento y el aumento intocable del presupuesto militar, hay una marcada necesidad de mayor gasto federal en atención médica, ayuda para los desempleados y las empresas, y apoyo para los gobiernos estatales y locales con problemas. Se estima que dado el nivel desigualdad existente y el bajo dinamismo de la economía, Biden podría intentar suavizar el filo de las políticas de corte neoliberal mediante la manipulación monetaria, sin abandonar la orientación general neoliberal característica de las esferas que controlan el Partido Demócrata.
Incluso después de superada la pandemia, es probable que se enfrente A una debilidad económica persistente y a una necesidad desesperada de mayor inversión pública. Con toda seguridad seguirá la masiva inyección en la economía de dinero fiat, de grandes emisiones de papel moneda sin respaldo real, lo cual incrementaría a mediano plazo los riesgos para la estabilidad del dólar y de la propia economía.
Varios analistas de peso consideran como anacrónicas y poco sostenibles las políticas centristas ortodoxas que probablemente adoptará la administración Biden, dadas las crecientes fracturas y tendencias contrapuestas en el país y la erosión de la credibilidad del neoliberalismo. El próximo período de gobierno de Biden bien podría ser un mero intervalo en la trayectoria de continuado ascenso y empoderamiento de las posiciones de extrema derecha en el país.
En materia de política exterior seguramente habrá más espacio para el multilateralismo, la diplomacia y para cierto acomodo con sus aliados, al tiempo que dará continuidad a la pretensión de Estados Unidos de recuperar su primacía y dominación global mediante la amenaza y la fuerza. Es sobre todo en esta esfera donde el nuevo mandatario ha nominado a algunos notorios neoconservadores y liberales intervencionistas. Con Biden se incrementará el presupuesto militar, se mantendrán las tropas en el Oriente Medio y, en un marco geopolítico adverso, se persistirá en una línea dura hacia China. Estados Unidos continuará siendo el mayor exportador de armas, y podrían esperarse nuevas intervenciones militares y subversivas en el exterior.
A primera vista Biden se ve favorecido para iniciar su gestión cuando sucede a un gobierno como el de Trump que generó tanta polémica, tanta polarización y un mediocre desempeño en un periodo en el cual se agudizaron las divisiones en el país. Sin embargo, las muchas expectativas generadas respecto a una nueva administración podrían actuar en su contra en breve plazo.
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